Las verdaderas primarias

Las bases. Hay que consultar a las bases. No hay nada más demócrata que consultar a las bases. Ni más cómodo tampoco. Consultar a la militancia alivia de responsabilidad a las cabezas pensantes. Hay que estrujarse menos la sesera y, en caso de que las bases se equivoquen, la culpa es de ellas. En una oficina, la bases podrían ser los trabajadores dirigidos por un jefe ignorante y arrogante. La consulta podría poner en su sitio al cretino dirigente y dar paso a una organización más eficiente y justa. En cambio, en una viaje familiar por carretera, las bases bien podrían ser los niños. ¿Paramos cada cinco minutos o cada dos horas? ¿Abrimos la chocolatina ahora, aun a riesgo de pringar todo el coche, o nos esperamos a la parada para comer, y bajo la condición de habérselo comido todo?

Las bases pueden ser muy puñeteras. Lo mismo aciertan, pero también pudiera ser que se emperren en una decisión más tomada con los intestinos que con la cabeza. Anda un sector de la izquierda muy indignado porque los pesos pesados del PSOE han descabalgado a Pedro Sánchez a tiempo de evitar una consulta a las bases. “¿Qué puede haber más demócrata que preguntar a cuanta más gente mejor?” “¡Golpe de Estado!”, se ha escuchado estos días tras el atrincheramiento de Ferraz.

Sánchez tenía motivos para pensar que la jugada le podía salir bien. A los españoles, da igual la época o la ideología, siempre se nos ha dado bien resistir contra viento y marea. Y cuanto más precarias sean las condiciones y más épica haya que echarle al asunto, mejor. Ahí está la resistencia de Numancia o los últimos de Baler, cuya terquedad a la hora de asumir que el Imperio Español había terminado impresionó tanto a los rebeldes filipinos, que les dejaron salir de la Iglesia donde se habían atrincherado durante un año desfilando con honores militares.

comite_socialistaEl problema es que la terquedad no siempre es lo más saludable. Para empezar, hay que cuestionar que lo hecho por Felipe González y compañía sea un golpe de Estado, entendido éste como algo ilegal o tramposo, impuesto por la fuerza bruta. Los estatutos del partido recogían la posibilidad de las dimisiones de la Ejecutiva, luego la jugada está dentro de la estricta legalidad. Además, la sublimación de la militancia que se está haciendo estos días daría para un ensayo sociológico. Sólo hay que ver la fauna que se apostó en Ferraz durante la celebración del famoso Comité Federal. Insultos, empujones, burlas a Eduardo Madina por la cojera que le dejó un atentado de ETA… Está claro que no todos los militantes del PSOE son así, pero entre ellos también hay, y así se comprobó, gente sectaria, que sólo sabe ir por la vida con el carnet entre los dientes, negando el pan y la sal al adversario, siempre identificado como “enemigo” a secas. Así es muy difícil construir.

A todo esto, a la fiesta se sumaron simpatizantes de otros partidos, supuestos defensores de la “nueva política”… Gente dada también al cainismo e incapaz de entender que dejarlo todo en manos de la militancia del PSOE suponía levantar un gran monumento a la “partitocracia”, esa que, en teoría, tanto odia la “nueva política”. Porque el hecho de que doscientos mil individuos (en esa cifra se mueven los militantes del PSOE) pudieran bloquear a un país de 45 millones, aprovechando los subterfugios que brinda nuestro sistema en caso de resultados electorales enrevesados, sería pura partitocracia.

Los pesos pesados del PSOE, con sus muchos claroscuros, han dado un paso al frente para evitar algo que se estaba cocinando y que era totalmente disparatado: que su partido gobernarse España contra prácticamente la mitad del cuerpo electoral (eso es la suma de PP y Ciudadanos) y con la ayuda de quienes quieren desmembrar el país. Algo así como poner de agente forestal a un pirómano. Ahora se verá si el PP tiene grandeza para no hacer leña del árbol caído y humillar a un partido que queda desprotegido ante la posibilidad de unas terceras elecciones. Los populares no deberían sonreír mucho porque lo que tienen por delante, sea lo que sea, no va a ser fácil. Lo que salga de esta legislatura no deberá ser lo que quiera el PP ni lo que quiera el PSOE, sino una mezcla de las principales fuerzas, porque eso es lo que han votado, por dos ocasiones, los ciudadanos. Las urnas en las que votan todos los españoles son las verdaderas y únicas primarias a las que habría que atender. Llevamos más de nueve meses y un aquelarre socialista para entender algo tan sencillo.

