Permanente, pero revisable

Se caen y te duele. Lloran y se te encoge el alma. Se ríen y se te abre el cielo. Qué tendrán los hijos, que te hacen vivir esta existencia sin que siquiera te acuerdes de aquel tipo al que antaño querías con locura y mimabas como si no hubiera mañana: tú mismo. Hay que saber lo que es traer a este mundo sangre de tu sangre para asomarte al abismo de la subversión. Para hacerte una idea de lo que debe ser que la vida decida cambiar el orden lógico y sea un padre el que pase por el trance de enterrar a un hijo, en lugar de al revés. Cuando es una enfermedad o una fatalidad la que obra la desgracia, no queda más que resignarse y aferrarse a la fe de la que cada cual sea capaz de hacer acopio. ¿Pero qué sucede cuando te dicen que tu hijo se ha ido por voluntad de alguien con una patología mental que debería haber estado encerrado por delitos previamente cometidos?

Escuchar a Juan Carlos Quer en el programa de radio donde uno trabaja, verle in situ sentado en esa mesa en la que tú te apoyas cada mañana, hace de repente real, convierte en carne, la desgracia que uno quiere creer que sólo forma parte del río informativo, de esos avatares lejanos, ajenos, que le suceden a los demás. Ver a Juan Carlos, escucharle, estrechar su mano supone un bofetón de realidad. Este hombre hizo su maleta, se peleó por tal de que todo encajara en el maletero del coche y cogió la carretera para veranear en su lugar favorito como tú has hecho tantas veces. Su Pobra de Caramiñal podría ser perfectamente tu Isla Cristina, tu Gandía, tu Comarruga…

La familia de Diana Quer ha solicitado lo mismo que reclaman los padres de Marta del Castillo, la madre de Ruth y José, el padre de Mariluz o la madre de Amaia y Candela, las crías que fueron asesinadas con una radial por su propio padre: que se mantenga la prisión permanente revisable. Se trata de una figura punitiva que sólo se ha aplicado en nuestro país en el último caso mencionado, el de David Oubel, el hombre capaz de descuartizar a sus propias hijas simplemente para hacer daño a su esposa. Hace pocos días fue condenado a 66 años de cárcel el conocido como “violador de l’Eixample”. Violó a cuatro mujeres aprovechando la suspensión de una condena previa. En cinco años podría volver a disfrutar de permisos para salir a la calle…

hammer-802301_1280Son muchos los expertos que aseguran que hay delincuentes incapaces de rehabilitarse. En delitos de sangre y agresiones sexuales es especialmente difícil de explicar que se pretenda sacar a la calle a quien es capaz de hacer semejantes barbaridades, sin que se tenga la certeza de que ha cambiado. Pues he aquí que la inmensa mayoría de los grupos parlamentarios se han puesto manos a la obra para derogar la prisión permanente revisable por una mezcla de buenísimo, corrección política y esa dinámica política consistente en desgastar al gobierno de turno a toda costa. Algo que cuesta entender, viniendo de nuestra querida clase política, tan dada a la demoscopia.

Pues bien, las encuestas dicen que los españoles no queremos pena de muerte, ni pretendemos aplicar una cadena perpetua sin ton ni son, pero ocho de cada diez deseamos que exista una figura como la prisión permanente revisable: encerrar a un criminal peligroso y revisar cada ciertos años si está en condición de salir. Si se demuestra que está rehabilitado, podrá salir. Además, la figura no se está aplicando en exceso, puesto que en estos años sólo se le ha aplicado a un asesino. Por si esto fuera poco, esa misma pena se aplica en la mayoría de países democráticos de nuestro entorno, avalada por el Tribunal de Derechos Humanos. Luego, ¿dónde está el problema?

Los gobernantes no sólo deben pensar en el discurso buenista, también deben reflexionar sobre su corresponsabilidad como legisladores. Si sueltan a alguien que al poco tiempo viola a una mujer, deberían dar una explicación a esa mujer en persona. Si sueltan a alguien capaz de descuartizar o quemar vivo a un niño, deberían explicárselo a todos los padres que sientan inquietud mirándoles a los ojos. Sin embargo, en mucho más fácil escudarse en ese argumento de “no legislar en caliente” para aparcar eternamente los problemas desagradables, los retos que deben encarar los adultos. Por esa regla de tres, no se debería haber aprobado la ley integral contra la violencia de género a raíz de la plaga de asesinatos machistas que sufrimos en este país…

Sencillamente, nuestros políticos se quedan sin argumentos. Y ya el colmo de la desvergüenza es decirle a un padre que ha pasado por lo que ha pasado Juan Carlos, que en el fondo se mueve por venganza. Cualquiera que le escuche, que converse con él, sabe que ese hombre tiene buen fondo y que rebosa sentido común. Otro día hablaremos de como los periodistas nos atrevimos a especular sobre si Diana era una chica casquivana o si su familia era un poco rara y mal avenida. La miseria moral no es patrimonio exclusivo de la clase política.

Lo verdaderamente importante

Para que luego digan. Ni Italia, ni Francia, ni Reino Unido, ni siquiera Alemania. Los españoles somos los europeos que más han incrementado su consumo en el tercer trimestre del año, justo los meses que coinciden con el alborozo estival. Ahora el frío ha llegado y queda por ver qué pasará en esta campaña navideña, pero parece que la gente ha perdido el miedo a gastar, después de muchos años de contención. Además, el aumento del absentismo laboral también indica que el personal ya no se despierta empapado en sudor frío ante la idea del despido o, cuando menos, de contrariar a los jefes. Ciertamente, tampoco hay que engañarse. Todavía hay demasiadas personas en este país que lo siguen pasando mal. Muchos jóvenes, padres de familia o veteranos que se cayeron de la bicicleta y les está costando volver a pedalear. Ahí hay un drama que no cabe soslayar. Pero el que tiene trabajo parece que lo ve todo un poco más claro.

