Los madrileños vuelven a Madrid, signo inequívoco de que el verano está ya boqueando. Se nota en los pequeños detalles, como los pocos huecos libres de aparcamiento o en el número de veces que tienes que esquivar a los transeúntes mientras corres tan lozano por El Retiro con tu mejor camiseta técnica y tus zapatillas, esas con las que pretendes matar el sentimiento de culpabilidad por el mes y medio que llevas sin pisar el gimnasio. En esas trivialidades anda tu cabeza cuando, de repente, se cruza contigo. Es un hombre ya maduro, pelo cano, barriguita y camiseta azul marino con mensaje en letras amarillas. No será porque no estemos ya saturados de libros de autoayuda y mensajes motivacionales… pero el caso es que esta vez sí te impacta lo que lees: «No se trata de pensar, se trata de SENTIR». Sentir, escrito en mayúsculas… ¡Eso es! Eso es justo lo que nos está pasando.
Sí, amigos, las emociones. Los sociólogos llevan un tiempo largo flagelándose porque sus clásicos más top (Comte, Durkheim, Weber…) no tuvieron demasiado en cuenta «lo emocional» como un factor crucial para escrutar, como está mandado, la sociedad posmoderna. Y puede que eso sea el posmodernismo: relativismo, individualismo y emotividad. El consumismo, y el negocio de la publicidad que lo acompaña, fueron el vehículo perfecto para colarnos la emotividad a escala individual. ¿Cuánto tiempo hace que una marca de coches no se molesta en explicarte con pelos y señales las ventajas técnicas de su último modelo? No, los anuncios prefieren hablarte de «ser libre», «romper cadenas», «seguir tu camino», «ser tu mismo»… que lo mismo te serviría para entrar en un concesionario, que para atreverte a hacer puenting.
Luego se puso de moda hablar de «inteligencia emocional», hasta tal punto que cualquier compañero un punto repipi, si un día te veía enervarte más de la cuenta por cualquier contratiempo, te miraba por encima de las gafas y te soltaba eso de «debes aprender a gestionar tus emociones», tras lo cual se quedaba tan pancho, mientras volvía a darle que te pego a su teclado. Así las cosas, tal vez era sólo cuestión de tiempo que la emotividad saltara del plano individual a la escala colectiva.
Cualquier sociólogo, político o periodista que quiera entender qué mueve a las sociedades modernas, terriblemente individualistas, a moverse de repente de forma unitaria en una dirección no puede perder de vista el factor emocional. De hecho, la prueba más evidente de que hemos perdido músculo cartesiano para ser decididamente una «masa emocional» la tenemos en el nacimiento de eso que llaman la «posverdad». Líderes de opinión que se han dado cuenta de que no se trata de hacerlo bien, o de demostrar las cosas con datos, sino de tocar la fibra sensible del personal. Si sabes tocar el nervio emocional incluso podrás hacer pasar datos falsos (fake news) como verdades incuestionables.
En esas estábamos cuando se produjeron los atentados de Barcelona y Cambrils. Más allá de la bronca política y la exaltación torticera de algún cuerpo policial para tapar errores de bulto, choca la pulsión de esta sociedad por pasar página ante sucesos traumáticos. «No tenemos miedo», «hay que recuperar la cotidianidad»… son eslóganes aparentemente loables, pero que esconden algo inquietante. Estamos obesionados con no ver la crudeza del yihadismo, con cambiar la sangre por inocuas banderitas solidarias en Facebook, con volver a hacernos selfies donde ayer yacía un cuerpo mutilado. Hemos pasado de aquellas abuelas que guardaban luto durante diez años a los turistas que toman el sol en la playa donde el día anterior alguien fue acribillado. Pasar página; sentir mucho con mensajes de solidaridad y manifestaciones inmediatas, pero pensar poco en la amenaza permanente. Demasiado emotivos para afrontar el miedo en serio, aunque eso sólo suponga aplazar el problema hasta el próximo golpe. Pero no pensar demasiado en lo que volveremos a sentir puede que sea un error. Tarde o temprano habrá´que tomar medidas desagradables o incóḿódas en áḿbitos como la seguridad. Tal vez sea tiempo de madurez racional o, cuando menos, de una emotividad mejor canalizada.