La última de una estirpe

En un lugar de Huelva, de nombre bucólico, hay una casa en lo alto de una loma. Desde ella se divisa la campiña de El Andévalo, jalonada por construcciones encaladas y campanarios inmemoriales. La vista desde el corral de esa modesta vivienda invita a reclinar los brazos sobre el muro de piedra. Un muro revestido de cal blanca como la nieve, en el que un agujero, abierto unas cuantas vidas atrás, habla, a quien quiera escuchar, de otros tiempos.
Tiempos en los que convenía tapiar el poco capital que uno tuviera, para evitar la codicia de visitas indeseadas. Tiempos pretéritos, casi fantasiosos, en los que lo cotidiano era una forzosa aventura. Desde ese corral, otros ojos, diferentes a los míos, divisaron el humo de los hornos furtivos en busca de panes prestados; escudriñaron el cielo con el anhelo de hallar respuestas para la siega; imaginaron caminos para cruzar la frontera con fardos de café a la espalda y vieron partir por la carretera, como pequeñas hormigas preñadas de nostalgia, las camionetas que arrancaban a los hombres de sus hogares camino de Francia o Alemania.

¿Qué no vieron los ojos de Juana Márquez a lo largo de casi un siglo?  Mujer enjuta, de armas tomar, madre y esposa coraje, sólo salió de Huelva para visitar Barcelona. Sin embargo, no necesitó más equipaje para vivir mil vidas en una. Desde esa casa de sillas de mimbre y armarios de latón, Juana encajó los envites de un mundo adusto. De niña, contempló las madrugadas de pan y tocino, antesala de una dura jornada en el campo. Escuchó el crepitar de las iglesias quemadas y el lúcido lamento de los mayores que barruntaban las consecuencias de la estulticia. Se asustó con los disparos de júbilo de quienes, una noche toledana, celebraron la toma de El Alcázar. Y, cómo no, en aquella España rota, a Juana se le clavarían para la eternidad los golpes en la puerta…

Esa puerta con pestillo y ventanuco a la que fue llamando la Historia de España en el siglo XX, a golpe de oleadas.. A ella llamaron quienes un día funesto se llevaron al hermano con inquietudes intelectuales, del que nunca más se supo. Esa misma puerta que aporrearon los portugueses, acogiéndose a sagrado en tiempos del estraperlo. Esa puerta a la que, años después, se asomaría el cartero con las nuevas del marido en el extranjero y  las remesas que permitieron comprar el primer televisor en blanco y negro. La misma puerta veterana a la que, andando el tiempo, llegarían los nietos catalanes una vez al año, como aves estivales, cada vez distintos, siempre mayores de como los recordaba.

EL ALMENDRO

La marcha del abuelo la sumió en la nostalgia… En la algarabía de las conversaciones, ella se perdía en sus recuerdos. Se imaginaba al marido guasón que, aunque sólo bebía una vaso chato de anís, cuando divisaba a su esposa en lo alto de la loma, indefectiblemente subía la cuesta haciendo eses, fingiendo habérselo pasado demasiado bien en el casino.  Siempre me maravilló la quietud con la pasaba las horas aquel cuerpo liviano sentado en aquel sillón. ¿Acaso nadie lo percibía?   Aquellos ojos probados se transportaban a los tiempos en los que la gente corriente de aquellos lares se jugó la vida cruzando a Portugal en busca de mercancía con la que poder comer, con los disparos de los carabineros mordiéndoles los talones. ¿Para qué necesitaba Juana películas de tiros, si ninguna se acercaba a la que ella había protagonizado?

La vida moderna volaba a su alrededor y ella, con la mano en la mejilla, de vez en cuando alzaba la vista con la condescendía de quien sí sabe lo que es la existencia humana sin anestesia.  “Yo he segado, he servido, he blanqueado casas, he vendido dulces en las ferias, he visto la muerte, la miseria y también la opulencia. He visto cosas que espero vosotros jamás veáis…”, parecía decirnos sin hablar.  Aquella mujer se reía por dentro de nuestras cuitas y nuestras crisis: “¿Crisis, vosotros no sabéis lo que es la crisis. Crisis es levantarte sin saber qué vas a comer o si te van a matar”. Conversar con ella era recibir un guantazo de realismo que te espabilaba para seguir funcionado sin quejas ni lamentos.

Muchos no reparaban en aquellas reflexiones de señora mayor, pero a mí me desarmaba. Ella lo sabía, y me llamaba a un aparte para contarme cómo fueron los viejos tiempos. Me refería la época en la que los pájaros eran un clamor en el campo. “Ya no se oye cantar a los pájaros, la gente no se ríe como antes y la comida no sabe a nada”, sentenciaba mientras posaba su mano sobre mi antebrazo. Aquella era su concisa enmienda al siglo XXI.

96 años, abuela, y vinieron de la diputación a entrevistarte para poner negro sobre blanco todas las coplillas y dichos que custodiabas en tu cabeza, como última guardiana de una tradición oral impagable.

Fuiste la última de una estirpe y has cerrado para siempre esa puerta con pestillo y ventanuco, dejando un vacío imposible de suplir.  96 años para 97, abuela, y has decidido partir justo en medio de esta pandemia que no me ha dejado cumplir mi palabra. No he podido ir a tu entierro con la cara afeitada porque así, según siempre me decías, estoy más guapo. “Qué mala es la ausencia, hijo mío”, solías decirme cuando te brotaban las lágrimas en las despedidas, y que razón tenías…

No he podido decirte el último adiós, por culpa de este maldito virus, pero guardé nuestro último beso en la retina y en la piel. Y voy a dejarme las manos para que, mientras viva, esa puerta de esa casa, no se cierre del todo.  La última de una estirpe, como tantos otros, que se han dio en silencio estos días, sin la liturgia que merecerían quienes levantaron este país a pulso, cuando vivir era una forzosa aventura.

Te quiere, siempre, tu nieto.