Hubo un tiempo no muy lejano en que los anuncios de los bancos sólo versaban sobre los intereses que ofrecían los depósitos. La banca sabía que el ciudadano de a pie tenía mucho más en mente guardar la guita que gastarla, ni que fuera bajo la coartada de una inversión futura. Sin embargo, un buen día, las loas a los depósitos dieron paso a las hipotecas ventajosas. Al banquero, dopado por la manguera del Banco Central Europeo, le comenzó a dar en la nariz que la gente estaba dispuesta a dejarse tentar de nuevo por el ladrillo. Y en esas, más o menos, estamos.

Para los expertos quedará analizar si hemos aprovechado lo peor de esta crisis para cambiar nuestro modelo productivo o si las únicas bases que hemos puesto son las que nos garantizarán volver a tropezar sobre la misma piedra otra vez. Sin duda, nuestras empresas, especialmente las pequeñas y medianas, han hecho pesas estos años (a la fuerza ahogan) y se han musculado en el mercado internacional. También se han puesto al día en comercio electrónico y logística. Tenemos un tejido empresarial más experimentado y competitivo. Pero queda la duda de si seguimos teniendo demasiados huevos en la cesta del sector inmobiliario, el turismo y el sector servicios de poca cualificación. Ya se sabe, ese mantra del país de peluqueras y camareros. Precisamente, estos días me he topado en el barrio con un curioso cartel que ofertaba empleo en un bar restaurante…

20171201_121240El primer día que pasé por delante leí de refilón “Se busca camarero”. Pasaron las semanas y el cartel seguía puesto. Una mañana, el anuncio había sufrido una pequeña modificación. Alguien, a boli, había añadido una barra y una letra a. “Se busca camero/a”. Curioso que hubiese que precisar que lo mismo les servía un hombre que una mujer… ¿En principio sólo querían un varón, pero la falta de aspirantes les hizo abrir el abanico a las mujeres? ¿Les daba igual, pero la gente confundió la o del género neutro con la o del género masculino, de manera que sólo se atrevían a preguntar los chicos? Ciertamente la corrección política y el feminismo más militante han acabado por meternos en un lío sobre la precisión de las palabras. El neutro que siempre había englobado a todos ahora es sospechoso de ser patriarcal, de tal manera que debemos añadir una letra a o una arroba, hija de estos tiempos digitales y líquidos, para tener la certeza de que nadie se ofende.

Más allá de ironías y comentarios fáciles sobre hipotéticos “periodistos” o “médicos pediatros”, personalmente me queda la duda de si esa pulsión por dar visibilidad al sexo femenino es necesaria o contraproducente. Por un lado,  cómo no, es normal querer reivindicar a la mujer como figura indispensable de nuestra sociedad. Pero, por el otro, si queremos que la mujer sea igual al hombre, ¿estar recordando permanentemente que hay hombres y mujeres no hará que se ahonde la trinchera entre nosotros por una cuestión meramente biológica? Esta misma reflexión subyacía hace poco en un tuit de una profesora que me impartió clase en la universidad, que defendía educar a sus hijos varones en el feminismo. Alguien le contestó provocando su indignación: “He aquí un ejemplo de que no entendemos nada”, añadía ella en el último tuit visible. Rápidamente, me apresuré a revisar el hilo para encontrar aquello que le había enervado. Resultó ser el comentario de un hombre: “Si queremos ser iguales, nos será mejor educar en la igualdad, en lugar de hacerlo en el machismo o feminismo?”. A bote pronto, me pareció una respuesta medida, que no buscaba ofender o menospreciar, pero lo cierto es que mi ex profesora, a la que tengo por alguien solvente intelectualmente, lo encontró frustrante.

De ahí que uno ya no sepa qué pensar. Y menos cuando ves que el feminismo ha conseguido que los premios de la Vuelta a España ya no sean entregados por bellas azafatas. Nuevamente, por un lado, entiendes el argumento de que detrás de eso puede haber un cierto tufo machista, sobre todo, si no hay azafatos para compensar. Pero las dudas vuelven a surgir con el resultado final: volvemos a prohibir que una chica enseñe palmito, como cuando se prohibían las faldas por encima de la rodilla. ¿Realmente estamos avanzando? ¿Feminismo es proteger a la mujer de dinámicas tradicionales que pueden estar sometidas a un visión masculina del mundo o es darles libertad para que, por ejemplo, la que quiera ser azafata lo pueda ser sin dar explicaciones ni que nadie se lo prohíba por ley?

De verdad que no tengo una respuesta clara sobre este interesante debate que late en muchos rincones de nuestra vida diaria. Lo que sí me parece un acierto es la última idea que ha lanzado el gobierno. El ejecutivo ha propuesto a patronal y sindicatos que las empresas tengan que informar a los empleados sobre los salarios que pagan por sexos. Es decir, que la empresa tenga la obligación de emitir un informe sobre qué trato salarial da a sus empleados, haciendo la disquisición entre hombres y mujeres. Está comprobado que algunos empleadores, si bien ofrecen salarios base sin diferencias, utilizan los pagos en especie o las variables para subir a la chita callando el sueldo a los varones. Una manera encubierta de ir lastrando a quienes dedican tiempo a la maternidad o el cuidado de los hijos. Eso sí es cuantificable y verdaderamente sangrante.

