La última de una estirpe

En un lugar de Huelva, de nombre bucólico, hay una casa en lo alto de una loma. Desde ella se divisa la campiña de El Andévalo, jalonada por construcciones encaladas y campanarios inmemoriales. La vista desde el corral de esa modesta vivienda invita a reclinar los brazos sobre el muro de piedra. Un muro revestido de cal blanca como la nieve, en el que un agujero, abierto unas cuantas vidas atrás, habla, a quien quiera escuchar, de otros tiempos.
Tiempos en los que convenía tapiar el poco capital que uno tuviera, para evitar la codicia de visitas indeseadas. Tiempos pretéritos, casi fantasiosos, en los que lo cotidiano era una forzosa aventura. Desde ese corral, otros ojos, diferentes a los míos, divisaron el humo de los hornos furtivos en busca de panes prestados; escudriñaron el cielo con el anhelo de hallar respuestas para la siega; imaginaron caminos para cruzar la frontera con fardos de café a la espalda y vieron partir por la carretera, como pequeñas hormigas preñadas de nostalgia, las camionetas que arrancaban a los hombres de sus hogares camino de Francia o Alemania.

¿Qué no vieron los ojos de Juana Márquez a lo largo de casi un siglo?  Mujer enjuta, de armas tomar, madre y esposa coraje, sólo salió de Huelva para visitar Barcelona. Sin embargo, no necesitó más equipaje para vivir mil vidas en una. Desde esa casa de sillas de mimbre y armarios de latón, Juana encajó los envites de un mundo adusto. De niña, contempló las madrugadas de pan y tocino, antesala de una dura jornada en el campo. Escuchó el crepitar de las iglesias quemadas y el lúcido lamento de los mayores que barruntaban las consecuencias de la estulticia. Se asustó con los disparos de júbilo de quienes, una noche toledana, celebraron la toma de El Alcázar. Y, cómo no, en aquella España rota, a Juana se le clavarían para la eternidad los golpes en la puerta…

Esa puerta con pestillo y ventanuco a la que fue llamando la Historia de España en el siglo XX, a golpe de oleadas.. A ella llamaron quienes un día funesto se llevaron al hermano con inquietudes intelectuales, del que nunca más se supo. Esa misma puerta que aporrearon los portugueses, acogiéndose a sagrado en tiempos del estraperlo. Esa puerta a la que, años después, se asomaría el cartero con las nuevas del marido en el extranjero y  las remesas que permitieron comprar el primer televisor en blanco y negro. La misma puerta veterana a la que, andando el tiempo, llegarían los nietos catalanes una vez al año, como aves estivales, cada vez distintos, siempre mayores de como los recordaba.

EL ALMENDRO

La marcha del abuelo la sumió en la nostalgia… En la algarabía de las conversaciones, ella se perdía en sus recuerdos. Se imaginaba al marido guasón que, aunque sólo bebía una vaso chato de anís, cuando divisaba a su esposa en lo alto de la loma, indefectiblemente subía la cuesta haciendo eses, fingiendo habérselo pasado demasiado bien en el casino.  Siempre me maravilló la quietud con la pasaba las horas aquel cuerpo liviano sentado en aquel sillón. ¿Acaso nadie lo percibía?   Aquellos ojos probados se transportaban a los tiempos en los que la gente corriente de aquellos lares se jugó la vida cruzando a Portugal en busca de mercancía con la que poder comer, con los disparos de los carabineros mordiéndoles los talones. ¿Para qué necesitaba Juana películas de tiros, si ninguna se acercaba a la que ella había protagonizado?

La vida moderna volaba a su alrededor y ella, con la mano en la mejilla, de vez en cuando alzaba la vista con la condescendía de quien sí sabe lo que es la existencia humana sin anestesia.  “Yo he segado, he servido, he blanqueado casas, he vendido dulces en las ferias, he visto la muerte, la miseria y también la opulencia. He visto cosas que espero vosotros jamás veáis…”, parecía decirnos sin hablar.  Aquella mujer se reía por dentro de nuestras cuitas y nuestras crisis: “¿Crisis, vosotros no sabéis lo que es la crisis. Crisis es levantarte sin saber qué vas a comer o si te van a matar”. Conversar con ella era recibir un guantazo de realismo que te espabilaba para seguir funcionado sin quejas ni lamentos.

Muchos no reparaban en aquellas reflexiones de señora mayor, pero a mí me desarmaba. Ella lo sabía, y me llamaba a un aparte para contarme cómo fueron los viejos tiempos. Me refería la época en la que los pájaros eran un clamor en el campo. “Ya no se oye cantar a los pájaros, la gente no se ríe como antes y la comida no sabe a nada”, sentenciaba mientras posaba su mano sobre mi antebrazo. Aquella era su concisa enmienda al siglo XXI.

96 años, abuela, y vinieron de la diputación a entrevistarte para poner negro sobre blanco todas las coplillas y dichos que custodiabas en tu cabeza, como última guardiana de una tradición oral impagable.

Fuiste la última de una estirpe y has cerrado para siempre esa puerta con pestillo y ventanuco, dejando un vacío imposible de suplir.  96 años para 97, abuela, y has decidido partir justo en medio de esta pandemia que no me ha dejado cumplir mi palabra. No he podido ir a tu entierro con la cara afeitada porque así, según siempre me decías, estoy más guapo. “Qué mala es la ausencia, hijo mío”, solías decirme cuando te brotaban las lágrimas en las despedidas, y que razón tenías…

No he podido decirte el último adiós, por culpa de este maldito virus, pero guardé nuestro último beso en la retina y en la piel. Y voy a dejarme las manos para que, mientras viva, esa puerta de esa casa, no se cierre del todo.  La última de una estirpe, como tantos otros, que se han dio en silencio estos días, sin la liturgia que merecerían quienes levantaron este país a pulso, cuando vivir era una forzosa aventura.

Te quiere, siempre, tu nieto.

Bufanda Giallorossa

Lo difícil de ser un inconformista patológico es que te cuesta encontrar la verdadera medida de las cosas. Y no la encuentras por la sencilla razón de que siempre sientes sobre ti, sin tregua, la necesidad o la condena casi física de empujar los límites más allá. Para entendernos, vendría a ser lo más cercano a un castigo autoimpuesto. Nunca te resulta suficiente lo que haces y te cuesta encontrar a gente que no te decepcione o, indefectiblemente, te acabe aburriendo porque, un buen día, ya no te puedan enseñar nada más, tras una intensa etapa de enseñanza. La búsqueda de modelos a los que perseguir, como el que trata de acercarse de forma enfermiza a la excelencia resulta extenuante. Por eso cuando te topas con una de esas personas que van sobradamente por delante del resto, que cada día te enseñan algo nuevo, sin que ni siquiera atisbes dónde puede estar el límite, ese día es día de fiesta y la recibes como un arcano digno de estudio.

