Hay momentos durante una campaña electoral que pueden dar una pista soterrada de lo que realmente va a suceder. Y no tienen que ser necesariamente los fogonazos que deciden destacar los medios de comunicación. A pocos días de las elecciones presidenciales de Estados Unidos, Hillary Clinton decidió recibir el apoyo incondicional de Beyonce y su marido, el rapero Jay Z. Como tantos otros artistas que han arropado a la aspirante demócrata, ambos son estupendos en lo que hacen. Tanto, que se han convertido en multimillonarios. A Beyonce y familia les llegaron a cerrar el museo del Louvre de París para que lo vieran con tranquilidad, sin el agobio de los turistas. A las pocas horas de ese abrazo lleno de glamour, Donald Trump bromeaba sobre la falta de pianos, guitarras y artistas cool que le apoyaban. El polémico magnate, con calculado contraste, decidió subir al escenario a una mujer anónima, con cara algo demacrada y llorosa, para darle un abrazo sentido. Aquella mujer era un ejemplo de los estadounidenses, blancos en su mayoría, que debido a la reconversión industrial, se han visto en el paro y completamente relegados. El ascensor social del sueño americano se quedó varado entre dos plantas hace años para ellos y el establishment de Washington les ha ignorado completamente.
Trump es terriblemente astuto. Como un martillo pilón ha lanzado un mensaje claro y fácilmente comprensible para un público muy concreto. Clinton abrazaba a los urbanitas neoyorquinos y a las minorías pujantes, mientras Trump ponía el foco en el señor que, en camiseta de tirantes, contempla la nada desde la mecedora de su porche con música country de fondo. El hombre blanco con pocos estudios, golpeado por la crisis industrial, incapaz de sumarse a las oportunidades de trabajo de la sociedad de servicios, asustado por esa globalización que en Europa ha exaltado nacionalismos, ha resultado ser más numeroso y decisivo que las estrellas del pop o Hollywood.
A eso hay que sumar el hartazgo, cada vez mayor, que genera la dictadura de lo políticamente correcto. Mucha gente comienza a estar cansada de no poder llamar a las cosas por su nombre. Todo está tan estudiado, tan medido, lo biempensante es tan incuestionable, que en el momento que alguien se sale del guión y defiende algo con vehemencia o a contracorriente llama la atención. Hay algo de arrogante, de asfixiante, en la superioridad moral de quienes defienden lo políticamente correcto. Todo está tan controlado, que quien decidide salirse del carril se apunta el tanto de la rebeldía, tan atractiva en ocasiones, y brilla como un gigantesco cartel de neón, aunque sea para decir auténticas barbaridades. Trump se ha dado cuenta de lo que ya dejó dicho Oscar Wilde: “Hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti”. Que hablen mal, pero que hablen. Por eso no le ha importado ser recalcitrantemente faltón o asquerosamente machista. Estaba reforzando esa marca personal que ya le permitió volver a ser rico en los ochenta, tras haberse arruinado con una gestión nefasta e irresponsable de sus casinos en Atlantic City, por no hablar de sus chanchullos en el fútbol americano.
Trump conoce su país. Sabe que vivimos en una telecracia. El reality “El Aprendiz” le presentó durante años como un empresario de éxito que daba valiosos consejos a aspirantes a rico. Sus fracasos, excesos y limitaciones del pasado quedaron borradas en el imaginario colectivo. Guste o no, a la larga, la gente se olvida del comentario sexista y se queda con que Trump es un triunfador que sabe lo que quiere y lo consigue. Qué más puedes desear cuando te sientes desprotegido y desorientado. Un líder natural al que agarrarte…
Su discurso descarado le granjeaba el apoyo incondicional de los supremacistas, lamentablemente numerosos, los defensores a ultranza de la libre circulación de armas o los ultranacionalistas enfadados con el tono conciliador de Obama hacia enemigos históricos como Cuba o Irán. Garantizado el voto radical y el desencantado, el resto lo hicieron sus rivales. El Partido Demócrata, ensimismado en el polítiqueo de Washington, con sus lobbies de presión y sus castas familiares, sólo supo ofrecer dos opciones: un utópico izquierdista como Bernie Sanders o la viva imagen del establishment corrupto que no ha sabido dar soluciones a buena parte de la sociedad americana, como era Hillary Clinton. La mujer que se ha enriquecido al calor de la política, que impulsó la desastrosa intervención militar en Libia o que cometió errores garrafales de seguridad como secretaria de Estado no era una opción válida para descartar a Trump como tentación. El Partido Republicano, intentando hacerle descabalgar con torpes maniobras, sólo hizo acrecentar la sensación de que Trump era un antisistema, un tipo al que los poderes no querían porque tenía la verdadera capacidad de cambiar el status quo. De nuevo, el encanto de la rebeldía.
Hace ocho años, Estados Unidos compró a Obama un discurso de esperanza, que no se ha traducido en grandes realidades. Hoy compra un discurso de rabia, hijo de nuestros tiempos. Del pico de oro a la lengua viperina. Permanezcan atentos a su pantalla porque el show de la telecracia continuará.