Ojalá algún día dejemos de lado las discusiones bizantinas sobre la o, la a y la arroba para meter el bisturí en aquellas dinámicas verdaderamente perniciosas que empujan a las mujeres a dejar de lado la carrera profesional o la maternidad por una mera cuestión de sexo. No habrá una verdadera recuperación económica si no enderezamos el déficit demográfico. Y eso pasa por dar a las mujeres la capacidad de ser madres, si lo desean, y no perder comba en el mundo profesional. Esperemos que no se trate de un globo sonda o uno de esos anuncios simplemente de cara a la galería. En eso nos va a todos el futuro.

Pensar y sentir

Los madrileños vuelven a Madrid, signo inequívoco de que el verano está ya boqueando. Se nota en los pequeños detalles, como los pocos huecos libres de aparcamiento o en el número de veces que tienes que esquivar a los transeúntes mientras corres tan lozano por El Retiro con tu mejor camiseta técnica y tus zapatillas, esas con las que pretendes matar el sentimiento de culpabilidad por el mes y medio que llevas sin pisar el gimnasio. En esas trivialidades anda tu cabeza cuando, de repente, se cruza contigo. Es un hombre ya maduro, pelo cano, barriguita y camiseta azul marino con mensaje en letras amarillas. No será porque no estemos ya saturados de libros de autoayuda y mensajes motivacionales… pero el caso es que esta vez sí te impacta lo que lees: «No se trata de pensar, se trata de SENTIR». Sentir, escrito en mayúsculas… ¡Eso es! Eso es justo lo que nos está pasando.

Sí, amigos, las emociones. Los sociólogos llevan un tiempo largo flagelándose porque sus clásicos más top (Comte, Durkheim, Weber…) no tuvieron demasiado en cuenta «lo emocional» como un factor crucial para escrutar, como está mandado, la sociedad posmoderna. Y puede que eso sea el posmodernismo: relativismo, individualismo y emotividad. El consumismo, y el negocio de la publicidad que lo acompaña, fueron el vehículo perfecto para colarnos la emotividad a escala individual. ¿Cuánto tiempo hace que una marca de coches no se molesta en explicarte con pelos y señales las ventajas técnicas de su último modelo? No, los anuncios prefieren hablarte de «ser libre», «romper cadenas», «seguir tu camino», «ser tu mismo»… que lo mismo te serviría para entrar en un concesionario, que para atreverte a  hacer puenting.

Luego se puso de moda hablar de «inteligencia emocional», hasta tal punto que cualquier compañero un punto repipi, si un día te veía enervarte más de la cuenta por cualquier contratiempo, te miraba por encima de las gafas y te soltaba eso de «debes aprender a gestionar tus emociones», tras lo cual se quedaba tan pancho, mientras volvía a darle que te pego a su teclado. Así las cosas, tal vez era sólo cuestión de tiempo que la emotividad saltara del plano individual a la escala colectiva.

ramblas-1737622_1280Cualquier sociólogo, político o periodista que quiera entender qué mueve a las sociedades modernas, terriblemente individualistas, a moverse de repente de forma unitaria en una dirección no puede perder de vista el factor emocional. De hecho, la prueba más evidente de que hemos perdido músculo cartesiano para ser decididamente una «masa emocional» la tenemos en el nacimiento de eso que llaman la «posverdad». Líderes de opinión que se han dado cuenta de que no se trata de hacerlo bien, o de demostrar las cosas con datos, sino de tocar la fibra sensible del personal. Si sabes tocar el nervio emocional incluso podrás hacer pasar datos falsos (fake news) como verdades incuestionables.

En esas estábamos cuando se produjeron los atentados de Barcelona y Cambrils. Más allá de la bronca política y la exaltación torticera de algún cuerpo policial para tapar errores de bulto, choca la pulsión de esta sociedad por pasar página ante sucesos traumáticos. «No tenemos miedo», «hay que recuperar la cotidianidad»… son eslóganes aparentemente loables, pero que esconden algo inquietante. Estamos obesionados con no ver la crudeza del yihadismo, con cambiar la sangre por inocuas banderitas solidarias en Facebook, con volver a hacernos selfies donde ayer yacía un cuerpo mutilado. Hemos pasado de aquellas abuelas que guardaban luto durante diez años a los turistas que toman el sol en la playa donde el día anterior alguien fue acribillado. Pasar página; sentir mucho con mensajes de solidaridad y manifestaciones inmediatas, pero pensar poco en la amenaza permanente. Demasiado emotivos para afrontar el miedo en serio, aunque eso sólo suponga aplazar el problema hasta el próximo golpe. Pero no pensar demasiado en lo que volveremos a sentir puede que sea un error. Tarde o temprano habrá´que tomar medidas desagradables o incóḿódas en áḿbitos como la seguridad. Tal vez sea tiempo de madurez racional o, cuando menos, de una emotividad mejor canalizada.

Polemistas intensos

Junio terminó con un calor africano. Y julio empezó con un frescor que se mataba con las chanclas hawaianas. Junio terminó con un calor africano. Y julio empezó con un frescor que se mataba con las chanclas hawainas. Motivo más que suficiente para que los oportunistas de uno y otro signo hayan saltado de los setos, en los que viven agazapados, siempre alerta, siempre intensos, para darnos la chapa. Los primeros denunciaron que la canícula de junio era la prueba fehaciente del cambio climático; los segundos replicaron a los pocos días, blandiendo su chaqueta y hasta su pañuelo de cuello, con que el cambio climático es una fake news, muy del gusto del pacifismo-veganismo que nos corroe como sociedad… y tal y cual.

No sé cómo pasó, pero nos han adiestrado hasta convertirnos en una gran tertulia televisiva. Casi todo el mundo tiene que decir la suya e imponer sus argumentos, como los perros que mean y remean una esquina, en cuanto ven a otro de su especie haciendo lo propio. Es la era en mayúsculas del sesgo de confirmación. Nos encanta agarrarnos a los argumentos que refuerzan nuestros pensamientos y mirar para otro lado cuando algo nos invita a dudar.

