Es el ritual de cada año por estas fechas. Ese momento en el que atraviesas la marisma entre las vacaciones y el trabajo. Ese instante y ese lugar en el que se mezclan las aguas de la despreocupación veraniega y el armazón mental de los horarios propios del día a día. Técnicamente todavía estás de vacaciones, pero ya notas que la hiedra de lo cotidiano empieza a trepar por tus tobillos. Puede que el modo más traumático de acometer tan tremendo trance sea regresar del Caribe y volver en metro del aeropuerto a tu domicilio. Ahí estás tú, con tu moreno estupendo y tus calzonas desenfadadas, contemplando el rostro serio y algo pálido de quienes transitan por las entrañas de la ciudad como si se tratara de un trámite molesto. Y entonces piensas desarmado: «yo seré uno de ellos en pocos días». Yo, que tengo la suerte de coger poco el metro, nunca me acostumbro a la cara de hastío que lleva buena parte del personal en el suburbano; suerte que, en la mayoría de los casos, es un hechizo que se rompe cuando les suena el móvil o se tropiezan con un conocido. El caso es que entrar en la marisma de lo cotidiano por carretera tampoco alivia mucho la desazón del veraneante terminal. Ahí está Madrid para darte un bofetón de calor mesetario. Todavía se nota que hay espacio para aparcar, lo que te recuerda que algunos desalmados siguen chapoteando en el mar. Al llegar a casa, abres las llaves del gas y del agua y compruebas que un ratón se moriría de depresión en tu nevera. Habrá que hacer la compra y saludar al despertador que te ha esperado pacientemente, con la determinación de un jodido psicópata, en la mesita de noche.
Lo bueno de volver a la jaula de hámster en la que solemos vivir, especialmente en las grandes ciudades, es que es peor pensarlo que pasarlo. Una vez que te pones los pantalones largos y los zapatos que dejaste en el armario vuelves a ser tú, con tus proyectos, tus desafíos, tus ganas de mejorar algunos detalles sobre los que has reflexionado en la tumbona y, sobre todo, la determinación de proveer y hacer felices a los tuyos. Luego llega esa inquietud por los pequeños cambios en la radio, prima hermana del cosquilleo que sentías con la vuelta al cole el día que estrenabas mochila y estuche. Otro año trabajando con los mejores y con la suerte de dedicarte a lo que te gusta. Y, encima, en un país en el que no tenemos tiempo para aburrirnos. De la «urgencia social» por mejorar la sanidad, la educación o las pensiones hemos pasado a entretenernos con el decreto urgente para hacer un escrache a los huesos de un dictador nacido en el siglo XIX y que estiró la pata hace más de 40 años. Y el consumo bajando por primera vez en cuatro años, mientras el precio de la vivienda se dispara en Madrid y Barcelona… Y el ayuntamiento de Vic reproduciendo por megafonía consignas separatistas, al modo de los almuecines musulmanes, mientras algunos todavían mantienen esperanzas en la operación diálogo. Y del buenismo del Aquarius hemos pasado a las deportaciones y detenciones. Y los humoristas debatiendo si meterse con los gitanos en un monólogo es un acto de rebeldía y libertad de expresión… Muchas son las cosas que pasan en un solo verano. Habrá que subirse de nuevo al tren de la actualidad. Un año más, habrá que contarlo.