Pensar y sentir

Los madrileños vuelven a Madrid, signo inequívoco de que el verano está ya boqueando. Se nota en los pequeños detalles, como los pocos huecos libres de aparcamiento o en el número de veces que tienes que esquivar a los transeúntes mientras corres tan lozano por El Retiro con tu mejor camiseta técnica y tus zapatillas, esas con las que pretendes matar el sentimiento de culpabilidad por el mes y medio que llevas sin pisar el gimnasio. En esas trivialidades anda tu cabeza cuando, de repente, se cruza contigo. Es un hombre ya maduro, pelo cano, barriguita y camiseta azul marino con mensaje en letras amarillas. No será porque no estemos ya saturados de libros de autoayuda y mensajes motivacionales… pero el caso es que esta vez sí te impacta lo que lees: «No se trata de pensar, se trata de SENTIR». Sentir, escrito en mayúsculas… ¡Eso es! Eso es justo lo que nos está pasando.

Sí, amigos, las emociones. Los sociólogos llevan un tiempo largo flagelándose porque sus clásicos más top (Comte, Durkheim, Weber…) no tuvieron demasiado en cuenta «lo emocional» como un factor crucial para escrutar, como está mandado, la sociedad posmoderna. Y puede que eso sea el posmodernismo: relativismo, individualismo y emotividad. El consumismo, y el negocio de la publicidad que lo acompaña, fueron el vehículo perfecto para colarnos la emotividad a escala individual. ¿Cuánto tiempo hace que una marca de coches no se molesta en explicarte con pelos y señales las ventajas técnicas de su último modelo? No, los anuncios prefieren hablarte de «ser libre», «romper cadenas», «seguir tu camino», «ser tu mismo»… que lo mismo te serviría para entrar en un concesionario, que para atreverte a  hacer puenting.

Luego se puso de moda hablar de «inteligencia emocional», hasta tal punto que cualquier compañero un punto repipi, si un día te veía enervarte más de la cuenta por cualquier contratiempo, te miraba por encima de las gafas y te soltaba eso de «debes aprender a gestionar tus emociones», tras lo cual se quedaba tan pancho, mientras volvía a darle que te pego a su teclado. Así las cosas, tal vez era sólo cuestión de tiempo que la emotividad saltara del plano individual a la escala colectiva.

ramblas-1737622_1280Cualquier sociólogo, político o periodista que quiera entender qué mueve a las sociedades modernas, terriblemente individualistas, a moverse de repente de forma unitaria en una dirección no puede perder de vista el factor emocional. De hecho, la prueba más evidente de que hemos perdido músculo cartesiano para ser decididamente una «masa emocional» la tenemos en el nacimiento de eso que llaman la «posverdad». Líderes de opinión que se han dado cuenta de que no se trata de hacerlo bien, o de demostrar las cosas con datos, sino de tocar la fibra sensible del personal. Si sabes tocar el nervio emocional incluso podrás hacer pasar datos falsos (fake news) como verdades incuestionables.

En esas estábamos cuando se produjeron los atentados de Barcelona y Cambrils. Más allá de la bronca política y la exaltación torticera de algún cuerpo policial para tapar errores de bulto, choca la pulsión de esta sociedad por pasar página ante sucesos traumáticos. «No tenemos miedo», «hay que recuperar la cotidianidad»… son eslóganes aparentemente loables, pero que esconden algo inquietante. Estamos obesionados con no ver la crudeza del yihadismo, con cambiar la sangre por inocuas banderitas solidarias en Facebook, con volver a hacernos selfies donde ayer yacía un cuerpo mutilado. Hemos pasado de aquellas abuelas que guardaban luto durante diez años a los turistas que toman el sol en la playa donde el día anterior alguien fue acribillado. Pasar página; sentir mucho con mensajes de solidaridad y manifestaciones inmediatas, pero pensar poco en la amenaza permanente. Demasiado emotivos para afrontar el miedo en serio, aunque eso sólo suponga aplazar el problema hasta el próximo golpe. Pero no pensar demasiado en lo que volveremos a sentir puede que sea un error. Tarde o temprano habrá´que tomar medidas desagradables o incóḿódas en áḿbitos como la seguridad. Tal vez sea tiempo de madurez racional o, cuando menos, de una emotividad mejor canalizada.

Polemistas intensos

Junio terminó con un calor africano. Y julio empezó con un frescor que se mataba con las chanclas hawaianas. Junio terminó con un calor africano. Y julio empezó con un frescor que se mataba con las chanclas hawainas. Motivo más que suficiente para que los oportunistas de uno y otro signo hayan saltado de los setos, en los que viven agazapados, siempre alerta, siempre intensos, para darnos la chapa. Los primeros denunciaron que la canícula de junio era la prueba fehaciente del cambio climático; los segundos replicaron a los pocos días, blandiendo su chaqueta y hasta su pañuelo de cuello, con que el cambio climático es una fake news, muy del gusto del pacifismo-veganismo que nos corroe como sociedad… y tal y cual.

