El cuartel de Sant Boi

No teníamos grandes pretensiones. Ni aspirábamos a salvar el mundo, ni pensábamos todavía en cómo nos ganaríamos la vida. El camino de la puerta del instituto a casa era un carrusel de comentarios futbolísticos y estratagemas para contactar con el sexo femenino. Nuestra adolescencia fue de lo más normal. Y de todas esas cuitas juveniles fue testigo mudo uno de los laterales del cuartel militar de Sant Boi de Llobregat, ese mismo que ahora se ha hecho famoso por el “proceso” soberanista. Durante años, la cuadrilla -o la colla, como se suele decir en mi tierra- volvió de las clases charlando en trayectoria paralela al muro del cuartel, incluida la entrada en la que se lee “Todo por la patria”. Jamás hicimos el más mínimo comentario sobre la existencia de ese cuartel. Justo en la esquina se encontraba el semáforo que separaba nuestros caminos hasta el día siguiente.

La vida ha querido que nuestros caminos se distanciaran últimamente más de lo que hacía aquella intersección. Algunos nos fuimos del pueblo, tuvimos hijos, el trabajo… Los contactos han llegado a ser esporádicos y marcados por las fechas señaladas. Así, hasta estos días de convulsión política y social. Entre nosotros hay de todo, como en botica. Representamos un pequeño microcosmos demoscópico que ha convergido estos días en llamadas y grupos de Whatsapp, con un sentimiento desgarrador: el de la falta de consenso, el de no saber por dónde tirar para seguir adelante sin que nos tiremos los trastos a la cabeza. Hablar desde Madrid no es lo mismo que hablar desde Barcelona. Hay que entender al que lleva cinco años inmerso en el monotema. Y hay que entender al que lo ve con la perspectiva de la distancia. Conozco catalanes que por vivir fuera han puesto sordina mental con el soberanismo y conozco madrileños que han causado estupor entre sus familias al anunciar que el 1 de octubre fueron a votar en el referéndum que pretendía sustraerles el derecho a ser tratados como ciudadanos nacionales en territorio catalán sin que ni siquiera se les preguntara su opinión. Y conozco a muchos catalanes que se han sumado, casi con desesperación, a la propuesta de la bandera blanca porque no quieren romper con España pero temen, así te lo reconocen, la tensión generada por los soberanistas si no se les da una salida. Tal vez la brecha psicológica entre quienes temen una tremenda implosión social dentro de Cataluña y quienes, desde el oxigenado ambiente cotidiano de Madrid, apuestan por una firme respuesta jurídica y policial sea la distancia más llamativa.

cuartel_sant_boiLa variedad de perfiles en este drama, para algunos, o vodevil, para otros, es enorme y todo se complica con el transfuguismo que se registra en los últimos tiempos… no separatistas que se vuelven independentistas, independentistas que se vuelven discretamente de puntillas al autonomismo al ver que el pan peligra… El caso es que siempre he sospechado que el problema de lo que Ortega y Gasset llamaba la conllevancia se solucionaría obligando a realizar viajes de reciprocidad. Gente del resto de España viviendo seis meses en Cataluña y catalanes viviendo medio año en Madrid, Murcia o Cádiz. Alrededor de una mesa con vino y escudella o al calor de la germanó de un jornada castellera muchos entenderían mejor a Cataluña y su profundo sentimentalismo. Esa necesidad vital de conservar la lengua como un testigo entregado por los antepasados en la tempestad de la globalización podría ser compartida por todos los españoles si se fomentara la empatía a uno y otro lado. De igual manera, más de un catalán debería hacer vida en la meseta para comprobar que el resto de españoles no se levantan pensando en cómo joder a los catalanes y que su estupor ante los egoísmos periféricos se debe a que ellos realmente sienten que su terruño, su ciudad, también pertenece a todos y los ofrecen con sincera generosidad. Una terapia de choque para los más nacionalprocesitas, aunque el riesgo de apoplejías no podría descartase del todo, podría ser salir de fiesta con mi amigo Rafa, un hombre desacomplejadamente españolista y, además, tradicional. Para un soberanista, lo peor de lo peor… pantalón de pinzas, zapatos castellanos, taurino y, si la ocasión lo requiere, polo con ribetes rojigualdos. Al principio les impactaría, pero cuando conocieran su honestidad y su amistad sincera no tendrían más remedio que cogerle cariño.

