Lo difícil de ser un inconformista patológico es que te cuesta encontrar la verdadera medida de las cosas. Y no la encuentras por la sencilla razón de que siempre sientes sobre ti, sin tregua, la necesidad o la condena casi física de empujar los límites más allá. Para entendernos, vendría a ser lo más cercano a un castigo autoimpuesto. Nunca te resulta suficiente lo que haces y te cuesta encontrar a gente que no te decepcione o, indefectiblemente, te acabe aburriendo porque, un buen día, ya no te puedan enseñar nada más, tras una intensa etapa de enseñanza. La búsqueda de modelos a los que perseguir, como el que trata de acercarse de forma enfermiza a la excelencia resulta extenuante. Por eso cuando te topas con una de esas personas que van sobradamente por delante del resto, que cada día te enseñan algo nuevo, sin que ni siquiera atisbes dónde puede estar el límite, ese día es día de fiesta y la recibes como un arcano digno de estudio.
Gistau fue uno de esos descubrimientos que mi profesión me hizo el regalo de disfrutar. Él no lo sabía, pero yo lo estudiaba con el interés del que busca una fórmula y el cariño de quien admira a alguien sinceramente. He conocido a tipos y tipas que escriben de cine, con una capacidad de análisis brutal y una lucidez casi insultante. Pero que además lleven la intendencia de su día a día con esa jodida sencillez…, como Gistau muy pocos. Renunciar a la proyección de la tele para hacer sólo radio, llegar por la mañana a la redacción sin hacer ruido, sin hacer mención a tu artículo publicado en la primera línea del columnismo español, sentarte como uno más entre la tropa, saludar al último de los becarios y, sin mayor esfuerzo, con la naturalidad que habita en las antípodas de la pedantería, abrir el paño del viajante intelectual, lo mismo dispuesto a hacer un comentario acerado que el chascarrillo sobre la última polémica futbolística. Eso era David una mañana cualquiera.
Solo que con Gistau hasta el último chascarrillo llevaba encerrado la carga de la reflexión previa. Tenerle como tertuliano en el estudio o como visitador puntual entre los jornaleros de la información era darte de bruces con el verbo rápido, las frases como cañones y esa valentía tan suya. La bravura que no le hacía mirar la matrícula del medio en el que hablaba o del anunciante al que tocaba destripar ese día. Y, como un niño grande, cuando esgrimía que algo era de justicia o de sentido común, lo decía con tal rotundidad, que nadie osaba objetar nada más.
¿Cómo se mantenía así de honesto, mientras el desgaste del tiempo fabrica a tanto descreído? ¿De dónde sacaba el tiempo para escribir la siguiente columna mordaz, preparar el próximo reportaje o alumbrar la idea del siguiente libro…? Eso era parte del arcano que a mí me fascinaba. Porque el tipo me recordaba cada día, casi burlón, que era brillante, pero sin dejar de llevar a los cuatro cachorros al colegio.
Gistau hizo, básicamente, lo que le gustaba y cómo le gustaba. Fue un tipo interesante rodeado de gente interesante y, aun con todo, me da la sensación de que dejó entrar en su vida a menos personas de las que hubieran gustado de ingresar. Como dice Antonio Lucas, lo suyo fue una escapada de Cimarrón, con pocos compañeros de viaje.
A los que le disfrutamos de forma tangencial nos quedan las buenas charlas sobre literatura, las discusiones sobre política o los ratos arreglando los problemas tácticos del Real Madrid. Teníamos en mente una sociedad de guionistas que materializase los sketches gamberros que se nos ocurrían sobre la marcha en el control de Herrera en Cope. La última mañana, cuando cesaron las risas de nuestra última maldad, se puso el abrigo y su bufanda de La Roma. «Giallorossa», me dijo con una sonrisa burlona. «Equipo perdedor», le repliqué. «Ya me va bien, para equipo ganador ya tengo al Madrid», sentenció satisfecho, como el que lo deja todo en orden. Y se marchó por la puerta. Como una mañana cualquiera. Y no me enseñó todo lo que me hubiera gustado aprender. Llebaba una bufanda de La Roma. Descanse en paz.