No sé cómo pasó, pero nos han adiestrado hasta convertirnos en una gran tertulia televisiva. Casi todo el mundo tiene que decir la suya e imponer sus argumentos, como los perros que mean y remean una esquina, en cuanto ven a otro de su especie haciendo lo propio. Es la era en mayúsculas del sesgo de confirmación. Nos encanta agarrarnos a los argumentos que refuerzan nuestros pensamientos y mirar para otro lado cuando algo nos invita a dudar.

20170702_120313La era digital, lejos de arreglarlo, lo ha agravado. Decían que las nuevas tecnologías se disponían a potenciar los cauces de comunicación, que nos iban a interconectar… Y, bueno, formalmente, así ha sido. Pero las nuevas posibilidades a nuestro alcance también han servido para cerrarnos la mollera aún más. Las redes sociales nos permiten seguir sólo a quien nos place, mientras bloqueamos a quien nos “agrede” con otros pensamientos. Cosa bastante frecuente porque cada vez se discute en unos términos más faltones. Ahora, a la mala educación le llaman troleo…

Las televisiones digitales también personalizan cada vez más la oferta. Antes, uno del Madrid se tenía que chupar el sábado por la noche un Racing de Santander-Valladolid. Eso generaba cierta empatía de baja intensidad.. Coño, estos pobres, que van a bajar a Segunda… En mi infancia, todo el mundo veía el Un, Dos, Tres, te gustara o no, y luego se comentaba con los demás. Ahora, puedes pasarte el año viendo sólo los partidos de tu equipo y las series que te molan. Eso provoca una inmediata sensación placentera, pero, a la larga, hace que nos acostumbremos demasiado a que el mundo encaje en nosotros, y no que seamos nosotros los que tengamos que hacer el esfuerzo de adaptarnos a lo que nos rodea. Se nos está atrofiando el músculo de la paciencia para aguantar a los demás. ¿Problema? Que corremos el riesgo de que se nos olvide que vivimos rodeados de gente que no piensa como nosotros. Y, lo más importante, que con ellos hay que vivir.

No soy sociólogo ni tengo intención de serlo. Pero sería interesante saber si todo esto tiene algo que ver, ni que sea de refilón, con determinados comportamientos. Movimientos identitarios que, a estas alturas de la película, pretenden que cada lengua tenga su Estado y que en ese Estado sólo se hable una lengua; partidos que insisten en una fórmula política que no puede funcionar, por mucho que se empeñen, porque no cuenta con la mayoría parlamentaria y social necesarias…

El “yo soy como soy y, como me lleves la contraria, te fundo” se ha puesto tan de moda que hasta las minorías, tradicionalmente aplastadas por el pensamiento o conductas mayoritarias, se han animado a practicar ahora una nueva intolerancia alternativa. En Francia se ha montado una buena polémica porque el ayuntamiento había cedido un espacio público para celebrar un festival dedicado a la “mujer afrofeminista”, en el que la gente de raza blanca o las personas de sexo masculino tenían prohibida la entrada. Al final, el consistorio parisino ha tenido que retirarles el local. Si practican el racismo, que lo hagan en algún lugar privado…

Aquí en casa también tenemos ejemplos significativos. Vuelvo al fútbol porque es un termómetro muy útil para medir las bajas pasiones. Con motivo de la final de la Champions de 2016, uno de los dos contendientes madrileños alquiló el Palacio de los Deportes para que sus seguidores, que no podían estar en Milán, lo siguieran en comunión. Pues en la letra pequeña de la entrada, negro sobre blanco, se prohibía que acudiese nadie con camisetas o símbolos del equipo rival. Es decir, se prohibía a ciudadanos, que pagan el recinto con sus impuestos, lucir unos símbolos que ni son ilegales, ni deben provocar a nadie de antemano. ¿Realmente caminamos hacia una sociedad más abierta y tolerante? ¿Es normal tener que explicar a tu hijo pequeño que a determinados ambientes es mejor no ir con su camiseta favorita?

Vivimos en una sociedad individualista, que si se asoma a las mayorías es para hacerlo desde lo pasional. Interconectados, pero aislados. Buenistas, pero perezosos para el diálogo de verdad. Políticamente correctos, pero cada vez más censurados. Menos mal que vienen días de playa para que descansemos los unos de los otros. O no… Feliz verano.

Respeto

Ha dado la vuelta al mundo. Como dan la vuelta al mundo muchas cosas en estos tiempos de imágenes y memes de mirar y tirar. Lo nuevo ya es viejo, y lo viejo…¿alguna vez existió? Es verdad que algo, quedar, queda. En algún lugar de nuestra mente habita el niño tirado boca abajo en la arena, con su camiseta roja; aquel otro crío rebozado en sangre y escombros, mientras contempla en silencio el mundo de los adultos sentado en una silla de plástico; o los gemelos con rostro pálido y boca entreabierta, en brazos de su padre tras haber sido gaseados. Quedan en algún rincón de nosotros, pero los archivamos instintivamente para seguir con nuestras cuitas y nuestra intendencia. ¿Pero cómo hacer cuando el impacto te da de lleno? ¿Qué dice el manual de la vida que hay que hacer cuando la inmundicia no te llega en formato fotografía de Associated Press? ¿Cómo actuar cuando estás haciendo fotografías en el lugar más peligroso del mundo y una fuerte explosión siega las sonrisas de los niños que están a un segundo de ser, por fin, evacuados del infierno?