Bromas al margen, desgraciadamente, eso será imposible. De un tiempo a esta parte ha habido una estrategia deliberada para desconectar a la gente y crear fronteras mentales. La mayor trampa se ha perpetrado con el concepto de patrias, naciones y pueblos. El antropólogo Robin Dunbar demostró que el ser humano es incapaz de conocer realmente a más de 150 personas. A partir de ahí, tenemos que hacer un ejercicio de abstracción para pensar en “nuestro país”. Como decía el fallecido Federico Luppi en “Martín H”, se puede extrañar una calle, un barrio, tus amigos, pero no una patria. Las patrias son el invento de los poderosos para que los ciudadanos saltemos a la pata coja cada vez que ellos lo deseen. ¿Qué se consigue con ello? Pues, entre otras cosas, que una casta política local se garantice la impunidad para pergeñar sus tejemanejes sin que una legalidad superior les pueda controlar. Cabe recordar que lo recortado del famoso Estatut fue básicamente el capítulo judicial que anulaba la actuación de los tribunales españoles en territorio catalán o que la Generalitat sólo fuera supervisada por el Síndic de Greuges, nombrado a su vez por la Generalitat… Cuestiones que no afectan a la gente de a pie, pero sí a los poderosos con problemas judiciales. Si a los intereses espurios de determinadas élites se suman los sentimientos atávicos de superioridad que todo grupo identitario (sin excepción) guarda en el fondo de su alma esperando a ser estimulados (eso de nosotros somos los mejores, los más honestos, los más industriosos y los demás nos perjudican, nos tienen manía…) y la desesperación de los más perjudicados por la crisis económica te sale el cóctel de lo que está pasando en Cataluña. Pero también en el Reino Unido con ese Brexit impuesto por los ultranacionalistas de la campiña inglesa a los urbanitas de Londres o en Estados Unidos y el “make America great again” de Donald Trump.

El problema se agrava en estos tiempos por el triunfo de la posverdad, esa capacidad de alterar el pensamiento de la gente, con el armamento que te facilitan los medios audiovisuales y las redes sociales, a base de enterrar los argumentos razonados con paladas de emotividad, demagogia e incluso datos o imágenes manipulados. En el caso de España en general y Cataluña en particular, el asunto se complica más si cabe debido a nuestro pensamiento desordenado. ¿Cuándo empezó a oxidarse la coherencia intelectual por estos lares? Pues posiblemente cuando la izquierda, que pregona igualdad, empezó a enfangarse con eso de los “derechos de los territorios”, una manera como cualquier otra de asegurarse la desigualdad entre personas, en función de algo tan arbitrario como el lugar donde viven. Luego vimos escenas de traca como feminazis colocando flores al monumento de Rafael Casanovas, un absolutista del siglo XVIII que, si levantara la cabeza, les mandaría a fregar y tener hijos; pretendidos demócratas callados mientras el Parlament silenciaba a la mitad de la población con una independencia de mayoría simple; o líderes como Pablo Iglesias o Ada Colau, que dicen defender al proletariado, haciéndole el caldo gordo a la burguesía chic catalana que plantea el órdago soberanista porque sabe que nunca perderá: o dueña de la nueva república o casta reconvertida del nuevo encaje constitucional. Quienes perderán en caso de turbulencias económicas siempre serán los de abajo. De hecho, las encuestas demuestran que los más pobres y los más alejados de los buenos sueldos que reparte el nacionalismo en su red clientelar son los menos proclives a respaldar el soberanismo. No es casualidad que quienes tocan el botón del agit prop tengan poca piel obrera y hayan acabado resumiendo la revolución en una propuesta: sacar 155 euros del cajero para darse un capricho. La opresión de cartón piedra.

