La libertad de elegir

Se está perdiendo el arte de la conversación y es una pena. El muchacho que está sentado en el suelo de mi salón, peleándose con la maraña de cables que habitan tras el mueble de la televisión, es venezolano. Le delata el acento. Me cuenta, mientras no levanta la vista de la roseta de la fibra óptica, que normalmente la gente en España no hace lo que yo. “Los clientes se van al fondo del piso y les tengo que levantar la voz para que sepan que ya está listo el Internet y yo me marcho”, comenta con el tono de quien ya da por asumido algo que no es capaz de comprender.

Yo, como me gusta saber de qué pie cojea el que entra en mi casa y como lo de preguntar y escuchar me viene dado como una deformación profesional, sin comerlo ni beberlo, me sorprendo a mí mismo, sentado en la mesa auxiliar, haciendo una entrevista encubierta a un personaje anónimo. Si algo me ha enseñado mi oficio es que, a veces, las vidas más fascinantes se esconden en las personas aparentemente más normales, las que entran en tu casa enfundadas en un mono azul anodino.

El instalador de Internet, al que llamaremos Alfredo para no atar más cabos de los necesarios, resulta ser uno de esos seres humanos que se las han ingeniado para vivir varias vidas en una. Hijo de emigrantes europeos, conoció la bonanza que cosechó el trabajo duro de sus padres en un país que flotaba en petróleo. Sin ser rico, le fue lo suficientemente bien como para plantearse viajar a Europa para conocer sus raíces. Como lo de mantenerse no era nada barato, no tuvo remilgos a la hora de trabajar en Mercamadrid, cargando cajas en horario nocturno. Cuando la rutina le alcanzó, ya entrado en la veintena, decidió volver a su tierra, pero la cosa ya había cambiado por aquel entonces. Chávez había cumplido escrupulosamente su palabra de acabar con la desigualdad. Ahora, todos los venezolanos comenzaban a estar igualados… en miseria.

bandera_venezuelaEntonces llegó el gran dilema… Con su casa y su coche, seguía siendo un tipo privilegiado en comparación con la media de sus compatriotas. ¿Pero qué sentido tenía seguir allí, si un eventual cambio de neumáticos en el taller (los cauchos del carro) le comía el sueldo del mes, debido a una inflación desbocada? Hubo gente que le quiso quitar la idea de volver a España. “Vas a echarle el pico y la pala a los españoles”, le decían quienes preferían instalarse en la estrechez sin esfuerzo. Alfredo, en cambio, es de los que prefieren el esfuerzo con recompensa: “trabajar duro para luego comprarme lo que quiera y comer donde quiera”. He aquí el gran combustible que ha movido a la humanidad hacia el progreso: el amor propio y las ganas de prosperar, aunque cueste grandes sacrificios.

Alfredo me cuenta que las ayudas económicas desincentivaron a sus compatriotas y generaron un ejército de vagos, que se conformaban con lo mínimo. Se le nota el desgarro de la distancia cuando habla de su tierra y su familia. Me cuenta entusiasmado que en Venezuela tienen de todo (Caribe, montaña, desierto…) y lamenta que en Madrid ningún restaurante de comida venezolana “sepa realmente a Venezuela”… Pero no se arrepiente de estar aquí porque, quedarse allá hubiera sido esperar lentamente a no poder mantener el piso que su padre le cedió después de tanto sacrificio. Hay tipos que se niegan a instalarse en su zona de confort. Seres que mueven el mundo.

Cuando se cumplen tres años del encarcelamiento del opositor Leopoldo López a manos del régimen chavista, cuando la justicia bolivariana ha confirmado que deberá pasar 14 años en prisión, el tipo que me ha colocado la fibra óptica me ha recordado lo difícil que es conjugar la igualdad con la libertad, cuando apuestas fuerte por ambas. En algún momento sus caminos dejan de ser paralelos y se cruzan hasta convertirse en el dilema de la manta: si estiras de un lado, te destapas del otro. La libertad sin cortapisas difumina la igualdad porque los hombres no somos iguales, no sólo en recursos económicos, sino tampoco en gustos, en sueños, en talento o en voluntad de esfuerzo. Pero la igualdad por decreto mata la libertad, aplasta el talento y acaba con los sueños de quienes quieren guiar sus destino desde la responsabilidad individual. El muchacho que acaba de marcharse de mi piso, eligió la libertad con sus sinsabores y sus recompensas. Ojalá le vaya bien y algún día pueda volver a su patria, sin que le obliguen a elegir. De momento, la fibra que me ha instalado funciona estupendamente.