fotografo_sirio2Sí, ha dado la vuelta al mundo. El fotógrafo sirio, arrodillado en el suelo, barba profusa, llanto desgarrado, ha viajado a toda velocidad por las pantallas de nuestros dispositivos. Estaba fotografiando el convoy de refugiados cuando una bomba se llevó a más de cien personas, la mitad de ellos infantes como los que se tiran por los toboganes de nuestros parques, mientras reclaman la atención de sus padres. Algunos, por puro reflejo, habrían salido corriendo. Y no hubiera sido motivo de deshonra: donde hay una bomba puede haber más y el instinto de supervivencia es legítimo en pleno pánico. Sin embargo, él corrió hacia la explosión y se echó a los brazos a un muchacho moribundo. Cuando lo puso a buen recaudo se derrumbó y lloró como lo hace uno cuando la amargura le sale del alma. Como se llora dos o tres veces, a lo sumo, en la vida.

Jamás me cruzaré contigo, pero me gustaría que supieras que toparme con tu existencia me ha hecho experimentar un profundo sentimiento de pudor. Pudor por compartir tu profesión, por llamarme informador, por formar parte, ni siquiera nominalmente, de tu oficio. Tú si eres periodista, fotoperiodista o como le quieras llamar. Yo, como muchos otros en el mundo desarrollado, soy un simple juntaletras o, como nos definió el maestro Kapuscinski, media workers. Gente con un poco de gracia para respetar el sujeto-verbo-predicado y ordenar la información en un diario, radio o televisión, de manera que la gente lo entienda.

fotografo_sirioTal vez, como dice el personaje de Brad Pitt en La Sombra del Diablo, sólo seas una persona normal en una situación excepcional. Tal vez algunos de nosotros nos sorprenderíamos actuando igual que tú ante ese amasijo de carne, gritos y humo. Tal vez, aquí, tú serías un estupendo juntaletras de los que se sientan en el suelo del Congreso cuando se lo propone el mesías de turno del circo político; de los que se creen muy dignos porque abuchean al entrenador que llega una hora tarde, sólo cuando ya saben que deja el cargo en un par de meses, tras años de aguantar callados sus malos modos; de los que van a cubrir cualquier parida, haciendo el juego a quienes manejan los hilos para que se cuente lo que quieren y se silencie lo que no conviene.

Tal vez sea así. Pero tú ya has demostrado que eres un tipo digno. La vida te ha hecho una gran putada. Tú lo tendrás muy difícil para archivar a esos niños en un rincón de tu mente. Pero mientras haya gente como tú, habrá una profesión llamada periodismo.

Londres, nuevo capítulo

 Las fuerzas de seguridad británicas, con ese Scotland Yard al que ayudaba Sherlock Holmes  y ese MI5 para el que trabajaba James Bond, han evitado en los últimos años medio centenar de atentados terroristas en el Reino Unido. Lo malo de la realidad es que, a la hora de la verdad, no puedes contar con la inteligencia y el arrojo de semejantes personajes de ficción para evitar el cien por cien de las desgracias. En el mundo real todo son conjeturas, mucho trabajo y, por qué no decirlo, algo de suerte. Los comentaristas de la BBC relatan que la propia policía reconocía que, tarde o temprano, por muy bien que lo hicieran, el zarpazo llegaría. El nuevo terrorismo sólo necesita un coche alquilado y un par de cuchillos de cocina para colarse en los telediarios de todo el planeta y dejar varias decenas de muertos y heridos.

Hay listas de sospechosos, pero no se puede actuar sobre ellos así, sin más. Sobre algunos individuos no hay indicios suficientes para detenerles o mantenerles retenidos. A otros es mejor “darles carrete”, mantenerles vigilados por si te llevan a nuevas pistas que destapen la preparación sigilosa de un ataque. El garantismo judicial forma parte de nuestra cultura, pero cuando sucede un ataque terrorista son muchos los que se indignan al enterarse de que los atacantes estaban en alguna lista negra policial. El terrorista de Londres había nacido en territorio británico y era un conocido de los servicios de inteligencia. Hace un año dejamos aquí escrito que el mayor problema al que se enfrentaba Occidente no era la crisis económica, sino el dilema entre seguridad y libertad que iba a plantear la amenaza yihadista. Bruselas, Niza, Berlín y ahora Londres, de nuevo, han confirmado las sospechas. El enemigo aprovecha nuestra libertad para destruir nuestro modo de vida, pero si renunciamos a esa libertad por anticipado, para ponérselo más complicado a los fanáticos, seremos nosotros mismos los que demos la puntilla a nuestra propia naturaleza. Tremenda encrucijada.

atentado_londresEl día siguiente a los atentados, los habitantes de Londres que conceden entrevistas a los medios de comunicación hablan de seguir adelante, de volver a abrir los negocios, de coger el metro, de acudir al aeropuerto… en definitiva, continuar haciendo nuestra vida como ciudadanos de la vieja Europa. Si Westminster, el parlamento más antiguo, y su icónico Big Ben siguen adelante con su cotidianidad los terroristas, en lo fundamental, habrán fracasado. Sin embargo, cabe preguntarse por el medio y largo plazo. ¿Cómo mantener segura a nuestra gente? El ataque de Londres vino precedido por el anuncio del Reino Unido de prohibir la presencia de determinados portátiles y aparatos electrónicos en los aviones que despeguen de una serie de países musulmanes. La medida había sido inaugurada por Estados Unidos, un país que ha emprendido con la presidencia de Donald Trump una nueva era en el enfoque de la seguridad.

