Fogonazos de lucidez

A veces lo importante está en los detalles. Para los que nos dedicamos a la información resulta descorazonador comprobar que, tras pelear durante días y días con las noticias propias del politiqueo y las penas económicas, con lo que se queda la gente es con esa anécdota, ese detalle, que entró en el informativo o se coló en los titulares de pura chiripa.  Descorazonador, por la sensación de que muchas veces los periodistas erramos el tiro, pero inspirador a la hora de reflexionar sobre nuestra profesión.

Después de la vorágine que supone una jornada de radio, en ese rato de tranquilidad que te queda antes de recoger los bártulos o en el trayecto a casa tengo la costumbre de leer la contra de La Vanguardia. Es una de esas joyas que todavía quedan en el panorama de la prensa, un reducto que reivindica el arte de la entrevista.

hartmut_rosaLa conversación que mantuvieron los compañeros de ese diario el martes 3 de mayo con Hartmut Rosa es de lo mejorcito que he encontrado en los últimos tiempos. Verdades como puños, obviedades que hacen sonrojar de tan evidentes y, a la vez, tan ocultas a la mirada cotidiana de los que habitamos eso que llaman el mundo moderno. Hartmut Rosa es un catedrático de Sociología de la Universidad alemana de Jena. Viene a decir que todos los que estamos envueltos por la globalización somos como hámsters en una gran rueda. Nos hemos metido en una dinámica en la que para que la economía no entre en crisis debe crecer y crecer sin parar. No hay un escalón que nos brinde una tregua, ningún lugar donde decir “tengo suficiente”. Si te quedas quieto, pierdes tu estatus. La tecnología, que se suponía nos iba a facilitar las cosas, ayudarnos a despachar en tiempo récord la tediosa intendencia del día a día, sólo está sirviendo para que cada vez vayamos más atacados. Cuanto más desarrollada es una ciudad, más rápido va la gente por la calle. Menos tiempo para las relaciones interpersonales, más caras serias en el metro, ese lugar que concebimos como un tránsito engorroso entre un objetivo y otro. Nos hemos olvidado de disfrutar del camino. En el mundo desarrollado proclamamos ser los más felices en las encuestas, pero lo cierto es que en África o el sudeste asiático sonríen muchísimo más que nosotros. Los que se hayan dado una vuelta por el continente negro o por países como Tailandia o Vietnam sabrán perfectamente de lo que hablo.

Dice Rosa que el problema radica, principalmente, en nuestra manía de confundir felicidad con posesión material. Y ahí está la trampa. El consumismo consiste en jugar con nuestra psicología de manera que nunca alcancemos la satisfacción plena. Para cambiar ese teléfono móvil que todavía nos da el apaño por el modelo superior que acaba de salir, “hemos de sentirnos lo suficientemente decepcionados para no estar satisfechos, pero no lo suficiente como para  dejar de comprar”. Mete eso en una coctelera con un mundo hipercompetitivo en el que la publicidad nos marca qué tipo de vida deberíamos llevar para ser “cool” o “triunfadores” y entenderás porque triunfan fenómenos como Bridget Jones o el coaching. Cuando más fácil debería ser la vida, más nos comemos la cabeza y más buscamos un rumbo a seguir.

El problema de levantar la mirada un buen día, de tener un fogonazo de lucidez, es que algunos pueden tener la tentación de hacer una enmienda a la totalidad. Los discursos antiliberales de corte anarquista o pseudocomunistas no son la solución. Echar por tierra la cultura de la meritocracia y la sana aspiración a mejorar en la vida en base al trabajo bien hecho sería un dislate. A pesar de los pesares, nunca la mayor parte de la Humanidad estuvo mejor. Las mujeres, los niños, los negros, los homosexuales… no cambiarían esta época de la Historia para vivir en otra del pasado. El mérito es de la democracia liberal y la economía de mercado, guste o no. El secreto para mejorar lo que hay radicaría en un cambio de mentalidad que nos haga valorar más lo que tenemos, desarrollando una mirada crítica sobre la sociedad de usar y tirar en la que estamos. “Menos es más” debería ser un lema presente en el día a día de todas las escuelas. Deberíamos desacelerar esa enorme rueda de hámster en la que estamos instalados, sin renunciar a los avances que hemos conseguido en muchos aspectos.

Claro que para eso habría que cambiar el enfoque de nuestro sistema educativo y nuestra escala de valores. Fomentar la solidaridad y la inteligencia emocional. El problema es que, por estos lares, la educación es uno de esos puntos en los que menos voluntad hay de transigir. Mientras no cambiemos lo que se aprende en la escuela, no estaremos en disposición de entender que hay otra manera de funcionar y que nuestra felicidad no depende de lo que diga un anuncio de televisión o de la intervención mesiánica de ningún dirigente político. Me apuesto lo que sea a que en la campaña electoral con la que nos van a castigar nuestros políticos se hablará de cualquier cosa menos de esto.