Gistau fue uno de esos descubrimientos que mi profesión me hizo el regalo de disfrutar. Él no lo sabía, pero yo lo estudiaba con el interés del que busca una fórmula y el cariño de quien admira a alguien sinceramente. He conocido a tipos y tipas que escriben de cine, con una capacidad de análisis brutal y una lucidez casi insultante. Pero que además lleven la intendencia de su día a día con esa jodida sencillez…, como Gistau muy pocos. Renunciar a la proyección de la tele para hacer sólo radio, llegar por la mañana a la redacción sin hacer ruido, sin hacer mención a tu artículo publicado en la primera línea del columnismo español, sentarte como uno más entre la tropa, saludar al último de los becarios y, sin mayor esfuerzo, con la naturalidad que habita en las antípodas de la pedantería, abrir el paño del viajante intelectual, lo mismo dispuesto a hacer un comentario acerado que el chascarrillo sobre la última polémica futbolística. Eso era David una mañana cualquiera.

20200210_122323Solo que con Gistau hasta el último chascarrillo llevaba encerrado la carga de la reflexión previa. Tenerle como tertuliano en el estudio o como visitador puntual entre los jornaleros de la información era darte de bruces con el verbo rápido, las frases como cañones y esa valentía tan suya. La bravura que no le hacía mirar la matrícula del medio en el que hablaba o del anunciante al que tocaba destripar ese día. Y, como un niño grande, cuando esgrimía que algo era de justicia o de sentido común, lo decía con tal rotundidad, que nadie osaba objetar nada más.

¿Cómo se mantenía así de honesto, mientras el desgaste del tiempo fabrica a tanto descreído? ¿De dónde sacaba el tiempo para escribir la siguiente columna mordaz, preparar el próximo reportaje o alumbrar la idea del siguiente libro…? Eso era parte del arcano que a mí me fascinaba. Porque el tipo me recordaba cada día, casi burlón, que era brillante, pero sin dejar de llevar a los cuatro cachorros al colegio.

Gistau hizo, básicamente, lo que le gustaba y cómo le gustaba. Fue un tipo interesante rodeado de gente interesante y, aun con todo, me da la sensación de que dejó entrar en su vida a menos personas de las que hubieran gustado de ingresar. Como dice Antonio Lucas, lo suyo fue una escapada de Cimarrón, con pocos compañeros de viaje.

A los que le disfrutamos de forma tangencial nos quedan las buenas charlas sobre literatura, las discusiones sobre política o los ratos arreglando los problemas tácticos del Real Madrid. Teníamos en mente una sociedad de guionistas que materializase los sketches gamberros que se nos ocurrían sobre la marcha en el control de Herrera en Cope. La última mañana, cuando cesaron las risas de nuestra última maldad, se puso el abrigo y su bufanda de La Roma. «Giallorossa», me dijo con una sonrisa burlona. «Equipo perdedor», le repliqué. «Ya me va bien, para equipo ganador ya tengo al Madrid», sentenció satisfecho, como el que lo deja todo en orden. Y se marchó por la puerta. Como una mañana cualquiera. Y no me enseñó todo lo que me hubiera gustado aprender. Llebaba una bufanda de La Roma. Descanse en paz.

La vuelta al cole

Los días son como las personas. Los hay que nacen predestinados para ser especiales. Y especiales no quiere decir buenos, simplemente especiales. Como cuando tu hijo o hija debuta en el colegio por primera vez. Hay que ponerse en su piel. Sitio nuevo, niños nuevos, una señora que asegura ser tu profesora y que te sonríe compulsivamente, mientras los cabrones de tus padres aseguran que, justo hoy, se van a nosedonde y que luego vuelven.  Yo de mi primer día de colegio no guardo recuerdo. Supongo que mi memoria lo borró como un mecanismo de autodefensa.

Con estos antecedentes, te compadeces de tu hija de dos años y pico. Ni siquiera tiene tres porque nació en diciembre, de manera que tendrá que lidiar con criaturas de enero que casi tienen cuatro. Cuando entras en clase y compruebas que algunos llevan puesto un cartel imaginario de “yo seré el pivot de la clase cuando juguemos a baloncesto y como me ponga a dar guantazos me quedo solo” empiezas a pensar que habrá que hacer dos bocadillos para el recreo: el que se coma y el que le quiten.

animation-1298762__480El primer día de clase es la constatación de que Occidente se va al carajo. Los espartanos mandaban a sus hijos al bosque; si volvían bien, si no, a otra cosa mariposa.  Aquí no. Aquí se hace “jornada de adaptación”, que consiste básicamente en que, en una clase reducida llena de juguetes, a los veinte niños y la profesora sonriente se le sumen normalmente dos padres por niño. Las madres agonías están pendiente de todo para evitar cualquier trauma a su retoño que desemboque en una actitud delincuencial en la adolescencia, mientras algunos padres miran el móvil, como diciendo “esta no es mi guerra”.

Aunque no guste reconocerlo en estos tiempos de igualdad de género, sigue habiendo diferencias entre hombres y mujeres a la hora de afrontar estos lances. Ellos, por lo general, van a lo pragmático: saludar, dar un cariñito al retoño y esperar que no llore demasiado al marcharte. Las madres, no.  A las madres se las ve escaneando la clase con mobiliario y personas incluidas… A la salida, bien podrían hacerte un powerpoint con una gráfica de edades, color de pelo y nacionalidades de los alumnos.  Las madres ya se han quedado con el nombre de los potenciales amigos, cuando los padres apenas han retenido el nombre de la profesora.

Pero para llegar a ese momento del powerpoint, primero hay que dejar al vástago a su suerte. Algunos lo ponen fácil y se ensimisman con los nuevos juguetes. pero como te toque el o la madrera de turno, lo pasas mal. Te pones en cuclillas y le vendes las bondades del sistema educativo español. Ahí, te sientes sucio. Pero lo peor es cuando aprovechas el despiste para salir por la puerta como alma que lleva el diablo, mientras la profe sonriente te hace gestos cómplices para que culmines la fuga. Tu hija se lo huele y te mira de reojo a cámara lenta, mientras piensas que abandonar a un cachorrillo en una gasolinera no debe hacerte sentir mucho peor. Tu mujer duda, quiere volver para comprobar que los llantos que suenan de fondo como una letanía no son los de vuestra pequeña… Pero tú la agarras de la mano y tiras de ella tratando de ser el espartano que no eres.  Coño, cómo se les quiere. Y lo rápido que pasa el tiempo. Parece que fue ayer cuando la viste salir de las entrañas de su madre, con la cara curiosa de quien quiere beberse a vida.  Lo mismo ella lo olvida, pero yo me acordaré de este día para siempre.

