La campaña de la verdad

Cuatro y pico de la tarde. Un albañil tiene puesta la radio. Sintoniza una emisora importante de este país, en la que una comunicadora conocida estalla en indignación. El presidente de Turquía ha criticado a las mujeres turcas que no tienen hijos. Considera Erdogan que, con su actitud, fallan a la sociedad de la que forman parte. La comunicadora le pone de machista para arriba y lamenta que alguien con esa mentalidad tan retrograda pueda ser presidente de un país moderno. Hasta aquí todo normal y aceptable, más allá del tono algo crispado de la que se dirige a la audiencia en la hora del sopor de sobremesa.

Siguiente noticia: varios separatistas radicales han agredido a dos mujeres que estaban publicitando las pantallas gigantes con las que se podrán seguir los partidos de la selección española en Barcelona. Varios tíos como castillos les pegaron, les tiraron al suelo, les escupieron y las vejaron. Les llamaron “putas españolas” y las amenazaron de muerte. La chica que da la noticia termina su exposición y la comunicadora suelta un lacónico “bueno”. Ese bueno suena a “vaya por Dios”, pero nada más. Al momento ya están inmersos en una noticia más gratificante. Con las chicas de Barcelona no ha habido filípica feminista. Nos indigna que en un país musulmán, que está a miles de kilómetros, un presidente islamista pida a las mujeres que vivan a la musulmana manera, pero no mostramos tanta vehemencia contra la idea de que le partan la cara a dos chicas en nuestra propia ciudad, por motivos políticos.

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A eso se le llama ser calculadamente sibilino, lamentablemente melifluo y asquerosamente equidistante. En mi tierra, en Cataluña, eso se lleva mucho. Pocos artículos y editoriales han condenado lo sucedido en el barrio de Sant Andreu. Nada que ver con la cobertura que se dio a los benaos fachas que irrumpieron en el Centro Blanquerna para empujar a un diputado de Convergència y tirar una bandera catalana al suelo. Cuando eso sucedió, determinadas televisiones pusieron la imagen en bucle y hablaron del “problema de la ultraderecha en España”. Sin duda, lo de Blanquerna fue vomitivo y lamentable, sin paliativos. Lo que no se entiende es que lo de Sant Andreu no reciba el mismo trato informativo. Nuevamente se confirma que el nacionalismo radical tiene carta blanca para hacer lo que quiera. Unos, por fanatismo, y otros, por complejo o miedo a enfadar a quienes controlan los sistemas autonómicos clientelistas, lo dejan pasar.

Cómo será la cosa que los anarquistas de la CUP, los que quieren criar a los hijos en manada para liberar a la mujer de la tiranía de la maternidad, los que se entrometen en lo que debe ponerse la mujer en lo más íntimo cuando tiene la regla, las de las camisetas con mensajes feminazis no han condenado los puñetazos, patadas y escupitajos de cuatro energúmenos contra dos mujeres indefensas. Como son de una ideología que no compartimos, bien agredidas están. Su condición de mujeres se ve diluida por motivos políticos. Asqueroso y muy preocupante.

Así está el patio. El patio de la calle y, lo que es peor, el patio mental. Vivimos tiempos convulsos en los que el cinismo de opciones políticas que reclutan millones de votos califica de preso político a un personaje que no condena los asesinatos de ETA, como Arnaldo Otegi, mientras considera un “golpista” a Leopoldo López, opositor venezolano encarcelado por oponerse al régimen chavista.

Los próximos meses van a poner a prueba la lucidez y la madurez mental de los españoles. Lo bueno de la democracia es que garantiza que nadie tenga un gobierno mejor del que merece. Las urnas, para bien o para mal, siempre nos dicen socarronas: “disfruten lo votado”. Luego, que nadie se queje.