20170702_120313La era digital, lejos de arreglarlo, lo ha agravado. Decían que las nuevas tecnologías se disponían a potenciar los cauces de comunicación, que nos iban a interconectar… Y, bueno, formalmente, así ha sido. Pero las nuevas posibilidades a nuestro alcance también han servido para cerrarnos la mollera aún más. Las redes sociales nos permiten seguir sólo a quien nos place, mientras bloqueamos a quien nos “agrede” con otros pensamientos. Cosa bastante frecuente porque cada vez se discute en unos términos más faltones. Ahora, a la mala educación le llaman troleo…

Las televisiones digitales también personalizan cada vez más la oferta. Antes, uno del Madrid se tenía que chupar el sábado por la noche un Racing de Santander-Valladolid. Eso generaba cierta empatía de baja intensidad.. Coño, estos pobres, que van a bajar a Segunda… En mi infancia, todo el mundo veía el Un, Dos, Tres, te gustara o no, y luego se comentaba con los demás. Ahora, puedes pasarte el año viendo sólo los partidos de tu equipo y las series que te molan. Eso provoca una inmediata sensación placentera, pero, a la larga, hace que nos acostumbremos demasiado a que el mundo encaje en nosotros, y no que seamos nosotros los que tengamos que hacer el esfuerzo de adaptarnos a lo que nos rodea. Se nos está atrofiando el músculo de la paciencia para aguantar a los demás. ¿Problema? Que corremos el riesgo de que se nos olvide que vivimos rodeados de gente que no piensa como nosotros. Y, lo más importante, que con ellos hay que vivir.

No soy sociólogo ni tengo intención de serlo. Pero sería interesante saber si todo esto tiene algo que ver, ni que sea de refilón, con determinados comportamientos. Movimientos identitarios que, a estas alturas de la película, pretenden que cada lengua tenga su Estado y que en ese Estado sólo se hable una lengua; partidos que insisten en una fórmula política que no puede funcionar, por mucho que se empeñen, porque no cuenta con la mayoría parlamentaria y social necesarias…

El “yo soy como soy y, como me lleves la contraria, te fundo” se ha puesto tan de moda que hasta las minorías, tradicionalmente aplastadas por el pensamiento o conductas mayoritarias, se han animado a practicar ahora una nueva intolerancia alternativa. En Francia se ha montado una buena polémica porque el ayuntamiento había cedido un espacio público para celebrar un festival dedicado a la “mujer afrofeminista”, en el que la gente de raza blanca o las personas de sexo masculino tenían prohibida la entrada. Al final, el consistorio parisino ha tenido que retirarles el local. Si practican el racismo, que lo hagan en algún lugar privado…

Aquí en casa también tenemos ejemplos significativos. Vuelvo al fútbol porque es un termómetro muy útil para medir las bajas pasiones. Con motivo de la final de la Champions de 2016, uno de los dos contendientes madrileños alquiló el Palacio de los Deportes para que sus seguidores, que no podían estar en Milán, lo siguieran en comunión. Pues en la letra pequeña de la entrada, negro sobre blanco, se prohibía que acudiese nadie con camisetas o símbolos del equipo rival. Es decir, se prohibía a ciudadanos, que pagan el recinto con sus impuestos, lucir unos símbolos que ni son ilegales, ni deben provocar a nadie de antemano. ¿Realmente caminamos hacia una sociedad más abierta y tolerante? ¿Es normal tener que explicar a tu hijo pequeño que a determinados ambientes es mejor no ir con su camiseta favorita?

Vivimos en una sociedad individualista, que si se asoma a las mayorías es para hacerlo desde lo pasional. Interconectados, pero aislados. Buenistas, pero perezosos para el diálogo de verdad. Políticamente correctos, pero cada vez más censurados. Menos mal que vienen días de playa para que descansemos los unos de los otros. O no… Feliz verano.

La lucha de la mujer

Año 2017. Su incorporación al mercado laboral prometía igualdad, pero la letanía de las mujeres actuales nos habla de desigualdades salariales, de techos de cristal y de madres cansadas… De esas que pasan ocho horas en el trabajo y luego se pasean por un parque con un plátano o un yogur en la mano, persiguiendo a un enano, con la sensación de llegar siempre tarde a todos sitios.

El cansancio y el compromiso familiar son difíciles de cuantificar, pero hay otros datos que sí pueden serlo… A día de hoy, el salario medio de las mujeres no llega a 20.000 euros anuales. El de los hombres supera los 26.000, lo que supone una diferencia del 23%. Las mujeres aportan el 45% del PIB español, de manera que, en un sólo día, generan 1.372 millones de euros. Además, suponen el 77% de los trabajadores de la sanidad y el 67 de la enseñanza.

¿Pero cómo se calcula el trabajo que sacan adelante las amas de casa a tiempo completo o las madres trabajadoras que también arriman el hombro decisivamente en el hogar? Sólo en el cuidado de los familiares, ahorran al Estado 40.000 millones.

mujer_ejecutivaAun así, la principal queja sigue siendo la diferencia de trato en el trabajo. Muchas denuncian que, nada más ser contratadas, ya les ofrecieron un sueldo menor a sus compañeros varones. Otras creen que la falta de ayudas a la maternidad es lo que les hace perder comba en el trabajo. Lo cierto es que el 84 por ciento de las excedencias son solicitadas por mujeres. Y, si son para cuidar a los hijos, el porcentaje supera el 93 por ciento.

Y aquí viene el gran debate… ¿Hay que seguir esperando a que las mujeres igualen a los hombres en salario y en puestos importantes de forma natural, como ya han copado la mayoría de matrículas en la universidad, o hay que “forzarlo” desde la política? En la Comunidad Valenciana han decidido algo muy polémico: que, en caso de empate a méritos entre un hombre y una mujer, algunos puestos de trabajo público sean para ella. Luchar contra el sexismo con una medida sexista, posiblemente recurrible en el Tribunal Constitucional.