Animalismo veraniego

El ambiente está raruno. La playa se encuentra llena, pero prácticamente nadie se anima a meterse en el agua, a pesar del calor. Como la arena es radio patio, antes de colocar la sombrilla uno ya se pone al día de lo que sucede. Han aparecido, estratégicamente colocadas en el agua, una serie de medusas. ¡Para qué queremos más! Los niños como locos, a la caza de la sepia transparente, mientras los padres les piden prudencia y los mayores entran en el estadio previo al pánico. Luego está el turista tiquismiquis, que desearía poder solicitar la hoja de reclamaciones a la madre naturaleza. Aunque la gran novedad de este año en la playa es el animalista en bañador.

Es un tipo de mediana edad, con hijos de entre 7 y 10 años. Es el único que se atreve a estar en el agua, como si no temiera la picadura de las medusas, mientras el resto se lo piensa o ronronea bajo la sombrilla. El pifostio estalla cuando unos niños anuncian la buena nueva: han conseguido meter en un cubo una gran medusa, que se disponen a llevar a la arena. Ahí es cuando el animalista se incorpora, levanta el brazo y grita: «pero dejadla en el agua». Los niños le miran y dudan. Su padre lo ha dicho con tal rotundidad que hacen ademán de devolver la medusa al agua. Entonces, como en Fuenteovejuna, el respetable que está en la arena grita al unísono: «¡no, al agua no!».

Los mayores son los más indignados con semejante idea y miran al animalista como pidiendo explicaciones de tamaño desvarío. El animalista baja el brazo, pero sigue de pie, con el agua por la cintura, sabedor de que ha llegado su hora. Ha captado la atención de la humanidad. Al menos, de la humanidad que está ese día en esa playa. Con voz firme y un punto didáctica explica que las medusas están en su habitat natural y que los humanos no somos nadie para acabar con ellas.  El más veterano de los no animalistas se incorpora de su tumbona, no sin ciertas dificultades, y toma la palabra. Esto se pone interesante, por momentos parece el ágora de la antigua Atenas, versión pareo. «Las medusas se han reproducido tanto porque han disminuido sus depredadores. Se están reproduciendo a tal velocidad que claro que sí que se las puede pescar sin contemplaciones. ¡Además, pican!», sentencia el señor que, por cierto, lleva un bañador demasiado escueto y apretado para su edad, aunque eso es opinión personal… Toma argumento bien hilado, aplaudido además por buena parte de los bañistas. El señor se vuelte a sentar en la tumbona, con ese aire del torero que ha arrancado un sentido olé en Las Ventas. A ver cómo contrataca el animalista…

Duda, se sabe en minoría, pero sus hijos continúan con el cubo a cuestas, sin saber qué hacer. No hay nada peor para un padre que verse desautorizado delante de sus hijos. Sufro por él, aunque me sienta más cerca en lo sentimental a los antimedusas. Entonces, el animalista trata de recomponerse y lo hace dejando el tono didáctico para agarrarse al repelente niño Vicente, al acusica que todos llevamos dentro: «Pues ayer pasaron por aquí los de Protección Civil y dijeron que no hay que sacar las medusas del agua, que te pueden multar y que la picadura de esa especie no es más grave que la de un mosquito».

La gente no replica con tanta vehemencia como antes, pero el rumor sigue recorriendo la playa. Algunas opiniones sí cristalizan a oídos de todos: «pues que te piquen a ti» o » pues el habitat del turista es marcharse a tomar por saco y aquí no se puede bañar tranquilo». El turista tiquismiquis sigue doliente.

Al final, el animalista hace la vista gorda cuando los niños, presionados por tanta gente a la vez, deciden dejar la medusa en la arena. El defensor de las medusas continúa con su baño, los críos siguen divertidos a la caza de la medusa y la mayoría se pasará el día en la arena, con la esperanza de que mañana los gelatinosos visitantes se hayan marchado.

La playa parece la de siempre, aquella de tu infancia. Pero los nuevos tiempos, las nuevas mentalidades y los nuevos choques argumentales te envuelven y asaltan en los lugares más insospechados. Ni de vacaciones puede uno sustraerse del posmodernismo imperante. Uno aprendió a proteger las ballenas, y a lo mejor los biólogos o los de Protección Civil tienen razón, pero lo de respetar a las amigas medusas se me antoja más complicado. ¿Me estaré haciendo mayor? ¿Me veré dentro de 30 años respondiendo a un moderno animalista? Si es así, espero hacerlo con un bañador un poco más amplio, que deje algo más a la imaginación…

Gestionad la frustración, malditos

En estos tiempos de cinismo posmoderno, la verdad es que se agradece un poco de sinceridad. Aunque sea de esa sinceridad brutal que hace que a uno se le caigan los palos del sombrajo. Pero por lo menos uno sabe dónde está y con qué bueyes hay y habrá que arar en tiempos venideros. Después de años y años de una política educativa que, de forma encubierta, ha ido democratizando la mediocridad, igualando por abajo y no por arriba, por fin hemos puesto nombre a la cosa.

El famoso “progresa adecuadamente” ya nos hizo sospechar. Eso de no llamar a la excelencia por su nombre, ni al suspenso, suspenso… como que te dejaba algo inquieto. Pero ha tenido que venir la ministra Isabel Celaá para dejar las cosas claras, como el novio veterano que un día, al cabo de un par de años, le suelta a la novia que no le gustan los musicales, que, de hecho, los detesta, pero que no se atrevía a decirlo por aquello de no estropear la magia de los comienzos.  Pues ahí que ha salido Celaá para reconocer que lo de bajar el listón educativo, lo de ponerse de los nervios ante cualquier tentativa de potenciar la cultura del esfuerzo, tiene que ver con motivos psicológicos basados, cómo no, en una actitud propia de los buenos samaratinos.

Resulta que se está estudiando permitir a la muchachada sacarse el título de Bachillerato, aunque tenga una asignatura suspendida, por “no bajarles la autoestima”. La misma autoestima que podía verse comprometida si se visualiza de forma explícita quién saca notas altas y quién no da una, ya sea por falta de capacidad o actitud.

Lo malo es que cuando pones una linde, la tentación de ir moviendo la linde más y más es enorme. ¿Qué hacemos con el apesadumbrado estudiante que ha suspendido dos? ¿Deberá repetir tan sólo por haber suspendido una más del listón colocado por el gobierno? ¿No se le irá al tacho la autoestima igualmente?

board-3699978__480Todo esto tiene que ver con lo mismo de siempre: la incapacidad de hacer ver a los más jóvenes que la vida es difícil, que las cosas no se consiguen así como así, que la verdadera satisfacción llega después del esfuerzo… en definitiva, en saber gestionar la frustración. Porque la frustración de hoy puede ser el triunfo del mañana. De las derrotas se aprende más que de las victorias. Siguiendo con el símil futbolístico, es como si un equipo reclamase la Champions porque sólo le ha faltado un gol en la final.