Vergüenza ajena

Reír o llorar, he ahí la cuestión. A estas alturas es difícil encontrar organismos pluricelulares en el microcosmos hispano que no hayan experimentado la vergüenza de ida y vuelta, la ajena y la propia, por lo votado. Es verdad que todavía los hay. Los separatistas catalanes, por ejemplo, casi dan envidia porque se diría que son felices, instalados en sus dogmas inquebrantables. En mi tierra, algunos han encontrado una nueva religión que no deja resquicio a la duda: somos especiales, nosotros nunca hacemos nada malo, tenemos un enemigo que nos odia a todas horas y, tarde o temprano, conseguiremos lo que queremos, es decir, un país de cuento de hadas, donde todo será perfecto. Además de consolarte de las frustraciones, además de ser un modo de vida muy lucrativo para muchos, ese credo deja espacio a la esperanza, que es la mejor manera de evadir el presente. Y es que el peterpanismo cotiza al alza en este primer cuarto del siglo XXI. Los correligionarios de Izquierda Unida también tienen una fe propia en la que resguardarse de las dudas y las evidencias sonrojantes. A esa fe pagana se le llama superioridad moral y te permite convocar una concentración de apoyo al gobierno de Nicolás Maduro, a pesar de que su régimen ha hundido en la miseria económica más brutal al país con más reservas probadas de petróleo, que ya tiene mérito la cosa. Para Alberto Garzón, Maduro es cojonudo y a Fidel Castro hay que felicitarle por su cumple. Y eso es compatible con decir que eres “joven” y “demócrata”… eso es ser inmune al sentido del ridículo y lo demás, tonterías. Tampoco se ve muy apurados a los votantes de Podemos, tras escuchar a su líder proponer un pacto con todos los que han votado en contra de Rajoy. Eso supone meter en el mismo saco a los que no han condenado los asesinatos de ETA, a la derecha corrupta catalana y al PSOE que, hasta ayer, era casta. Ya lo dice el propio Pablo Iglesias: la política es el arte de cabalgar a lomos de la contradicción. El cinismo también es un gran remedio frente al sentimiento de vergüenza.

palabras_investiduraPero más allá de esos perfiles políticos e ideológicos, la vergüenza mortifica a muchos compatriotas en esta vuelta a la normalidad. Los sufridos votantes del PP, los que fueron a votar en junio con la mano en la nariz, hastiados de la corrupción, pero con miedo a Podemos, se han llevado un disgusto en este arranque de septiembre. El Partido Popular, el que no es capaz de ganar con la mayoría suficiente por culpa de sus pecados corruptos, no ha tenido nada mejor que hacer, tras fracasar en la investidura, que proponer a José Manuel Soria, dimitido ministro por mor de los Papeles de Panamá, para el Banco Mundial. Es difícil ponérselo más difícil a los peperos que todavía siguen enfadados con su partido nodriza.

En el PSOE muchos tampoco saben hacia dónde mirar, una vez que Pedro Sánchez ha vuelto a demostrar que el sectarismo guerracivilista sigue muy presente en el centroizquierda, presuntamente sensato y constructivo. Perder votantes elección tras elección, dejar en menos de 90 diputados un partido que superó en su momento los 200, reconocer que España necesita un gobierno urgentemente y no dejar gobernar a la lista apoyada por una mayoría de españoles, a los que, con el apoyo de Ciudadanos, sólo les faltan 6 votos para la mayoría absoluta. Semejante comportamiento puede generar un caudal de vergüenza propia y ajena, tan sólo comparable al de los socialistas andaluces, extremeños y de otras federaciones a los que se les ha comido la lengua el gato, después de criticar a su secretario general durante meses por su falta de sentido de Estado.