Difícil encontrar una solución que no genere polémica o frustración. Más que exigir a los empresarios, debemos pedir a los políticos que pongan de su parte con ayudas en positivo. Y es fundamental un cambio de mentalidad en nuestra sociedad. Que los hombres entiendan que ayudar a las mujeres va en beneficio de todos. Y que muchas mujeres entiendan que no siempre se puede ganar la batalla de la perfección. Todavía hay demasiados padres que se dejan llevar en el hogar y demasiadas madres a las que, a la hora de la verdad, les cuesta delegar en el marido para cuestiones como llevar a los niños al pediatra o comprarles la ropa.

Es la lucha por estar en todos sitios, por no perderse nada y por dar la talla en todos los frentes. La lucha de nuestras madres, hermanas y mujeres. La lucha de la mujer, ciudadana y generadora de vida.

La libertad de elegir

Se está perdiendo el arte de la conversación y es una pena. El muchacho que está sentado en el suelo de mi salón, peleándose con la maraña de cables que habitan tras el mueble de la televisión, es venezolano. Le delata el acento. Me cuenta, mientras no levanta la vista de la roseta de la fibra óptica, que normalmente la gente en España no hace lo que yo. “Los clientes se van al fondo del piso y les tengo que levantar la voz para que sepan que ya está listo el Internet y yo me marcho”, comenta con el tono de quien ya da por asumido algo que no es capaz de comprender.

Yo, como me gusta saber de qué pie cojea el que entra en mi casa y como lo de preguntar y escuchar me viene dado como una deformación profesional, sin comerlo ni beberlo, me sorprendo a mí mismo, sentado en la mesa auxiliar, haciendo una entrevista encubierta a un personaje anónimo. Si algo me ha enseñado mi oficio es que, a veces, las vidas más fascinantes se esconden en las personas aparentemente más normales, las que entran en tu casa enfundadas en un mono azul anodino.

El instalador de Internet, al que llamaremos Alfredo para no atar más cabos de los necesarios, resulta ser uno de esos seres humanos que se las han ingeniado para vivir varias vidas en una. Hijo de emigrantes europeos, conoció la bonanza que cosechó el trabajo duro de sus padres en un país que flotaba en petróleo. Sin ser rico, le fue lo suficientemente bien como para plantearse viajar a Europa para conocer sus raíces. Como lo de mantenerse no era nada barato, no tuvo remilgos a la hora de trabajar en Mercamadrid, cargando cajas en horario nocturno. Cuando la rutina le alcanzó, ya entrado en la veintena, decidió volver a su tierra, pero la cosa ya había cambiado por aquel entonces. Chávez había cumplido escrupulosamente su palabra de acabar con la desigualdad. Ahora, todos los venezolanos comenzaban a estar igualados… en miseria.

bandera_venezuelaEntonces llegó el gran dilema… Con su casa y su coche, seguía siendo un tipo privilegiado en comparación con la media de sus compatriotas. ¿Pero qué sentido tenía seguir allí, si un eventual cambio de neumáticos en el taller (los cauchos del carro) le comía el sueldo del mes, debido a una inflación desbocada? Hubo gente que le quiso quitar la idea de volver a España. “Vas a echarle el pico y la pala a los españoles”, le decían quienes preferían instalarse en la estrechez sin esfuerzo. Alfredo, en cambio, es de los que prefieren el esfuerzo con recompensa: “trabajar duro para luego comprarme lo que quiera y comer donde quiera”. He aquí el gran combustible que ha movido a la humanidad hacia el progreso: el amor propio y las ganas de prosperar, aunque cueste grandes sacrificios.

Alfredo me cuenta que las ayudas económicas desincentivaron a sus compatriotas y generaron un ejército de vagos, que se conformaban con lo mínimo. Se le nota el desgarro de la distancia cuando habla de su tierra y su familia. Me cuenta entusiasmado que en Venezuela tienen de todo (Caribe, montaña, desierto…) y lamenta que en Madrid ningún restaurante de comida venezolana “sepa realmente a Venezuela”… Pero no se arrepiente de estar aquí porque, quedarse allá hubiera sido esperar lentamente a no poder mantener el piso que su padre le cedió después de tanto sacrificio. Hay tipos que se niegan a instalarse en su zona de confort. Seres que mueven el mundo.

Cuando se cumplen tres años del encarcelamiento del opositor Leopoldo López a manos del régimen chavista, cuando la justicia bolivariana ha confirmado que deberá pasar 14 años en prisión, el tipo que me ha colocado la fibra óptica me ha recordado lo difícil que es conjugar la igualdad con la libertad, cuando apuestas fuerte por ambas. En algún momento sus caminos dejan de ser paralelos y se cruzan hasta convertirse en el dilema de la manta: si estiras de un lado, te destapas del otro. La libertad sin cortapisas difumina la igualdad porque los hombres no somos iguales, no sólo en recursos económicos, sino tampoco en gustos, en sueños, en talento o en voluntad de esfuerzo. Pero la igualdad por decreto mata la libertad, aplasta el talento y acaba con los sueños de quienes quieren guiar sus destino desde la responsabilidad individual. El muchacho que acaba de marcharse de mi piso, eligió la libertad con sus sinsabores y sus recompensas. Ojalá le vaya bien y algún día pueda volver a su patria, sin que le obliguen a elegir. De momento, la fibra que me ha instalado funciona estupendamente.