Algunos le dan a este debate un cariz ideológico y creen que así protegen a los menos favorecidos social o económicamente, pero se equivocan. Dar el título a todo el mundo, devalúa el valor de ese título que algunos alumnos de familias modestas han conseguido a base de trabajar duro. El hijo del rico siempre podrá sacarse un buen máster con el que diferenciarse del resto. No se trata de dar el título a todos para que no se nos frustren los zagales, como no se trata de poner trabas a los colegios públicos de excelencia, donde los alumnos con poco poder adquisitivo, pero gran capacidad intelectual, pueden encontrar la manera de canalizar y aprovechar su talento. Pero, vaya por Dios, eso, para algunos, también bajaría la autoestima de los que no pueden ir por capacidad intelectual a esos centros. Y así, vamos bajando el nivel hasta volvernos todos irrelevantes. Una sociedad de tipos y tipas que sólo saben decir que tienen derechos, olvidando sistemáticamente que los derechos van acompañados de obligaciones. Somos cada vez más blanditos y acomodados. Lo malo es que la vida real no es la burbuja de la clase, la vida muerde de forma darwiniana. Unos viven en buenos chalets de Galapagar o Berango y otros en pequeños pisos de barrios modestos. ¿Cómo ocultarán eso a la juventud nuestros queridos políticos? Las frustraciones que nos eviten ahora nos atropellarán mañana.

La importancia del esfuerzo

La mañana que la entrevisté, me sorprendió. Cuando una ministra socialista accede a ser entrevistada en un medio de comunicación que defiende abiertamente los valores del humanismo cristiano puede tener la tentación de ponerse a la defensiva. Carmen Montón, en cambio, no abandonó su tono cordial, con su voz dulce y su actitud tendiente a lo pedagógico. Cierto que encontró el refugio del político profesional: contestar lo que tenía preparado, sin atender a lo que se le preguntaba, por más que se le insistiera. Al ser cuestionada por su animadversión hacia cualquier tipo de colaboración del sector privado con la sanidad pública, tiró de manual y lugares comunes… todo eso de que los laboratorios y las clínicas privadas sólo miran por el beneficio económico, en lugar del bienestar del paciente. De nada sirvió recordarle los datos que demuestran que esa colaboración ha permitido a los médicos de la pública pedir pruebas caras para sus pacientes con una alegría nunca vista, después de épocas en las que la petición de determinadas pruebas tenía que estar plenamente justificada. Poco después de aquella entrevista conocimos las grabaciones, publicadas por el diario El Mundo, en las que aparecían las confesiones de la gerente del famoso hospital de Valencia, del que Montón desterró al sector privado en sus tiempos de consejera autonómica. La responsable del hospital de la Ribera reconocía que ahora, aun con más personal, son menos eficientes y la lista de espera ha aumentado. Pagar más por un peor servicio sanitario. Cubrirse de gloria.

La última pregunta de aquella entrevista radiofónica que tuve ocasión de realizar a la ministra Montón tenía que ver con las primeras informaciones que acababan de surgir en los confidenciales sobre las posibles irregularidades detectadas en el máster que cursó en la Universidad Rey Juan Carlos. La entonces titular de Sanidad afirmó, con gran seguridad, tener todas las pruebas que demostraban que había cursado el máster de forma legal, y achacó aquellas informaciones al interés malévolo de algunos por vincular su caso al de Cristina Cifuentes. Unos meses más tarde, cuando la mancha de aceite se había extendido, me topé con la ministra en la televisión. La misma voz dulce hasta que, desde no se sabe dónde, sacó una rabia oscura, altiva, con la que pronunció una frase que ya está en los anales de la política española: “no todos somos iguales”.

60599Superioridad moral pretendida que ha vuelto a estrellarse con la tozuda realidad. No sólo hubo irregularidades en las fechas de matriculación, en la asistencia presencial y en el cambio fantasmagórico de las notas a través de una incursión en el sistema informático de la universidad. La ministra había copiado literalmente párrafos enteros de otros autores, sin citarlos. Y lo más chusco, había hecho copia y pega de la Wikipedia. Como los antiguos alumnos vagos de la EGB, en la era analógica, cuando fusilaban la enciclopedia que sus padres tenían en casa.

Cuando los políticos hacen estas cosas, cuando algunas universidades se prestan a regalar títulos a los politiquillos de turno, creyendo que así ganan prestigio de cara al exterior (fulanito ha cursado nuestro máster) todos están cometiendo una enorme tropelía. Primero, se denigra la imagen de los políticos, que deberían ser los prebostes que guiasen nuestra sociedad. Pero lo más grave, a mi entender, es el descrédito de la universidad, una institución que ha servido como pocas como ascensor social en nuestro país. Tendremos mucho paro y el sistema educativo tendrá muchísimo que mejorar, pero jamás en la historia se habían dado tantos casos de hijos de obreros o trabajadores sin demasiada formación que acceden a profesiones liberales basadas en una buena formación académica.

Cuando alguien, elegido por la ciudadanía o que aspira a serlo, se presta a que le regalen un título o cree que se puede presumir de ser «maestro» o doctor en algo con un simple copia y pega se está ciscando en todo el esfuerzo sordo de miles de personas, que han peleado duro por labrarse un futuro y que, tal vez, ni por esas han conseguido la proyección profesional que se merecen. Por lo hablar de los pobres desgraciados a los que polémicas de este tipo sorprenden cursando una carrera en la propia universidad tramposa. Sin haberlo alcanzado todavía, ya saben que su diploma tendrá el mismo prestigio académico que la etiqueta de una botella de Anís del Mono. Sé que a muchos les suena al cuento del abuelo cebolleta, pero la realidad, repito, es tozuda. Faltan valores. Valores que premien la meritocracia. Valores que nos hagan enrojecer ante la mera idea de hacer trampas o tomar un atajo deshonroso. Valores para sólo tomar lo que nos corresponde. Valores para reconocer cuando nos equivocamos. Valores para no ser  tan superficiales, ni dar por sentado que los demás son tontos del culo. En definitiva, para ser más humanos y más auténticos.