Es más que probable que la nueva administración estadounidense esté planteando matar moscas a cañonazos en este mundo libre y globalizado que nos ha construido la democracia liberal.. Vetar la llegada de cualquier ciudadano de un país, por el hecho de ser musulmán, va contra el sentido común, como están dejando patente los propios tribunales de Estados Unidos. Sembrar la duda sobre todos los emigrantes, como potenciales terroristas o ladrones de empleo, es un ejercicio de xenofobia que no puede traer nada bueno. El miedo genera más miedo, y ese miedo retroalimentado acaba desembocando en intolerancia y violencia.

Ahora bien, llama la atención que España, fiel a su historia, vuelva a caminar en sentido contrario al resto de su entorno. Mientras Europa y Estados Unidos se enfrentan a una pulsión expeditiva, a la tentación de hacer frente al terrorismo con una respuesta policial de perfil militarista, aquí la oposición en bloque iniciaba, el día previo al atentado de Londres, el proceso para derogar la Ley de Seguridad Ciudadana. Algunos partidos ven intolerable que la policía tenga un registro de personas que hayan alterado el orden público, que los agentes puedan pedir a un ciudadano que se identifique en la calle, que faltar al respeto a esos agentes sea una falta leve, que sea una infracción grave interferir en el funcionamiento de las infraestructuras básicas o usar de forma no autorizada la imágenes de miembros de las fuerzas de seguridad que se juegan la vida por nosotros cada día…

Cuando un tipo acelera a traición un todocamino en un puente, llevándose por delante a todo ser vivo, niños incluidos; cuando asesina a un policía con una hoja de servicios intachable; cuando corremos sin saber qué está pasando… ahí agradecemos que haya listas de gente problemática, que los servicios secretos puedan interferir comunicaciones para establecer lazos entre asesinos potenciales, que los policías y militares arriesguen su pellejo para preservar el nuestro o que las cámaras de seguridad que nos roban privacidad en la calle sirvan para dar con los huidos lo antes posible.

Puede que entre el militarismo de Trump y la mentalidad libertaria de quienes sólo piensan en blindar el derecho a la protesta callejera, sin querer ver que el mundo es peligroso ni hacer ninguna concesión a la seguridad y el orden, esté el término medio por el que deberían transitar las sociedades avanzadas. Y aun dando una respuesta sensata, aun evitando los extremos, deberemos seguir encajando golpes como el de Londres. La guerra será larga y va a requerir de toda nuestra entereza y madurez.

La lucha de la mujer

Año 2017. Su incorporación al mercado laboral prometía igualdad, pero la letanía de las mujeres actuales nos habla de desigualdades salariales, de techos de cristal y de madres cansadas… De esas que pasan ocho horas en el trabajo y luego se pasean por un parque con un plátano o un yogur en la mano, persiguiendo a un enano, con la sensación de llegar siempre tarde a todos sitios.

El cansancio y el compromiso familiar son difíciles de cuantificar, pero hay otros datos que sí pueden serlo… A día de hoy, el salario medio de las mujeres no llega a 20.000 euros anuales. El de los hombres supera los 26.000, lo que supone una diferencia del 23%. Las mujeres aportan el 45% del PIB español, de manera que, en un sólo día, generan 1.372 millones de euros. Además, suponen el 77% de los trabajadores de la sanidad y el 67 de la enseñanza.

¿Pero cómo se calcula el trabajo que sacan adelante las amas de casa a tiempo completo o las madres trabajadoras que también arriman el hombro decisivamente en el hogar? Sólo en el cuidado de los familiares, ahorran al Estado 40.000 millones.

mujer_ejecutivaAun así, la principal queja sigue siendo la diferencia de trato en el trabajo. Muchas denuncian que, nada más ser contratadas, ya les ofrecieron un sueldo menor a sus compañeros varones. Otras creen que la falta de ayudas a la maternidad es lo que les hace perder comba en el trabajo. Lo cierto es que el 84 por ciento de las excedencias son solicitadas por mujeres. Y, si son para cuidar a los hijos, el porcentaje supera el 93 por ciento.

Y aquí viene el gran debate… ¿Hay que seguir esperando a que las mujeres igualen a los hombres en salario y en puestos importantes de forma natural, como ya han copado la mayoría de matrículas en la universidad, o hay que “forzarlo” desde la política? En la Comunidad Valenciana han decidido algo muy polémico: que, en caso de empate a méritos entre un hombre y una mujer, algunos puestos de trabajo público sean para ella. Luchar contra el sexismo con una medida sexista, posiblemente recurrible en el Tribunal Constitucional.