De vuelta

Nunca me tocó nada. Ni la lotería, ni los ciegos, ni el haba del roscón de Reyes. De hecho, ante mi persistente desencuentro con el azar, en vista de que nunca me tocaba nada, una vez un amigo me dio un descorazonador consejo onanista: «a este paso, mejor tócate a ti mismo…». Así que tampoco podía esperar que me tocase el cheque bebé de aquel presidente leonés tan rumboso con el dinero del contribuyente, ni la reciente ampliación del permiso de paternidad. Doce días, tan sólo doce días. Eso es lo que se adelantó la pequeña María para que su padre no pueda estar otras dos semanas en casa a la salud de la Seguridad Social. Tampoco se lo voy a recriminar, porque a los hijos se les perdona todo.

Hay que decir que los hombres, aunque no lo quieran reconocer demasiado alto, agradecen hasta cierto punto volver a la «normalidad» del trabajo. Un hogar con un recién nacido, y ya no te digo nada si hay otros enanos rondando en el hogar, es lo más parecido a un manicomio. Los horarios, las rutinas, las certezas del día a día, que tanto amamos las mentes cartesianas, saltan por los aires continuamente. Así que, una mañana cualquiera, el puesto de trabajo adquiere una nueva dimensión, la oficina, la redacción o la fábrica se antojan un remanso de paz, inmune a los llantos, los cólicos, los pañales radioactivos, las vomitonas, las paredes pintadas o las cortinas manchadas de chocolate. Sin embargo, ese ligerio alivio personal es directamente proporcional al sentimiento de culpa que experimentamos cuando cogemos el petate para volver al tajo. Es en ese momento cuando las madres irrumpen como heroínas de lo cotidiano.

hands-918774__480Un consejo: no te quejes nunca delante de una mujer trabajadora que esté de baja por maternidad. Ella también ha dejado empantanada su carrera, y por más tiempo. Ella también está cansada, y además da el pecho. Ella también está nerviosa por momentos, pero con el añadido de que su cuerpo es un barril de hormonas. Piensa por un momento qué sería de tu vida si a ella le pasara algo. Te dan ganas de agarrarte a ella como un niño pequeño, tan pequeño como tus hijos, y darle las gracias por el simple hecho de existir.

Ser madre no está pagado, como no lo está el ser padres hoy en día. En la era de Internet y la comercialización de los sentimientos y las «experiencias», el bombardeo de consejos e instrucciones de cómo criar a los hijos es abrumador. Es como adrentarse en un videojuego en el que, de repente, salta de detrás de un arbusto la matrona talibán de la lactancia que te amenaza con un látigo si en algún momento dejas de dar el pecho, aunque una mastitis pueda estar matando a la madre; pero es que, un poco más adelante, sin solución de continuidad, aparece la pediatra sabionda del hospital que te hace sentir como un hippy vegano (¡tú, que eres un señor de orden y de ley!) por haberos propuesto evitar, en la medida de lo posible, la leche artificial durante las primeras semanas. Sobrevivir a las dudas inducidas y seguir vuestro instinto, a veces, es una de las mayores victorias.

No me ha tocado disfrutar de la ampliación del permiso de paternidad, pero lo aplaudo porque toda ayuda es poca para los valientes que traen hijos al mundo, en un país en el que faltan niños. Niños que paguen nuestras pensiones del futuro, pero que también nos hagan crecer como personas en una sociedad tan individualista. Porque cuando eres padre experimentas el amor incondicional, el de «me lo quito yo, para dárselo a ellos». El amor del bueno, del que te recuerda que la vida es una partida asombrosa que merece la pena ser jugada. Bienvenida, María.

La buena educación

Sí, María, has escuchado bien. La tipa ha arrancado de un tirón a tu madre la documentación de las manos, y le ha lanzado sobre la mesa un bolígrafo y un típex de muy malas maneras. Afortunadamente, al estar en el vientre de tu mamá, no la ves. Eso que te ahorras. La señora en cuestión está tan peleada con los cánones de belleza como con los buenos modales. Todavía no has nacido, pero no eres tonta. Sabes que algo pasa. La temperatura corporal de tu madre está subiendo. Es una mezcla de indignación, humillación y ansiedad.

Embarazada de siete meses. Tú has sido testigo de como tuvo que arrodillarse en el patio del colegio el otro día porque le bajó la tensión, de sus altos en el camino buscando un banco donde sentarse desesperadamente de puro agotamiento. Ya afinas el oído y has escuchado lo que dice el convenio. Por ley, con los reactivos químicos con los que trabaja, podría haberse dado de baja nada más conocer de tu existencia. Sin embargo, prefirió seguir trabajando todo lo posible. La mutua de riesgos laborales también ha corroborado algo fácilmente demostrable cada día: lo mismo se pasa cinco horas sentada sin moverse, que otras tres horas sentándose y levantándose en un frenesí físico y psicológico nada recomendable para alguien en su estado.

embarazadaDel esfuerzo que supone tener un terremoto de 20 meses en casa, ni hablamos ni hablaremos. Tu madre no es de las que quieren dar pena, ni de las que equiparan embarazo con enfermedad. Victimismo cero, sentido común todo. La idea es sencilla, sensata y comprensible: empezar a mover los papeles ahora para, entre pitos y flautas, tener la certeza de que vas a poder descansar las últimas semanas antes de recibirte. Algo que comprende cualquiera que sepa lo que es la maternidad. Pero eso esta señora no lo entiende. Te mira como a una delincuente, como alguien que pretende estafar a su mutua privada. Seguramente tendrá un incentivo por rechazar o retrasar bajas todo lo posible. Por eso, de entrada, ya te mira con asco. Eres alguien que viene a fastidiarle el incentivo del mes. Si por ella fuera, estarías trabajando hasta el mismo día de parir, aunque el médico te haya recomendado que vayas pensando en descansar, aunque prevención de riesgos haya corroborado que tu puesto de trabajo casa muy mal con tu estado actual y aunque en el trabajo lo hayan entendido perfectamente.