Volver a empezar

Es el ritual de cada año por estas fechas. Ese momento en el que atraviesas la marisma entre las vacaciones y el trabajo. Ese instante y ese lugar en el que se mezclan las aguas de la despreocupación veraniega y el armazón mental de los horarios propios del día a día. Técnicamente todavía estás de vacaciones, pero ya notas que la hiedra de lo cotidiano empieza a trepar por tus tobillos. Puede que el modo más traumático de acometer tan tremendo trance sea regresar del Caribe y volver en metro del aeropuerto a tu domicilio. Ahí estás tú, con tu moreno estupendo y tus calzonas desenfadadas, contemplando el rostro serio y algo pálido de quienes transitan por las entrañas de la ciudad como si se tratara de un trámite molesto. Y entonces piensas desarmado: «yo seré uno de ellos en pocos días». Yo, que tengo la suerte de coger poco el metro, nunca me acostumbro a la cara de hastío que lleva buena parte del personal en el suburbano; suerte que, en la mayoría de los casos, es un hechizo que se rompe cuando les suena el móvil o se tropiezan con un conocido. El caso es que entrar en la marisma de lo cotidiano por carretera tampoco alivia mucho la desazón del veraneante terminal. Ahí está Madrid para darte un bofetón de calor mesetario. Todavía se nota que hay espacio para aparcar, lo que te recuerda que algunos desalmados siguen chapoteando en el mar. Al llegar a casa, abres las llaves del gas y del agua y compruebas que un ratón se moriría de depresión en tu nevera. Habrá que hacer la compra y saludar al despertador que te ha esperado pacientemente, con la determinación de un jodido psicópata, en la mesita de noche.

time-2980690__480Lo bueno de volver a la jaula de hámster en la que solemos vivir, especialmente en las grandes ciudades, es que es peor pensarlo que pasarlo. Una vez que te pones los pantalones largos y los zapatos que dejaste en el armario vuelves a ser tú, con tus proyectos, tus desafíos, tus ganas de mejorar algunos detalles sobre los que has reflexionado en la tumbona y, sobre todo, la determinación de proveer y hacer felices a los tuyos. Luego llega esa inquietud por los pequeños cambios en la radio, prima hermana del cosquilleo que sentías con la vuelta al cole el día que estrenabas mochila y estuche. Otro año trabajando con los mejores y con la suerte de dedicarte a lo que te gusta. Y, encima, en un país en el que no tenemos tiempo para aburrirnos. De la «urgencia social» por mejorar la sanidad, la educación o las pensiones hemos pasado a entretenernos  con el decreto urgente para hacer un escrache a los huesos de un dictador nacido en el siglo XIX y que estiró la pata hace más de 40 años. Y el consumo bajando por primera vez en cuatro años, mientras el precio de la vivienda se dispara en Madrid y Barcelona… Y el ayuntamiento de Vic reproduciendo por megafonía consignas separatistas, al modo de los almuecines musulmanes, mientras algunos todavían mantienen esperanzas en la operación diálogo. Y del buenismo del Aquarius hemos pasado a las deportaciones y detenciones. Y los humoristas debatiendo si meterse con los gitanos en un monólogo es un acto de rebeldía y libertad de expresión… Muchas son las cosas que pasan en un solo verano. Habrá que subirse de nuevo al tren de la actualidad. Un año más, habrá que contarlo.

Permanente, pero revisable

Se caen y te duele. Lloran y se te encoge el alma. Se ríen y se te abre el cielo. Qué tendrán los hijos, que te hacen vivir esta existencia sin que siquiera te acuerdes de aquel tipo al que antaño querías con locura y mimabas como si no hubiera mañana: tú mismo. Hay que saber lo que es traer a este mundo sangre de tu sangre para asomarte al abismo de la subversión. Para hacerte una idea de lo que debe ser que la vida decida cambiar el orden lógico y sea un padre el que pase por el trance de enterrar a un hijo, en lugar de al revés. Cuando es una enfermedad o una fatalidad la que obra la desgracia, no queda más que resignarse y aferrarse a la fe de la que cada cual sea capaz de hacer acopio. ¿Pero qué sucede cuando te dicen que tu hijo se ha ido por voluntad de alguien con una patología mental que debería haber estado encerrado por delitos previamente cometidos?

Escuchar a Juan Carlos Quer en el programa de radio donde uno trabaja, verle in situ sentado en esa mesa en la que tú te apoyas cada mañana, hace de repente real, convierte en carne, la desgracia que uno quiere creer que sólo forma parte del río informativo, de esos avatares lejanos, ajenos, que le suceden a los demás. Ver a Juan Carlos, escucharle, estrechar su mano supone un bofetón de realidad. Este hombre hizo su maleta, se peleó por tal de que todo encajara en el maletero del coche y cogió la carretera para veranear en su lugar favorito como tú has hecho tantas veces. Su Pobra de Caramiñal podría ser perfectamente tu Isla Cristina, tu Gandía, tu Comarruga…

La familia de Diana Quer ha solicitado lo mismo que reclaman los padres de Marta del Castillo, la madre de Ruth y José, el padre de Mariluz o la madre de Amaia y Candela, las crías que fueron asesinadas con una radial por su propio padre: que se mantenga la prisión permanente revisable. Se trata de una figura punitiva que sólo se ha aplicado en nuestro país en el último caso mencionado, el de David Oubel, el hombre capaz de descuartizar a sus propias hijas simplemente para hacer daño a su esposa. Hace pocos días fue condenado a 66 años de cárcel el conocido como “violador de l’Eixample”. Violó a cuatro mujeres aprovechando la suspensión de una condena previa. En cinco años podría volver a disfrutar de permisos para salir a la calle…

hammer-802301_1280Son muchos los expertos que aseguran que hay delincuentes incapaces de rehabilitarse. En delitos de sangre y agresiones sexuales es especialmente difícil de explicar que se pretenda sacar a la calle a quien es capaz de hacer semejantes barbaridades, sin que se tenga la certeza de que ha cambiado. Pues he aquí que la inmensa mayoría de los grupos parlamentarios se han puesto manos a la obra para derogar la prisión permanente revisable por una mezcla de buenísimo, corrección política y esa dinámica política consistente en desgastar al gobierno de turno a toda costa. Algo que cuesta entender, viniendo de nuestra querida clase política, tan dada a la demoscopia.

Pues bien, las encuestas dicen que los españoles no queremos pena de muerte, ni pretendemos aplicar una cadena perpetua sin ton ni son, pero ocho de cada diez deseamos que exista una figura como la prisión permanente revisable: encerrar a un criminal peligroso y revisar cada ciertos años si está en condición de salir. Si se demuestra que está rehabilitado, podrá salir. Además, la figura no se está aplicando en exceso, puesto que en estos años sólo se le ha aplicado a un asesino. Por si esto fuera poco, esa misma pena se aplica en la mayoría de países democráticos de nuestro entorno, avalada por el Tribunal de Derechos Humanos. Luego, ¿dónde está el problema?