Difícil encontrar una solución que no genere polémica o frustración. Más que exigir a los empresarios, debemos pedir a los políticos que pongan de su parte con ayudas en positivo. Y es fundamental un cambio de mentalidad en nuestra sociedad. Que los hombres entiendan que ayudar a las mujeres va en beneficio de todos. Y que muchas mujeres entiendan que no siempre se puede ganar la batalla de la perfección. Todavía hay demasiados padres que se dejan llevar en el hogar y demasiadas madres a las que, a la hora de la verdad, les cuesta delegar en el marido para cuestiones como llevar a los niños al pediatra o comprarles la ropa.

Es la lucha por estar en todos sitios, por no perderse nada y por dar la talla en todos los frentes. La lucha de nuestras madres, hermanas y mujeres. La lucha de la mujer, ciudadana y generadora de vida.

La libertad de elegir

Se está perdiendo el arte de la conversación y es una pena. El muchacho que está sentado en el suelo de mi salón, peleándose con la maraña de cables que habitan tras el mueble de la televisión, es venezolano. Le delata el acento. Me cuenta, mientras no levanta la vista de la roseta de la fibra óptica, que normalmente la gente en España no hace lo que yo. “Los clientes se van al fondo del piso y les tengo que levantar la voz para que sepan que ya está listo el Internet y yo me marcho”, comenta con el tono de quien ya da por asumido algo que no es capaz de comprender.

Yo, como me gusta saber de qué pie cojea el que entra en mi casa y como lo de preguntar y escuchar me viene dado como una deformación profesional, sin comerlo ni beberlo, me sorprendo a mí mismo, sentado en la mesa auxiliar, haciendo una entrevista encubierta a un personaje anónimo. Si algo me ha enseñado mi oficio es que, a veces, las vidas más fascinantes se esconden en las personas aparentemente más normales, las que entran en tu casa enfundadas en un mono azul anodino.

El instalador de Internet, al que llamaremos Alfredo para no atar más cabos de los necesarios, resulta ser uno de esos seres humanos que se las han ingeniado para vivir varias vidas en una. Hijo de emigrantes europeos, conoció la bonanza que cosechó el trabajo duro de sus padres en un país que flotaba en petróleo. Sin ser rico, le fue lo suficientemente bien como para plantearse viajar a Europa para conocer sus raíces. Como lo de mantenerse no era nada barato, no tuvo remilgos a la hora de trabajar en Mercamadrid, cargando cajas en horario nocturno. Cuando la rutina le alcanzó, ya entrado en la veintena, decidió volver a su tierra, pero la cosa ya había cambiado por aquel entonces. Chávez había cumplido escrupulosamente su palabra de acabar con la desigualdad. Ahora, todos los venezolanos comenzaban a estar igualados… en miseria.

bandera_venezuelaEntonces llegó el gran dilema… Con su casa y su coche, seguía siendo un tipo privilegiado en comparación con la media de sus compatriotas. ¿Pero qué sentido tenía seguir allí, si un eventual cambio de neumáticos en el taller (los cauchos del carro) le comía el sueldo del mes, debido a una inflación desbocada? Hubo gente que le quiso quitar la idea de volver a España. “Vas a echarle el pico y la pala a los españoles”, le decían quienes preferían instalarse en la estrechez sin esfuerzo. Alfredo, en cambio, es de los que prefieren el esfuerzo con recompensa: “trabajar duro para luego comprarme lo que quiera y comer donde quiera”. He aquí el gran combustible que ha movido a la humanidad hacia el progreso: el amor propio y las ganas de prosperar, aunque cueste grandes sacrificios.

Alfredo me cuenta que las ayudas económicas desincentivaron a sus compatriotas y generaron un ejército de vagos, que se conformaban con lo mínimo. Se le nota el desgarro de la distancia cuando habla de su tierra y su familia. Me cuenta entusiasmado que en Venezuela tienen de todo (Caribe, montaña, desierto…) y lamenta que en Madrid ningún restaurante de comida venezolana “sepa realmente a Venezuela”… Pero no se arrepiente de estar aquí porque, quedarse allá hubiera sido esperar lentamente a no poder mantener el piso que su padre le cedió después de tanto sacrificio. Hay tipos que se niegan a instalarse en su zona de confort. Seres que mueven el mundo.

Cuando se cumplen tres años del encarcelamiento del opositor Leopoldo López a manos del régimen chavista, cuando la justicia bolivariana ha confirmado que deberá pasar 14 años en prisión, el tipo que me ha colocado la fibra óptica me ha recordado lo difícil que es conjugar la igualdad con la libertad, cuando apuestas fuerte por ambas. En algún momento sus caminos dejan de ser paralelos y se cruzan hasta convertirse en el dilema de la manta: si estiras de un lado, te destapas del otro. La libertad sin cortapisas difumina la igualdad porque los hombres no somos iguales, no sólo en recursos económicos, sino tampoco en gustos, en sueños, en talento o en voluntad de esfuerzo. Pero la igualdad por decreto mata la libertad, aplasta el talento y acaba con los sueños de quienes quieren guiar sus destino desde la responsabilidad individual. El muchacho que acaba de marcharse de mi piso, eligió la libertad con sus sinsabores y sus recompensas. Ojalá le vaya bien y algún día pueda volver a su patria, sin que le obliguen a elegir. De momento, la fibra que me ha instalado funciona estupendamente.