Con gentuza así hay poco que hacer. Con mujeres así, menos todavía. Si ese comportamiento lo hubiese tenido un hombre, la acusación de machismo sería inevitable. Pero el drama para las mujeres no es la incomprensión de los varones. La verdadera condena para la mujer trabajadora está en un sistema perverso que no sólo no protege ni fomenta la maternidad, sino que le pone trabas de todo tipo. Y en un feminismo que se empeña en fusionarse con el izquierdismo libertario y en ver machismo en el género neutro de las palabras, en lugar de defender lo verdaderamente importante. «Compañeros y compañeras feministas», «miembros y miembras» o, mejor aún, «miembr@s», que mola más…, mientras os perdáis en lo accesorio y no luchéis contra escenas cotidianas como la aquí descrita, por mí os podéis meter vuestras consignas y vuestras lecciones morales por donde no brilla el sol.

En fin, María, que no me quiero enfadar ni preocuparte antes de tiempo. Cuando vengas, lo que deberás hacer es jugar y ser feliz. Tiempo habrá para que entiendas la importancia del sentido común y el punto medio. Ni princesita ñoña, ni libertaria malcarada. Tu madre y yo haremos todo lo posible para que seas una leona trabajadora capaz de sobrevivir en este mundo de gentuza hipócrita y maleducada.

Fogonazos de lucidez

A veces lo importante está en los detalles. Para los que nos dedicamos a la información resulta descorazonador comprobar que, tras pelear durante días y días con las noticias propias del politiqueo y las penas económicas, con lo que se queda la gente es con esa anécdota, ese detalle, que entró en el informativo o se coló en los titulares de pura chiripa.  Descorazonador, por la sensación de que muchas veces los periodistas erramos el tiro, pero inspirador a la hora de reflexionar sobre nuestra profesión.

Después de la vorágine que supone una jornada de radio, en ese rato de tranquilidad que te queda antes de recoger los bártulos o en el trayecto a casa tengo la costumbre de leer la contra de La Vanguardia. Es una de esas joyas que todavía quedan en el panorama de la prensa, un reducto que reivindica el arte de la entrevista.

hartmut_rosaLa conversación que mantuvieron los compañeros de ese diario el martes 3 de mayo con Hartmut Rosa es de lo mejorcito que he encontrado en los últimos tiempos. Verdades como puños, obviedades que hacen sonrojar de tan evidentes y, a la vez, tan ocultas a la mirada cotidiana de los que habitamos eso que llaman el mundo moderno. Hartmut Rosa es un catedrático de Sociología de la Universidad alemana de Jena. Viene a decir que todos los que estamos envueltos por la globalización somos como hámsters en una gran rueda. Nos hemos metido en una dinámica en la que para que la economía no entre en crisis debe crecer y crecer sin parar. No hay un escalón que nos brinde una tregua, ningún lugar donde decir “tengo suficiente”. Si te quedas quieto, pierdes tu estatus. La tecnología, que se suponía nos iba a facilitar las cosas, ayudarnos a despachar en tiempo récord la tediosa intendencia del día a día, sólo está sirviendo para que cada vez vayamos más atacados. Cuanto más desarrollada es una ciudad, más rápido va la gente por la calle. Menos tiempo para las relaciones interpersonales, más caras serias en el metro, ese lugar que concebimos como un tránsito engorroso entre un objetivo y otro. Nos hemos olvidado de disfrutar del camino. En el mundo desarrollado proclamamos ser los más felices en las encuestas, pero lo cierto es que en África o el sudeste asiático sonríen muchísimo más que nosotros. Los que se hayan dado una vuelta por el continente negro o por países como Tailandia o Vietnam sabrán perfectamente de lo que hablo.

Dice Rosa que el problema radica, principalmente, en nuestra manía de confundir felicidad con posesión material. Y ahí está la trampa. El consumismo consiste en jugar con nuestra psicología de manera que nunca alcancemos la satisfacción plena. Para cambiar ese teléfono móvil que todavía nos da el apaño por el modelo superior que acaba de salir, “hemos de sentirnos lo suficientemente decepcionados para no estar satisfechos, pero no lo suficiente como para  dejar de comprar”. Mete eso en una coctelera con un mundo hipercompetitivo en el que la publicidad nos marca qué tipo de vida deberíamos llevar para ser “cool” o “triunfadores” y entenderás porque triunfan fenómenos como Bridget Jones o el coaching. Cuando más fácil debería ser la vida, más nos comemos la cabeza y más buscamos un rumbo a seguir.

El problema de levantar la mirada un buen día, de tener un fogonazo de lucidez, es que algunos pueden tener la tentación de hacer una enmienda a la totalidad. Los discursos antiliberales de corte anarquista o pseudocomunistas no son la solución. Echar por tierra la cultura de la meritocracia y la sana aspiración a mejorar en la vida en base al trabajo bien hecho sería un dislate. A pesar de los pesares, nunca la mayor parte de la Humanidad estuvo mejor. Las mujeres, los niños, los negros, los homosexuales… no cambiarían esta época de la Historia para vivir en otra del pasado. El mérito es de la democracia liberal y la economía de mercado, guste o no. El secreto para mejorar lo que hay radicaría en un cambio de mentalidad que nos haga valorar más lo que tenemos, desarrollando una mirada crítica sobre la sociedad de usar y tirar en la que estamos. “Menos es más” debería ser un lema presente en el día a día de todas las escuelas. Deberíamos desacelerar esa enorme rueda de hámster en la que estamos instalados, sin renunciar a los avances que hemos conseguido en muchos aspectos.