Los gobernantes no sólo deben pensar en el discurso buenista, también deben reflexionar sobre su corresponsabilidad como legisladores. Si sueltan a alguien que al poco tiempo viola a una mujer, deberían dar una explicación a esa mujer en persona. Si sueltan a alguien capaz de descuartizar o quemar vivo a un niño, deberían explicárselo a todos los padres que sientan inquietud mirándoles a los ojos. Sin embargo, en mucho más fácil escudarse en ese argumento de “no legislar en caliente” para aparcar eternamente los problemas desagradables, los retos que deben encarar los adultos. Por esa regla de tres, no se debería haber aprobado la ley integral contra la violencia de género a raíz de la plaga de asesinatos machistas que sufrimos en este país…

Sencillamente, nuestros políticos se quedan sin argumentos. Y ya el colmo de la desvergüenza es decirle a un padre que ha pasado por lo que ha pasado Juan Carlos, que en el fondo se mueve por venganza. Cualquiera que le escuche, que converse con él, sabe que ese hombre tiene buen fondo y que rebosa sentido común. Otro día hablaremos de como los periodistas nos atrevimos a especular sobre si Diana era una chica casquivana o si su familia era un poco rara y mal avenida. La miseria moral no es patrimonio exclusivo de la clase política.

Lo verdaderamente importante

Para que luego digan. Ni Italia, ni Francia, ni Reino Unido, ni siquiera Alemania. Los españoles somos los europeos que más han incrementado su consumo en el tercer trimestre del año, justo los meses que coinciden con el alborozo estival. Ahora el frío ha llegado y queda por ver qué pasará en esta campaña navideña, pero parece que la gente ha perdido el miedo a gastar, después de muchos años de contención. Además, el aumento del absentismo laboral también indica que el personal ya no se despierta empapado en sudor frío ante la idea del despido o, cuando menos, de contrariar a los jefes. Ciertamente, tampoco hay que engañarse. Todavía hay demasiadas personas en este país que lo siguen pasando mal. Muchos jóvenes, padres de familia o veteranos que se cayeron de la bicicleta y les está costando volver a pedalear. Ahí hay un drama que no cabe soslayar. Pero el que tiene trabajo parece que lo ve todo un poco más claro.

Hubo un tiempo no muy lejano en que los anuncios de los bancos sólo versaban sobre los intereses que ofrecían los depósitos. La banca sabía que el ciudadano de a pie tenía mucho más en mente guardar la guita que gastarla, ni que fuera bajo la coartada de una inversión futura. Sin embargo, un buen día, las loas a los depósitos dieron paso a las hipotecas ventajosas. Al banquero, dopado por la manguera del Banco Central Europeo, le comenzó a dar en la nariz que la gente estaba dispuesta a dejarse tentar de nuevo por el ladrillo. Y en esas, más o menos, estamos.

Para los expertos quedará analizar si hemos aprovechado lo peor de esta crisis para cambiar nuestro modelo productivo o si las únicas bases que hemos puesto son las que nos garantizarán volver a tropezar sobre la misma piedra otra vez. Sin duda, nuestras empresas, especialmente las pequeñas y medianas, han hecho pesas estos años (a la fuerza ahogan) y se han musculado en el mercado internacional. También se han puesto al día en comercio electrónico y logística. Tenemos un tejido empresarial más experimentado y competitivo. Pero queda la duda de si seguimos teniendo demasiados huevos en la cesta del sector inmobiliario, el turismo y el sector servicios de poca cualificación. Ya se sabe, ese mantra del país de peluqueras y camareros. Precisamente, estos días me he topado en el barrio con un curioso cartel que ofertaba empleo en un bar restaurante…

20171201_121240El primer día que pasé por delante leí de refilón “Se busca camarero”. Pasaron las semanas y el cartel seguía puesto. Una mañana, el anuncio había sufrido una pequeña modificación. Alguien, a boli, había añadido una barra y una letra a. “Se busca camero/a”. Curioso que hubiese que precisar que lo mismo les servía un hombre que una mujer… ¿En principio sólo querían un varón, pero la falta de aspirantes les hizo abrir el abanico a las mujeres? ¿Les daba igual, pero la gente confundió la o del género neutro con la o del género masculino, de manera que sólo se atrevían a preguntar los chicos? Ciertamente la corrección política y el feminismo más militante han acabado por meternos en un lío sobre la precisión de las palabras. El neutro que siempre había englobado a todos ahora es sospechoso de ser patriarcal, de tal manera que debemos añadir una letra a o una arroba, hija de estos tiempos digitales y líquidos, para tener la certeza de que nadie se ofende.

Más allá de ironías y comentarios fáciles sobre hipotéticos “periodistos” o “médicos pediatros”, personalmente me queda la duda de si esa pulsión por dar visibilidad al sexo femenino es necesaria o contraproducente. Por un lado,  cómo no, es normal querer reivindicar a la mujer como figura indispensable de nuestra sociedad. Pero, por el otro, si queremos que la mujer sea igual al hombre, ¿estar recordando permanentemente que hay hombres y mujeres no hará que se ahonde la trinchera entre nosotros por una cuestión meramente biológica? Esta misma reflexión subyacía hace poco en un tuit de una profesora que me impartió clase en la universidad, que defendía educar a sus hijos varones en el feminismo. Alguien le contestó provocando su indignación: “He aquí un ejemplo de que no entendemos nada”, añadía ella en el último tuit visible. Rápidamente, me apresuré a revisar el hilo para encontrar aquello que le había enervado. Resultó ser el comentario de un hombre: “Si queremos ser iguales, nos será mejor educar en la igualdad, en lugar de hacerlo en el machismo o feminismo?”. A bote pronto, me pareció una respuesta medida, que no buscaba ofender o menospreciar, pero lo cierto es que mi ex profesora, a la que tengo por alguien solvente intelectualmente, lo encontró frustrante.

De ahí que uno ya no sepa qué pensar. Y menos cuando ves que el feminismo ha conseguido que los premios de la Vuelta a España ya no sean entregados por bellas azafatas. Nuevamente, por un lado, entiendes el argumento de que detrás de eso puede haber un cierto tufo machista, sobre todo, si no hay azafatos para compensar. Pero las dudas vuelven a surgir con el resultado final: volvemos a prohibir que una chica enseñe palmito, como cuando se prohibían las faldas por encima de la rodilla. ¿Realmente estamos avanzando? ¿Feminismo es proteger a la mujer de dinámicas tradicionales que pueden estar sometidas a un visión masculina del mundo o es darles libertad para que, por ejemplo, la que quiera ser azafata lo pueda ser sin dar explicaciones ni que nadie se lo prohíba por ley?

De verdad que no tengo una respuesta clara sobre este interesante debate que late en muchos rincones de nuestra vida diaria. Lo que sí me parece un acierto es la última idea que ha lanzado el gobierno. El ejecutivo ha propuesto a patronal y sindicatos que las empresas tengan que informar a los empleados sobre los salarios que pagan por sexos. Es decir, que la empresa tenga la obligación de emitir un informe sobre qué trato salarial da a sus empleados, haciendo la disquisición entre hombres y mujeres. Está comprobado que algunos empleadores, si bien ofrecen salarios base sin diferencias, utilizan los pagos en especie o las variables para subir a la chita callando el sueldo a los varones. Una manera encubierta de ir lastrando a quienes dedican tiempo a la maternidad o el cuidado de los hijos. Eso sí es cuantificable y verdaderamente sangrante.