De vientos y ventoleras

Es entrañable llegar a la redacción o a la oficina un lunes tempranito y toparte con la típica discusión entre madridistas y antimadridistas. Esta vez, la pelea consiste en dirimir si al Real Madrid y al Alavés les han ha hecho o no la puñeta con la suspensión del partido del Celta, equipo que estaba loco por no jugar el domingo contra los blancos, porque lo que les interesaba era descansar para la vuelta de la semifinal de la Copa contra los vitorianos. Sin jugar el domingo, afrontaba la Copa descansado. Además, cuando juegue con el Madrid dispondrá de los titulares, y no tendrá necesidad de exhibir a los suplentes, como tenía pensado hacer el domingo.

El fuerte viento del último temporal se llevó una parte de la cornisa del estadio de Balaídos, y el alcalde de Vigo anunció la suspensión del partido por motivos de seguridad. Faltaban más de dos días para solucionarlo o buscar un campo alternativo. Al final, ni una cosa ni otra. El alcalde, Abel Caballero, se negó a que el partido se trasladara a una ciudad cercana, como Compostela, porque, a su juicio, los vigueses tenían el derecho a disfrutar del partido. Es más, se vino arriba y recomendó a los madridistas que visitaran Vigo, pero sólo para dejarse las perras y hacer turismo.

1486161852_999622_1486164718_noticia_normalEl Real Madrid, y el Alavés, se sienten perjudicados. Sus adversarios les critican y les acusan de mezquinos, por no ser más comprensivos con un rival que ha sufrido un contratiempo. Les han llegado a acusar de querer que se jugase a toda costa, incluso en detrimento de la seguridad de los espectadores, cosa que parece exagerada, puesto que unos planteaban jugar en otro campo o a puerta cerrada, mientras los otros se limitaron a pedir el aplazamiento de su propio partido para estar en igualdad de condiciones. En todo caso, al margen de a quién beneficie o perjudique la suspensión o de cuándo se juegue, estamos ante una escena costumbrista del carácter hispano.

Nos perdemos en los dimes y diretes de unos y otros en función de sus colores, y dejamos que se escape de rositas, como un verdadero adalid del sentido común y defensor sin igual de la seguridad ciudadana, el verdadero culpable de esta situación. El alcalde de Vigo, como responsable del estadio municipal de Balaídos, es quien ha dejado, durante meses, que los vigueses y sus visitantes se situaran debajo de una cornisa en mal estado de mantenimiento, susceptible de volar a poco que el viento sople fuerte.

¿Qué hubiera sucedido si el viento que levantó la cubierta en lugar de soplar tres días antes del partido, lo hace durante un encuentro? En Portugal ha soplado el mismo viento y no se ha suspendido ningún partido, cuestión de mantenimiento de los estadios de primer nivel. Lejos de ponerse colorado y tener que dar explicaciones, el alcalde saca pecho, hace una tournée de gloria bendita por los medios de comunicación y se pone flamenco con los perjudicados a los que llama “mezquinos” por proponer jugar a puerta cerrada.

Somos expertos en aplicar un buenismo sistemático, condescendiente con los que incumplen sus obligaciones y crítico con quienes exigen que se cumplan las reglas y que sean los que provocan los problemas, por acción u omisión, los que carguen con las incomodidades o los castigos que se derivan de esos problemas. Si el Celta, equipo admirable con una gran afición, que ojalá este año se quite la espina y gane su merecido primer título de la historia, no ha podido mantener su estadio en condiciones, lo que no puede ser es que se beneficie del aplazamiento, perjudicando a quienes sí tienen sus estadios en perfecto estado de revista.

Somos expertos en presentar como antipáticos o excesivamente cartesianos a quienes reclaman sus derechos, mientras se nos escapan detalles esperpénticos como esos bomberos y expertos hablando de 20 metros cuadrados de cubierta como si fueran el segundo reactor de Fukishima, o el hecho de que, en la supuesta mejor liga del mundo de un supuesto país desarrollado, hasta dos partidos han tenido que ser suspendidos por un viento que en otros lugares cercanos no ha tenido esas consecuencias.