Y luego está Albert Rivera. El discurso de Ciudadanos ha dado más vueltas que un molino en el último medio año. Otro remedio para la vergüenza es la asunción de culpabilidad. Ya lo ha dicho, Rivera: asumo perder credibilidad, si es para ayudar a España. Los naranjas deberían hacerse mirar la disfonía que provocan sus propios portavoces, diciendo una cosa por la mañana y otra por la tarde. De eso los periodistas hemos tenido mucho estos meses en los corrillos de pasillo. A su favor tienen, al menos, que son los únicos que han intentado realmente desbloquear la situación.

El caso es que parece que sí habrá acuerdo para no votar el día de Navidad. Hombre, fastidiarnos todos una festividad tan señalada sería una canallada. En eso y en colocarnos los sueldos de diputados nos ponemos de acuerdo rápido. Luego ya, aquello de regenerar la política y dar a España lo que necesita por el bien de sus ciudadanos tendrá que esperar. Si hay terceras elecciones, acudirán como cabeza de cartel los mismos candidatos que no han sabido o querido desbloquear la situación. Cuánta y, al mismo tiempo, qué poquita vergüenza.

Se coge antes a un populista que a un cojo

Una profesión que jamás envidiaré es la de conductor de metro. Y es que la cosa en sí es bastante ingrata. Tiene su mérito, pero no te lo suelen reconocer. Más allá de pasarte la vida bajo tierra, para los demás no eres más que el tipo que llega tarde o que no abre la puerta a partir de un momento determinado. Los conductores de metro suelen cobrar más que los de autobús por la peligrosidad que supone para la salud el estar expuesto a las irradiaciones del entramado eléctrico de la red suburbana. Y suelen tener una tasa de bajas laborales vinculadas a las depresiones bastante alta. Aunque en los medios de comunicación no se quiera dar mucha bola al asunto, por aquello del efecto imitación, en el metro se registran bastantes suicidios. Hay que ponerse en la piel del que entra con un convoy en una estación con decenas de personas al filo del andén, con la sensación de que, si a alguno le da por tirarse a traición, no tendrás tiempo de frenar. Al que le ha pasado, o conoce a algún compañero que le ha pasado, se le hace muy duro.

Pues a muchos de esos currantes del metro, por ejercer su cometido, les pagan unos 33.000 euros brutos al año. Convendremos que no es ninguna fortuna, teniendo en cuenta los riesgos para la salud y los sinsabores del cometido. Sin embargo, a la alcaldesa de Barcelona sí le parece que son unos potentados. Tanto es así que, para desacreditarles, Ada Colau ha decidido airear públicamente sus sueldos. Como diciendo: “mirad qué sinvergüenzas; con lo que cobran, y ¡todavía se ponen de huelga!”.

No es la primera vez que eso sucede. Otros ayuntamientos y otros políticos han empleado métodos similares o idénticos para desacreditar a los trabajadores que amenazaban con ir a la huelga. Lo curioso del caso es que ahora lo hace quien criticaba esas actitudes, quien defendía a ultranza el derecho a huelga y quien se mostraba, y se muestra, comprensiva con okupas y demás colectivos que pretenden vivir sin aportar un duro y a costa del esfuerzo de sus paisanos.

ada_colauCuando Ada Colau iba de activista por la vida, todo lo que hiciera “la gente normal”, la gente “currante” o la gente “desamparada” le parecía bien. Ahora que es alcaldesa, y que la huelga puede fastidiarle el Congreso Mundial de Móviles en Barcelona, ya no lo ve tan claro. De hecho, ha actuado tal y como hizo su odiada Esperanza Aguirre en Madrid a cuenta de otra huelga: airear los sueldos de los huelguistas. No es la primera ni la última vez que vemos caer a la alcaldesa populista de Barcelona en una contradicción lacerante.

Colau es capaz de defender a los titiriteros que, en una actuación infantil, se mofan de las víctimas de ETA (yo conozco a gente que todavía llora a su hermano asesinado o que todavía recuerda cómo sacó a su hijo de tres años de los escombros mientras su cuerpecito se despedazaba) o escenifican la violación de una monja o el ahorcamiento de un juez. Vamos de defensores de la mujer, ponemos el grito en el cielo si en un anuncio de televisión sale una señora poniendo una lavadora y nos manifestamos contra la violencia machista con cara de pena… pero si la que se viola gratuitamente, delante de niños, es la figura de una monja eso es, según el Twitter de Colau, #libertad_de_expresión. Resulta empalagoso, cuando no vomitivo, que alegue “libertad de expresión” alguien que no hace mucho prohibió un cartel artístico de Morante de la Puebla en actitud daliniana, simplemente porque ella está en contra de los toros.