Ojalá algún día dejemos de lado las discusiones bizantinas sobre la o, la a y la arroba para meter el bisturí en aquellas dinámicas verdaderamente perniciosas que empujan a las mujeres a dejar de lado la carrera profesional o la maternidad por una mera cuestión de sexo. No habrá una verdadera recuperación económica si no enderezamos el déficit demográfico. Y eso pasa por dar a las mujeres la capacidad de ser madres, si lo desean, y no perder comba en el mundo profesional. Esperemos que no se trate de un globo sonda o uno de esos anuncios simplemente de cara a la galería. En eso nos va a todos el futuro.

El cuartel de Sant Boi

No teníamos grandes pretensiones. Ni aspirábamos a salvar el mundo, ni pensábamos todavía en cómo nos ganaríamos la vida. El camino de la puerta del instituto a casa era un carrusel de comentarios futbolísticos y estratagemas para contactar con el sexo femenino. Nuestra adolescencia fue de lo más normal. Y de todas esas cuitas juveniles fue testigo mudo uno de los laterales del cuartel militar de Sant Boi de Llobregat, ese mismo que ahora se ha hecho famoso por el “proceso” soberanista. Durante años, la cuadrilla -o la colla, como se suele decir en mi tierra- volvió de las clases charlando en trayectoria paralela al muro del cuartel, incluida la entrada en la que se lee “Todo por la patria”. Jamás hicimos el más mínimo comentario sobre la existencia de ese cuartel. Justo en la esquina se encontraba el semáforo que separaba nuestros caminos hasta el día siguiente.

La vida ha querido que nuestros caminos se distanciaran últimamente más de lo que hacía aquella intersección. Algunos nos fuimos del pueblo, tuvimos hijos, el trabajo… Los contactos han llegado a ser esporádicos y marcados por las fechas señaladas. Así, hasta estos días de convulsión política y social. Entre nosotros hay de todo, como en botica. Representamos un pequeño microcosmos demoscópico que ha convergido estos días en llamadas y grupos de Whatsapp, con un sentimiento desgarrador: el de la falta de consenso, el de no saber por dónde tirar para seguir adelante sin que nos tiremos los trastos a la cabeza. Hablar desde Madrid no es lo mismo que hablar desde Barcelona. Hay que entender al que lleva cinco años inmerso en el monotema. Y hay que entender al que lo ve con la perspectiva de la distancia. Conozco catalanes que por vivir fuera han puesto sordina mental con el soberanismo y conozco madrileños que han causado estupor entre sus familias al anunciar que el 1 de octubre fueron a votar en el referéndum que pretendía sustraerles el derecho a ser tratados como ciudadanos nacionales en territorio catalán sin que ni siquiera se les preguntara su opinión. Y conozco a muchos catalanes que se han sumado, casi con desesperación, a la propuesta de la bandera blanca porque no quieren romper con España pero temen, así te lo reconocen, la tensión generada por los soberanistas si no se les da una salida. Tal vez la brecha psicológica entre quienes temen una tremenda implosión social dentro de Cataluña y quienes, desde el oxigenado ambiente cotidiano de Madrid, apuestan por una firme respuesta jurídica y policial sea la distancia más llamativa.

cuartel_sant_boiLa variedad de perfiles en este drama, para algunos, o vodevil, para otros, es enorme y todo se complica con el transfuguismo que se registra en los últimos tiempos… no separatistas que se vuelven independentistas, independentistas que se vuelven discretamente de puntillas al autonomismo al ver que el pan peligra… El caso es que siempre he sospechado que el problema de lo que Ortega y Gasset llamaba la conllevancia se solucionaría obligando a realizar viajes de reciprocidad. Gente del resto de España viviendo seis meses en Cataluña y catalanes viviendo medio año en Madrid, Murcia o Cádiz. Alrededor de una mesa con vino y escudella o al calor de la germanó de un jornada castellera muchos entenderían mejor a Cataluña y su profundo sentimentalismo. Esa necesidad vital de conservar la lengua como un testigo entregado por los antepasados en la tempestad de la globalización podría ser compartida por todos los españoles si se fomentara la empatía a uno y otro lado. De igual manera, más de un catalán debería hacer vida en la meseta para comprobar que el resto de españoles no se levantan pensando en cómo joder a los catalanes y que su estupor ante los egoísmos periféricos se debe a que ellos realmente sienten que su terruño, su ciudad, también pertenece a todos y los ofrecen con sincera generosidad. Una terapia de choque para los más nacionalprocesitas, aunque el riesgo de apoplejías no podría descartase del todo, podría ser salir de fiesta con mi amigo Rafa, un hombre desacomplejadamente españolista y, además, tradicional. Para un soberanista, lo peor de lo peor… pantalón de pinzas, zapatos castellanos, taurino y, si la ocasión lo requiere, polo con ribetes rojigualdos. Al principio les impactaría, pero cuando conocieran su honestidad y su amistad sincera no tendrían más remedio que cogerle cariño.

Bromas al margen, desgraciadamente, eso será imposible. De un tiempo a esta parte ha habido una estrategia deliberada para desconectar a la gente y crear fronteras mentales. La mayor trampa se ha perpetrado con el concepto de patrias, naciones y pueblos. El antropólogo Robin Dunbar demostró que el ser humano es incapaz de conocer realmente a más de 150 personas. A partir de ahí, tenemos que hacer un ejercicio de abstracción para pensar en “nuestro país”. Como decía el fallecido Federico Luppi en “Martín H”, se puede extrañar una calle, un barrio, tus amigos, pero no una patria. Las patrias son el invento de los poderosos para que los ciudadanos saltemos a la pata coja cada vez que ellos lo deseen. ¿Qué se consigue con ello? Pues, entre otras cosas, que una casta política local se garantice la impunidad para pergeñar sus tejemanejes sin que una legalidad superior les pueda controlar. Cabe recordar que lo recortado del famoso Estatut fue básicamente el capítulo judicial que anulaba la actuación de los tribunales españoles en territorio catalán o que la Generalitat sólo fuera supervisada por el Síndic de Greuges, nombrado a su vez por la Generalitat… Cuestiones que no afectan a la gente de a pie, pero sí a los poderosos con problemas judiciales. Si a los intereses espurios de determinadas élites se suman los sentimientos atávicos de superioridad que todo grupo identitario (sin excepción) guarda en el fondo de su alma esperando a ser estimulados (eso de nosotros somos los mejores, los más honestos, los más industriosos y los demás nos perjudican, nos tienen manía…) y la desesperación de los más perjudicados por la crisis económica te sale el cóctel de lo que está pasando en Cataluña. Pero también en el Reino Unido con ese Brexit impuesto por los ultranacionalistas de la campiña inglesa a los urbanitas de Londres o en Estados Unidos y el “make America great again” de Donald Trump.