Hace unos años a alguien se le ocurrió hacer cumplir la ley y bajar a segunda división a los clubes que no pagaban sus deudas. Las manifestaciones de las aficiones del Celta y Sevilla hicieron que no se castigara a los morosos y, como contrapartida chapucera, se permitió subir a los dos equipos que tenían derecho a ascender matemáticamente. Desde aquella cabriola de la liga de 22 equipos el fútbol patrio no ha sabido librarse de un calendario de locos que provoca las cómicas tribulaciones que estos días entretienen las conversaciones de oficina y cafetería. El sectarismo futbolístico nos hace darle o quitarle la razón a uno u otro equipo, mientras los políticos que no hacen su trabajo, no sólo no salen escaldados, sino que consiguen réditos mediáticos y su consecuente minuto de gloria. Es sólo fútbol, pero es un espejo de la sociedad en la que vivimos

El penalti de los bancos

Ahora que en el circo del fútbol todo el mundo protesta contra los árbitros en función de cómo le va la feria, estaría curioso dictar una norma para que sólo se pitase un penalti si el equipo perjudicado, el que lo recibiese en contra, reconociera que efectivamente lo ha cometido. Lo mismo la FIFA o la UEFA algún día se animan, pero lo que está claro es que de la Real Federación Española de Fútbol jamás saldrá semejante idea, habida cuenta de que asumir la culpa en el país de los pícaros parece una tarea imposible.

Pues la fe que no tenemos en los futbolistas resulta que sí la tenemos en nuestros bancos. O, por lo menos, la tiene el gobierno que les ha puesto la devolución de las cláusulas suelo, como se suelde decir, a huevo… para sus intereses. El tribunal europeo de justicia dictaminó que ese tipo de cláusulas habían sido abusivas y que se debía devolver todo el dinero que se había cobrado de más a los hipotecados que no se beneficiaron de la bajada del euríbor, por la letra pequeña de los préstamos que firmaron. Sin embargo, los afectados ya saben que, en la mayoría de los casos, deberán pelear su dinero en la inhóspita jungla de los tribunales. La otra opción es esperar a que la entidad bancaria, la que ocultó las cláusulas de forma sibilina, asuma ahora que actuó de mala fe y ofrezca una cantidad compensatoria. Cantidad que amenaza con ser ridícula, si se tiene en cuenta que algunos bancos ya se reservan la opción de hacer una oferta inicial y luego una contraoferta, como dando a entender que, de buenas a primeras, van a soltar lo menos posible. Nuevamente, el ciudadano de la calle se siente desamparado ante los abusos de instituciones poderosas que marcan el paso de nuestras vidas, sin que la administración, da igual del color político que sea, haga nada al respecto a la hora de la verdad.

application-1756279__480Sucede ahora con las cláusulas suelo y sucedió con las preferentes. Los bancos que engañaron a sus clientes, que daban los papeles a firmar con las casillas de conocimientos financieros marcadas de antemano, tuvieron la opción de elegir la auditora (la que casualmente les llevaba las cuentas y no vio los desfalcos que se cometieron durante años) que debía decidir a qué cliente se le devolvía algo y a quién no. De nuevo, dime si has cometido penalti y sólo te lo pito en contra si eres heroicamente honesto…

Los bancos son un caso sangrante, pero no es el único. Las eléctricas deben tener agujetas de la risa al ver la cara de los consumidores que se creyeron aquello de que el nuevo sisteman para facturar la luz les iba a beneficiar. Y qué decir de los conductores a los que la administración incitó, incluso con ayudas económicas, a comprar un coche diésel y ahora van como puta por rastrojo para llegar al trabajo cada vez que a la boina de contaminación de su ciudad le da por ponerse torera.

A veces, demasiadas, los políticos generan el problema o dan pie a que se produzca,  a continuación constatan el abuso, pero, finalmente, no protegen a los perjudicados. La intervención del Estado en la vida de los ciudadanos no debe ser abusiva, como propugnan algunos trasnochados, pero tampoco tan inexistente o ridícula que acabe siendo un insulto a la inteligencia de los hombres y mujeres de este país. Eso sólo genera auténticos ejércitos de contribuyentes descreídos, que acaban interiorizando que la dimensión colectiva, eso que llaman la cosa pública, sólo sirve para perjudicarles, y nunca al contrario. Así, sin confianza en la justicia, a la larga, no hay sociedad que resista.

De vuelta

Nunca me tocó nada. Ni la lotería, ni los ciegos, ni el haba del roscón de Reyes. De hecho, ante mi persistente desencuentro con el azar, en vista de que nunca me tocaba nada, una vez un amigo me dio un descorazonador consejo onanista: «a este paso, mejor tócate a ti mismo…». Así que tampoco podía esperar que me tocase el cheque bebé de aquel presidente leonés tan rumboso con el dinero del contribuyente, ni la reciente ampliación del permiso de paternidad. Doce días, tan sólo doce días. Eso es lo que se adelantó la pequeña María para que su padre no pueda estar otras dos semanas en casa a la salud de la Seguridad Social. Tampoco se lo voy a recriminar, porque a los hijos se les perdona todo.