A la mezquindad de quienes pregonan el “cuanto peor mejor”, el “Cataluña ciega, pero España tuerta”, de los que prometieron la “Suiza del sur” porque los bancos y las empresas no se irían y la Unión Europea nos acogería con los brazos abiertos, hay que sumar la inutilidad de quienes pilotan la nave del Reino de España. Para empezar, la torpísima y lamentable idea de parar un simulacro de votación, desacreditado de antemano por el cambio de reglas sobre la marcha, con antidisturbios, máxime cuando los Mossos habían preparado el terreno para que el bochorno estuviera garantizado y televisado. Y luego está lo del relato. Mira que lo tendrían fácil para contrarrestar la afectada propaganda soberanista que pretende hacer pasar a la coqueta Barcelona por el Kurdistán catalán… “Señores de la prensa internacional, no se confundan, estamos ante un caso de supremacismo identitario (nadie se declara diferente al vecino para a continuación reconocerse inferior), mezclado con los intereses de una clase política local que busca evitar los tribunales españoles en sus numerosos casos de corrupción. En estos mapas pueden observar como los bastiones carlistas del siglo XIX coinciden básicamente con los más poderosos bastiones del actual soberanismo. La ideología que provocó tres guerras civiles en defensa del terruño, los fueros y las tradiciones y en contra del liberalismo de la Ilustración y del progreso de la industrialización es la que ahora, en pleno siglo XXI, se ha reciclado contra la globalización para levantar fronteras en la Europa que justo busca borrarlas para evitar la reedición de desgracias pasadas. Democracia liberal versus neocarlismo localista”. Un relato factible y que los medios extranjeros liberales comprarían encantados, en una Europa alérgica a los terremotos territoriales y financieros. Y todo pilotado por personajes de dudosa solvencia como Junqueras, que en su momento divagó sobre las diferencias genéticas de los habitantes de la península Ibérica o Romeva, que denunció en Bruselas como eurodiputado problemas tan graves como un pisotón de Pepe a Messi… Y todo financiado generosamente con el dinero de todos los contribuyentes en un contexto de ruina económica. 300 millones sustrae la Generalitat cada año a los hospitales y colegios catalanes para dedicarlos a la política soberanista… Pues nada, la prensa de Madrid denuncia estos días que los corresponsales extranjeros sólo han sido convocados en Moncloa una vez y para que les dieran una chapa sobre los Reyes Católicos.

Tarradellas_SuarezCuriosamente, hoy, cuando escribo estas líneas, se cumplen 40 años de la llegada de Tarradellas a Barcelona. En su mítico discurso no dijo “catalanes”, sino “ciudadanos de Cataluña”. El presidente de la Generalitat que contribuyó a retomar el camino de la democracia sabía que su tierra debía ser el hogar de ciudadanos libres y iguales en derechos y obligaciones, y no un coto identitario que, tarde o temprano, sólo puede acabar excluyendo a un sector de la sociedad. En la carta enviada el 16 de abril de 1981 al entonces director de La Vanguardia, Horacio Sáenz Guerrero, Tarradellas advertía sobre las intenciones de Jordi Pujol de utilizar “un truco muy viejo” consistente en hacerse artificialmente las víctimas y apropiarse del concepto de Cataluña, de manera que criticar a unos pocos sería ir “contra Cataluña”. Las profecías lanzadas en esa carta estremecen de tan certeras que han sido. Hoy Cataluña está partida en dos.

Como esto es un festival, ya hay voces que piden una solución a la canadiense… reformar la Constitución para reconocer el derecho a un referéndum pactado, pero con doble filo: los territorios de mayoría independentista, se marchan. Los territorios de mayoría unionista, se quedan en España, mutilando así también a la propia Cataluña. La región metropolitana de Barcelona sufre un déficit económico con el resto del territorio catalán del 28% y soporta una injusta ley electoral que hace que el voto de sus habitantes valga menos que los de Lleida o Girona. Que cada uno reflexione si no hay ahí argumentos suficientes, siguiendo la regla de tres del “procés”, para montar otro cirio demagogo y victimista, si a determinada clase política se le permite nutrir con dinero público la agitación de sentimientos. De nuevo las patrias como conceptos maleables al gusto de quien lo necesite. Entre tanto, yo me seguiré lamiendo las heridas de ver como algunos amigos de toda la vida, que me consta son buena gente, votaron para que mi mujer y mis hijos madrileños sean extranjeros cuando viajen a Cataluña, confirmando así lo feos que salimos todos en la foto cuando nos olvidamos de las personas con cara y nombre para pensar en abstracto sobre territorios. Entre tanto, el cuartel de Sant Boi seguirá como testigo mudo de los tiempos pasados y de los que estén por venir.