Los días son como las personas. Los hay que nacen predestinados para ser especiales. Y especiales no quiere decir buenos, simplemente especiales. Como cuando tu hijo o hija debuta en el colegio por primera vez. Hay que ponerse en su piel. Sitio nuevo, niños nuevos, una señora que asegura ser tu profesora y que te sonríe compulsivamente, mientras los cabrones de tus padres aseguran que, justo hoy, se van a nosedonde y que luego vuelven. Yo de mi primer día de colegio no guardo recuerdo. Supongo que mi memoria lo borró como un mecanismo de autodefensa.
Con estos antecedentes, te compadeces de tu hija de dos años y pico. Ni siquiera tiene tres porque nació en diciembre, de manera que tendrá que lidiar con criaturas de enero que casi tienen cuatro. Cuando entras en clase y compruebas que algunos llevan puesto un cartel imaginario de “yo seré el pivot de la clase cuando juguemos a baloncesto y como me ponga a dar guantazos me quedo solo” empiezas a pensar que habrá que hacer dos bocadillos para el recreo: el que se coma y el que le quiten.
El primer día de clase es la constatación de que Occidente se va al carajo. Los espartanos mandaban a sus hijos al bosque; si volvían bien, si no, a otra cosa mariposa. Aquí no. Aquí se hace “jornada de adaptación”, que consiste básicamente en que, en una clase reducida llena de juguetes, a los veinte niños y la profesora sonriente se le sumen normalmente dos padres por niño. Las madres agonías están pendiente de todo para evitar cualquier trauma a su retoño que desemboque en una actitud delincuencial en la adolescencia, mientras algunos padres miran el móvil, como diciendo “esta no es mi guerra”.
Aunque no guste reconocerlo en estos tiempos de igualdad de género, sigue habiendo diferencias entre hombres y mujeres a la hora de afrontar estos lances. Ellos, por lo general, van a lo pragmático: saludar, dar un cariñito al retoño y esperar que no llore demasiado al marcharte. Las madres, no. A las madres se las ve escaneando la clase con mobiliario y personas incluidas… A la salida, bien podrían hacerte un powerpoint con una gráfica de edades, color de pelo y nacionalidades de los alumnos. Las madres ya se han quedado con el nombre de los potenciales amigos, cuando los padres apenas han retenido el nombre de la profesora.
Pero para llegar a ese momento del powerpoint, primero hay que dejar al vástago a su suerte. Algunos lo ponen fácil y se ensimisman con los nuevos juguetes. pero como te toque el o la madrera de turno, lo pasas mal. Te pones en cuclillas y le vendes las bondades del sistema educativo español. Ahí, te sientes sucio. Pero lo peor es cuando aprovechas el despiste para salir por la puerta como alma que lleva el diablo, mientras la profe sonriente te hace gestos cómplices para que culmines la fuga. Tu hija se lo huele y te mira de reojo a cámara lenta, mientras piensas que abandonar a un cachorrillo en una gasolinera no debe hacerte sentir mucho peor. Tu mujer duda, quiere volver para comprobar que los llantos que suenan de fondo como una letanía no son los de vuestra pequeña… Pero tú la agarras de la mano y tiras de ella tratando de ser el espartano que no eres. Coño, cómo se les quiere. Y lo rápido que pasa el tiempo. Parece que fue ayer cuando la viste salir de las entrañas de su madre, con la cara curiosa de quien quiere beberse a vida. Lo mismo ella lo olvida, pero yo me acordaré de este día para siempre.