Hay que decir que los hombres, aunque no lo quieran reconocer demasiado alto, agradecen hasta cierto punto volver a la «normalidad» del trabajo. Un hogar con un recién nacido, y ya no te digo nada si hay otros enanos rondando en el hogar, es lo más parecido a un manicomio. Los horarios, las rutinas, las certezas del día a día, que tanto amamos las mentes cartesianas, saltan por los aires continuamente. Así que, una mañana cualquiera, el puesto de trabajo adquiere una nueva dimensión, la oficina, la redacción o la fábrica se antojan un remanso de paz, inmune a los llantos, los cólicos, los pañales radioactivos, las vomitonas, las paredes pintadas o las cortinas manchadas de chocolate. Sin embargo, ese ligerio alivio personal es directamente proporcional al sentimiento de culpa que experimentamos cuando cogemos el petate para volver al tajo. Es en ese momento cuando las madres irrumpen como heroínas de lo cotidiano.

hands-918774__480Un consejo: no te quejes nunca delante de una mujer trabajadora que esté de baja por maternidad. Ella también ha dejado empantanada su carrera, y por más tiempo. Ella también está cansada, y además da el pecho. Ella también está nerviosa por momentos, pero con el añadido de que su cuerpo es un barril de hormonas. Piensa por un momento qué sería de tu vida si a ella le pasara algo. Te dan ganas de agarrarte a ella como un niño pequeño, tan pequeño como tus hijos, y darle las gracias por el simple hecho de existir.

Ser madre no está pagado, como no lo está el ser padres hoy en día. En la era de Internet y la comercialización de los sentimientos y las «experiencias», el bombardeo de consejos e instrucciones de cómo criar a los hijos es abrumador. Es como adrentarse en un videojuego en el que, de repente, salta de detrás de un arbusto la matrona talibán de la lactancia que te amenaza con un látigo si en algún momento dejas de dar el pecho, aunque una mastitis pueda estar matando a la madre; pero es que, un poco más adelante, sin solución de continuidad, aparece la pediatra sabionda del hospital que te hace sentir como un hippy vegano (¡tú, que eres un señor de orden y de ley!) por haberos propuesto evitar, en la medida de lo posible, la leche artificial durante las primeras semanas. Sobrevivir a las dudas inducidas y seguir vuestro instinto, a veces, es una de las mayores victorias.

No me ha tocado disfrutar de la ampliación del permiso de paternidad, pero lo aplaudo porque toda ayuda es poca para los valientes que traen hijos al mundo, en un país en el que faltan niños. Niños que paguen nuestras pensiones del futuro, pero que también nos hagan crecer como personas en una sociedad tan individualista. Porque cuando eres padre experimentas el amor incondicional, el de «me lo quito yo, para dárselo a ellos». El amor del bueno, del que te recuerda que la vida es una partida asombrosa que merece la pena ser jugada. Bienvenida, María.

Posverdad

Dime como hablas y te diré en qué sociedad vives. El lenguaje dice mucho de nosotros y una de las instituciones que más se fija en estas cuestiones es el diccionario Oxford de inglés. Ya se sabe que la lengua inglesa no funciona como el español, que tiene su real academia, con sus expertos, que deciden qué palabra hay que incluir, qué definición hay que pulir… Los ingleses, en cambio, son más atrevidos a la hora de inventarse palabras y de incorporarlas a sus diccionarios. El diccionario Oxford tiene por costumbre reunir todas las palabras que se han inventado en el último año y elegir una como la que resume por dónde van los tiempos de la historia. Ni que decir tiene que lo que bendice el inglés se acaba imponiendo por doquier. Si no, que le pregunten a la palabra selfie…

Bueno, pues este año la palabra elegida ha sido “posverdad”… Para empezar, la palabreja viene a dar a entender que la verdad a secas, la de toda la vida, ha muerto, y que lo que nos ha quedado es la posverdad, entendida, según Oxford, como “aquella circunstancia en la que los hechos objetivos influyen menos que las emociones o las creencias personales”.

silhouettes-616913_1280Vamos, que hoy en día la gente se forma su opinión al margen de los datos objetivos, y da por bueno aquello que le emociona o que confirma lo que siempre ha creído. Oxford asegura que la palabra tuvo un pico de uso en el mes de junio y que la culpa la tienen personajes como Donald Trump y Nigel Farage. Los responsables del Brexit en el Reino Unido y la victoria del populismo en Estados Unidos han triunfado contando a la gente…. no la verdad, sino lo que quería escuchar.

La posverdad se impone en estos tiempos posmodernos. De hecho, los filósofos hablan del posmodernismo como la era en la que se rechaza lo racional, se potencia lo individual por encima del bien común, los grandes estadistas dan paso a líderes coyunturales y el formato es mucho más importante que el contenido. Es decir, todo es relativo y lo importante ya no es ser, sino parecer.

En definitiva, es la era del postureo, neologismo hispano que ya ha hecho fortuna en nuestro idioma y país para definir la obsesión por aparentar. Postureo todavía no ha sido aceptada por la RAE, pero el diccionario de Oxford ya ha incluido posverdad en su versión digital. Si los editores en lengua inglesa detectan que la palabra se sigue usando para definir situaciones de nuestra vida diaria, lo acabarán incluyendo en la versión impresa.

Entre tanto, tiempo habrá para reflexionar sobre el lenguaje. La verdad nos hacía libres, la posverdad no sabemos a dónde nos llevará. Claro que estas reflexiones lo mismo nos pillan con la guardia baja. Los que no estamos cazando pokemons estamos haciendo el mannequin challenge.