Son tiempos contradictorios y de vergüenza ajena. Porque eso es lo que siente uno al escuchar al concejal de Seguridad de Madrid, que suprimió los antidisturbios de la policía local, pidiendo la actuación de los antidisturbios para defenderle de un escrache. Escrache que antes defendía como “jarabe democrático” y ahora califica de “delito de odio contra una autoridad pública”. Manda cojones…

El tiempo pone a cada uno en su sitio, y algunos están quedando retratados como lo que son. Demócratas de boquilla, que en realidad no creen en la democracia ni en el respeto a quien piensa diferente. En el centro y norte de Europa están soportando populismos de derechas, y en el sur nos han tocado los populismos de izquierda. Al fin y al cabo, populismos. Una ideología que puede ser de un extremo u otro porque lo único que le interesa es llegar al poder. Y para eso utiliza el análisis de trazo grueso. Demagogia para denunciar los problemas obvios, sin propuestas sensatas para solucionarlos. En esas estamos. Podemos mirar para otro lado, podemos reírles las gracias, podemos pensar ilusamente que si les votamos “algo nos caerá” o podemos empezar a denunciar a quienes están demostrando tener más cara que espalda. Los malos ganan, cuando los buenos no hacen nada.

Ni contigo, ni sin ti

Una vez me topé con un economista tan sincero como honesto. “Los economistas no tenemos ni puta idea de qué va a pasar con la economía”, así de claro me lo soltó. “¿No te has parado a pensar que, si lo supiéramos, estaríamos todos forrados?”, remató para acabar de convencerme. El caso es que la economía es una ciencia social (una ciencia, por tanto, no exacta) que intenta barruntar qué hará la gente con su dinero si sucede ésta o aquella otra cosa. Cuando te metes en esas lides, lo mismo aciertas, que te equivocas. Y es que el ser humano es un misterio insondable. Por esa misma razón me permito daros un buen consejo: no perdáis el tiempo preguntando a un periodista qué puede pasar a partir de ahora con los resultados electorales que ha arrojado el 20-D.

elecciones_2015Lo cierto es que no lo sabemos, y puede que ni los políticos protagonistas del embrollo lo tengan muy claro ahora mismo. Para empezar la gente a veces es caprichosa y  otras tremendamente calculadora. Sólo hay que ver cómo un número importante de gente que votó a Ciudadanos en las autonómicas de Cataluña, porque se votaba en clave identitaria, en las generales se ha pasado a Podemos porque la clave era más social, asentada en el eje derecha-izquierda. Los que no querían más bipartidismo, pero soñaban con una regeneración sensata y que fortaleciera la unidad de España andan cabizbajos porque a Ciudadanos no le han salido las cuentas. En un país cainita, el centro se lo tiene que currar mucho para hacerse hueco. Si no le dejas claro a los “ex” del PP que no vas a pactar con la izquierda, malo. Si dejas que te coloquen la etiqueta de “nueva derecha”, no cuentes con los “ex” del PSOE. Y si entras al juego de ir a los platós a compartir tertulia con Pablo Iglesias, corres el riesgo de fortalecer a quien buscaba pasar por alguien más moderado para comerte la tostada en el nicho de la regeneración. Esos han sido algunos de los errores de Albert Rivera.

El error de Pablo Iglesias, en cambio, todavía no se ha visto. El pecado, más bien, lo llevará en la penitencia. Podemos, si consigue formar parte de una fórmula de gobierno, sufrirá cuando llegue la hora de materializar lo que ha permitido su éxito en Cataluña y sumar como propios los votos de hasta 10 partidos/movimientos periféricos: el compromiso de celebrar un referéndum de autodeterminación en Cataluña y donde sea menester. Eso es sencillamente ilegal con la actual legislación y Podemos no está en disposición de cambiarla por su cuenta y riesgo. El ahínco con el que insistió tras la victoria en que España es una “país plurinacional” demuestra hasta qué punto es rehén de sus compañeros de viaje. Además, si algún día llega la hora de cumplir todas sus promesas de índole social también se le verá el cartón: o no las cumplirá o desequilibrará las cuentas de tal manera que la situación económica acabará repercutiendo negativamente en la vida del conjunto de la sociedad, incluidos sus votantes, como le ocurrió a Zapatero. No olvidemos que son los tipos que fueron a asesorar al gobierno de Venezuela y qué frutos han dado allí esos consejos.