Claro que para eso habría que cambiar el enfoque de nuestro sistema educativo y nuestra escala de valores. Fomentar la solidaridad y la inteligencia emocional. El problema es que, por estos lares, la educación es uno de esos puntos en los que menos voluntad hay de transigir. Mientras no cambiemos lo que se aprende en la escuela, no estaremos en disposición de entender que hay otra manera de funcionar y que nuestra felicidad no depende de lo que diga un anuncio de televisión o de la intervención mesiánica de ningún dirigente político. Me apuesto lo que sea a que en la campaña electoral con la que nos van a castigar nuestros políticos se hablará de cualquier cosa menos de esto.

Un mundo sin dinero

Se está cociendo algo que nos cambiará la vida a todos. Nunca se sabe si va va primero el huevo o la gallina. Si fueron nuestros hábitos los que hicieron mover el culo a los bancos, o si los bancos están llevándonos por un nuevo redil. Lo más probable es que se trate de una mezcla de ambos factores. El caso es que, a la chita callando, estamos enfilando el camino hacia un mundo sin dinero en efectivo o, cuando menos, con una presencia testimonial de los billetes y las monedas. La profundidad del cambio y el tiempo que nos lleve es lo que está por determinar.

Esta misma semana la fundación Francisco Giner de los Ríos ha acogido un foro bajo el título “No Money: el fin del dinero en efectivo”.  Sólo hay que seguir un poco por encima las noticias de los periódicos o los telediarios para darse cuenta de que los bancos llevan tiempo con el trasero apretado. Sobre todo cuando se les nombra a las nuevas empresas tecnológicas. La posibilidad de que Google o Facebook decidan prestar dinero o facilitar que sus clientes transfieran dinero entre ellos les aterra. De momento, las tecnológicas se han conformado con manejar el big data: nos dejan ser sus usuarios gratuitamente a cambio de que les cedamos los datos de nuestra intimidad. Los publicistas y las compañías que producen todo lo que consumimos pagan lo que sea por esa información que les permite saber cómo vendernos la moto de manera efectiva. Pero la tentación de meter la cuchara en el negociado de la banca está ahí. Tienen la tecnología para hacerlo y las nuevas generaciones les veneran.

descargaEso es precisamente lo que más temen los bancos. Los chicos menores de 25 años sólo entran en una oficina bancaria una vez al año. No se fían de los bancos y, en cambio, no tienen miedo a realizar operaciones en la red. Caixabank ya se ha resignado y lo ha anunciado a los cuatro vientos con una gran campaña publicitaria para hacer saber a sus clientes que el nuevo &banco& es el banco del parque en el que te sientas a tomar el aire. El BBVA, cuyo presidente fue un visionario al anunciar la necesidad de digitalizar la banca, también saca pecho con sus aplicaciones móviles para pagar la botella de agua cuando sales a correr sin tener que llevar dinero encima. La puntilla para el &dinero de bolsillo& la pueden dar aplicaciones como Twyp, ideada por ING para que los amigos se transfieran a través de los móviles esos 7 eurillos que nos dejaron el otro día que estábamos sin blanca para hacer la compra en la panadería.

La depresión de las acciones de los bancos en bolsa demuestra que las cavilaciones de los banqueros no son infundadas; los inversores no tienen muy claro si eso de la banca tradicional es un negocio con el futuro necesario como para apostar por ella. Por tanto, algo algo hay que hacer. Y la consecuencia de la migración al mundo digital está clara: Santander ha anunciado en las últimas semanas una reducción de su plantilla y una reestructuración de sus oficinas. Sobran esas lugares físicos en los que se realizaban operaciones. Los expertos aseguran que no desaparecerán por completo porque el contacto físico será siempre necesario, aunque se orientarán hacia el concepto de &lugar de encuentro&.

Los más entusiastas miran con curiosidad lo que ya sucede en países como Dinamarca, donde el 75% de los usuarios usan formas de pago alternativas. ¿Por qué Dinamarca? Seguramente ese comportamiento de los daneses está ligado a que su país es el que menos dinero negro maneja de toda Europa. Si no hay nada que ocultar y hay confianza en el sistema bancario del país, la desaparición del dinero físico es más sencilla.

Esa reflexión nos lleva a pensar en el caso concreto de España. Será interesante descubrir cómo evoluciona la digitalización del dinero en el país de la Unión Europea en el que más billetes de 500 euros circulan y en el que, para estupefacción de varios premios Nobel de Economía, no hay ningún estallido anárquico (más allá del folclore podemita), a pesar de que sufrimos una tasa de paro superior al 20%. En España se comprobará si pueden más las costumbres arraigadas en la población, en este caso el uso sistemático de dinero negro, o la ingeniería social de las compañías que nos inducen a cambios de usos y mentalidad.

Algunos dirán que si la digitalización monetaria sirve para poner las cosas más difíciles a la economía sumergida, bienvenida sea. Aunque tampoco faltan los que señalan que mucha gente de bien pudo sobrevivir a los corralitos y desmanes provocados por los bancos gracias al dinero que guardaron a tiempo debajo del colchón. Dicen las malas lenguas que acabar con los billetes en casa sería el golpe definitivo para tener controlada (y atemorizada) a la sociedad. El dinero virtual no deja de ser un valor en una pantalla. Si la pantalla funde a negro, no tienes nada, por mucho que despotriques. De ahí las dudas sobre el bitcoin y los nuevos proyectos de moneda virtual. De ahí que todavía tengamos tantas dudas y tantas cosas de las que estar pendientes en los próximos años. El futuro está lleno de oportunidades, pero también de riesgos que nos podrían hacer más vulnerables. Ojo a lo que nos cuentan los medios de pasada en la sección económica, mientras nos marean con el último resultado de la Liga o las peleas infantiles de nuestros políticos costumbristas.