De vuelta

Nunca me tocó nada. Ni la lotería, ni los ciegos, ni el haba del roscón de Reyes. De hecho, ante mi persistente desencuentro con el azar, en vista de que nunca me tocaba nada, una vez un amigo me dio un descorazonador consejo onanista: «a este paso, mejor tócate a ti mismo…». Así que tampoco podía esperar que me tocase el cheque bebé de aquel presidente leonés tan rumboso con el dinero del contribuyente, ni la reciente ampliación del permiso de paternidad. Doce días, tan sólo doce días. Eso es lo que se adelantó la pequeña María para que su padre no pueda estar otras dos semanas en casa a la salud de la Seguridad Social. Tampoco se lo voy a recriminar, porque a los hijos se les perdona todo.

Hay que decir que los hombres, aunque no lo quieran reconocer demasiado alto, agradecen hasta cierto punto volver a la «normalidad» del trabajo. Un hogar con un recién nacido, y ya no te digo nada si hay otros enanos rondando en el hogar, es lo más parecido a un manicomio. Los horarios, las rutinas, las certezas del día a día, que tanto amamos las mentes cartesianas, saltan por los aires continuamente. Así que, una mañana cualquiera, el puesto de trabajo adquiere una nueva dimensión, la oficina, la redacción o la fábrica se antojan un remanso de paz, inmune a los llantos, los cólicos, los pañales radioactivos, las vomitonas, las paredes pintadas o las cortinas manchadas de chocolate. Sin embargo, ese ligerio alivio personal es directamente proporcional al sentimiento de culpa que experimentamos cuando cogemos el petate para volver al tajo. Es en ese momento cuando las madres irrumpen como heroínas de lo cotidiano.

hands-918774__480Un consejo: no te quejes nunca delante de una mujer trabajadora que esté de baja por maternidad. Ella también ha dejado empantanada su carrera, y por más tiempo. Ella también está cansada, y además da el pecho. Ella también está nerviosa por momentos, pero con el añadido de que su cuerpo es un barril de hormonas. Piensa por un momento qué sería de tu vida si a ella le pasara algo. Te dan ganas de agarrarte a ella como un niño pequeño, tan pequeño como tus hijos, y darle las gracias por el simple hecho de existir.

Ser madre no está pagado, como no lo está el ser padres hoy en día. En la era de Internet y la comercialización de los sentimientos y las «experiencias», el bombardeo de consejos e instrucciones de cómo criar a los hijos es abrumador. Es como adrentarse en un videojuego en el que, de repente, salta de detrás de un arbusto la matrona talibán de la lactancia que te amenaza con un látigo si en algún momento dejas de dar el pecho, aunque una mastitis pueda estar matando a la madre; pero es que, un poco más adelante, sin solución de continuidad, aparece la pediatra sabionda del hospital que te hace sentir como un hippy vegano (¡tú, que eres un señor de orden y de ley!) por haberos propuesto evitar, en la medida de lo posible, la leche artificial durante las primeras semanas. Sobrevivir a las dudas inducidas y seguir vuestro instinto, a veces, es una de las mayores victorias.

No me ha tocado disfrutar de la ampliación del permiso de paternidad, pero lo aplaudo porque toda ayuda es poca para los valientes que traen hijos al mundo, en un país en el que faltan niños. Niños que paguen nuestras pensiones del futuro, pero que también nos hagan crecer como personas en una sociedad tan individualista. Porque cuando eres padre experimentas el amor incondicional, el de «me lo quito yo, para dárselo a ellos». El amor del bueno, del que te recuerda que la vida es una partida asombrosa que merece la pena ser jugada. Bienvenida, María.