El problema se agrava en estos tiempos por el triunfo de la posverdad, esa capacidad de alterar el pensamiento de la gente, con el armamento que te facilitan los medios audiovisuales y las redes sociales, a base de enterrar los argumentos razonados con paladas de emotividad, demagogia e incluso datos o imágenes manipulados. En el caso de España en general y Cataluña en particular, el asunto se complica más si cabe debido a nuestro pensamiento desordenado. ¿Cuándo empezó a oxidarse la coherencia intelectual por estos lares? Pues posiblemente cuando la izquierda, que pregona igualdad, empezó a enfangarse con eso de los “derechos de los territorios”, una manera como cualquier otra de asegurarse la desigualdad entre personas, en función de algo tan arbitrario como el lugar donde viven. Luego vimos escenas de traca como feminazis colocando flores al monumento de Rafael Casanovas, un absolutista del siglo XVIII que, si levantara la cabeza, les mandaría a fregar y tener hijos; pretendidos demócratas callados mientras el Parlament silenciaba a la mitad de la población con una independencia de mayoría simple; o líderes como Pablo Iglesias o Ada Colau, que dicen defender al proletariado, haciéndole el caldo gordo a la burguesía chic catalana que plantea el órdago soberanista porque sabe que nunca perderá: o dueña de la nueva república o casta reconvertida del nuevo encaje constitucional. Quienes perderán en caso de turbulencias económicas siempre serán los de abajo. De hecho, las encuestas demuestran que los más pobres y los más alejados de los buenos sueldos que reparte el nacionalismo en su red clientelar son los menos proclives a respaldar el soberanismo. No es casualidad que quienes tocan el botón del agit prop tengan poca piel obrera y hayan acabado resumiendo la revolución en una propuesta: sacar 155 euros del cajero para darse un capricho. La opresión de cartón piedra.

A la mezquindad de quienes pregonan el “cuanto peor mejor”, el “Cataluña ciega, pero España tuerta”, de los que prometieron la “Suiza del sur” porque los bancos y las empresas no se irían y la Unión Europea nos acogería con los brazos abiertos, hay que sumar la inutilidad de quienes pilotan la nave del Reino de España. Para empezar, la torpísima y lamentable idea de parar un simulacro de votación, desacreditado de antemano por el cambio de reglas sobre la marcha, con antidisturbios, máxime cuando los Mossos habían preparado el terreno para que el bochorno estuviera garantizado y televisado. Y luego está lo del relato. Mira que lo tendrían fácil para contrarrestar la afectada propaganda soberanista que pretende hacer pasar a la coqueta Barcelona por el Kurdistán catalán… “Señores de la prensa internacional, no se confundan, estamos ante un caso de supremacismo identitario (nadie se declara diferente al vecino para a continuación reconocerse inferior), mezclado con los intereses de una clase política local que busca evitar los tribunales españoles en sus numerosos casos de corrupción. En estos mapas pueden observar como los bastiones carlistas del siglo XIX coinciden básicamente con los más poderosos bastiones del actual soberanismo. La ideología que provocó tres guerras civiles en defensa del terruño, los fueros y las tradiciones y en contra del liberalismo de la Ilustración y del progreso de la industrialización es la que ahora, en pleno siglo XXI, se ha reciclado contra la globalización para levantar fronteras en la Europa que justo busca borrarlas para evitar la reedición de desgracias pasadas. Democracia liberal versus neocarlismo localista”. Un relato factible y que los medios extranjeros liberales comprarían encantados, en una Europa alérgica a los terremotos territoriales y financieros. Y todo pilotado por personajes de dudosa solvencia como Junqueras, que en su momento divagó sobre las diferencias genéticas de los habitantes de la península Ibérica o Romeva, que denunció en Bruselas como eurodiputado problemas tan graves como un pisotón de Pepe a Messi… Y todo financiado generosamente con el dinero de todos los contribuyentes en un contexto de ruina económica. 300 millones sustrae la Generalitat cada año a los hospitales y colegios catalanes para dedicarlos a la política soberanista… Pues nada, la prensa de Madrid denuncia estos días que los corresponsales extranjeros sólo han sido convocados en Moncloa una vez y para que les dieran una chapa sobre los Reyes Católicos.

Tarradellas_SuarezCuriosamente, hoy, cuando escribo estas líneas, se cumplen 40 años de la llegada de Tarradellas a Barcelona. En su mítico discurso no dijo “catalanes”, sino “ciudadanos de Cataluña”. El presidente de la Generalitat que contribuyó a retomar el camino de la democracia sabía que su tierra debía ser el hogar de ciudadanos libres y iguales en derechos y obligaciones, y no un coto identitario que, tarde o temprano, sólo puede acabar excluyendo a un sector de la sociedad. En la carta enviada el 16 de abril de 1981 al entonces director de La Vanguardia, Horacio Sáenz Guerrero, Tarradellas advertía sobre las intenciones de Jordi Pujol de utilizar “un truco muy viejo” consistente en hacerse artificialmente las víctimas y apropiarse del concepto de Cataluña, de manera que criticar a unos pocos sería ir “contra Cataluña”. Las profecías lanzadas en esa carta estremecen de tan certeras que han sido. Hoy Cataluña está partida en dos.

Como esto es un festival, ya hay voces que piden una solución a la canadiense… reformar la Constitución para reconocer el derecho a un referéndum pactado, pero con doble filo: los territorios de mayoría independentista, se marchan. Los territorios de mayoría unionista, se quedan en España, mutilando así también a la propia Cataluña. La región metropolitana de Barcelona sufre un déficit económico con el resto del territorio catalán del 28% y soporta una injusta ley electoral que hace que el voto de sus habitantes valga menos que los de Lleida o Girona. Que cada uno reflexione si no hay ahí argumentos suficientes, siguiendo la regla de tres del “procés”, para montar otro cirio demagogo y victimista, si a determinada clase política se le permite nutrir con dinero público la agitación de sentimientos. De nuevo las patrias como conceptos maleables al gusto de quien lo necesite. Entre tanto, yo me seguiré lamiendo las heridas de ver como algunos amigos de toda la vida, que me consta son buena gente, votaron para que mi mujer y mis hijos madrileños sean extranjeros cuando viajen a Cataluña, confirmando así lo feos que salimos todos en la foto cuando nos olvidamos de las personas con cara y nombre para pensar en abstracto sobre territorios. Entre tanto, el cuartel de Sant Boi seguirá como testigo mudo de los tiempos pasados y de los que estén por venir.