El PSOE también tiene un dilema tremendo. Como hemos visto, quien se acerca a Pablo Iglesias acaba perjudicado, cuando no fagocitado. Si no se atreve a dar el paso, malo porque le acusarán de haber permitido que continúe la derecha. Y si tira por la calle de en medio, puede olvidarse de recoger la bandera de la moderación definitivamente. En su seno hay voces que presionarán para hacer una gran coalición con el PP, antes que echarse en manos de los nacionalistas y la izquierda anticapitalista. La división interna puede ser tremenda.

¿Y qué decir del PP? Tuvo la oportunidad de darle la vuelta a este país para regenerarlo de verdad, aunque eso le costase inmolarse. Controló durante tres años el poder local, autonómico y nacional, además del poder ejecutivo, legislativo e incluso judicial para acometer una poda de los numerosos e innecesarios niveles administrativos cuyo sostenimiento ahoga a los contribuyentes. Pero no se atrevió y prefirió recortar y subir impuestos, que la clase media trabajadora no le ha perdonado. La corrupción ha hecho el resto.

En otros países, donde no tienen la costumbre de refregarse los muertos de una guerra civil que sucedió hace 80 años, donde no se vota pensando en un partido como si fuera tu equipo de fútbol, lo mismo había una salida. Lo mismo se podía pensar en una gran coalición PP-PSOE, como en Alemania, para demostrar a la ciudadanía que los partidos tradicionales también saben pactar y pensar en lo que une, más que en lo que separa, cuando la aritmética no permite otra salida. Lo mismo hasta se podía pensar en colocar de presidente al candidato del nuevo partido de centro, apoyado y fiscalizado por la derecha y la izquierda más moderadas, con un programa mínimo común de regeneración de las instituciones, reforma de nuestro modelo productivo e impulso de un plan social para quienes lo están pasando peor por la crisis. Y ya la leche sería que fuéramos capaces de dejar gobernar en minoría a la lista más votada, sea cual sea, obligándola a pactar cada ley con los diferentes partidos. Sin rodillo de uno, pero sin boicot sistemático de los demás. Pero estamos en España y aquí todo es blanco o negro, aunque la situación del país siga siendo crítica y ninguna receta en solitario pueda dar con la solución. Puede que nos esperen meses de negociaciones infructuosas y más empacho político. Ya no sabemos apañarnos con el bipartidismo, pero tampoco sin él. Será mejor coger fuerzas al calor de la familia. Feliz Navidad.

La campaña del cambio generacional

Una mañana cualquiera, en un semáforo de una calle cualquiera de Madrid. Dos hombres en una edad indefinida superior a los 50 años esperan a que el muñequito de los peatones se ponga en verde. Uno le dice al otro: “pues no que dicen que el debate lo ganó el que mandó más ‘tuis’. ¿Qué pasa, que el que no tiene twitter de ese no cuenta? “Oiga, yo también tendré algo que decir…” Su compadre asiente como el que piensa: “qué razón tienes”. Ciertamente, los tiempos están avanzando muy deprisa. Ha sido tal el tapón de la generación de los Baby Boomers, que ahora los nacidos en democracia han tomado los cuarteles de la cosa pública con el ansia de quien quiere ponerse al día en dos minutos. En parte es comprensible esa pulsión por tomar las riendas negadas durante tanto tiempo, como también lo es el vértigo que está experimentando una parte de la población con más edad.

Y es que el cuento ha cambiado mucho en apenas 20 años. Ya casi nadie se acuerda de aquel grito de “¡qué viene la derecha, que os quita las pensiones!”. Alfonso Guerra intentaba asustar a los jubilados para que no votasen a un señor muy serio con bigote, que amenazaba con llevar a la derecha al poder por primera vez tras la Transición. Dos décadas después, dicen que el PP puede ganar las elecciones, a pesar de los pesares, precisamente porque los mayores de 65 tienen clarísimo que lo suyo es votar a los que prometen estabilidad y pocos experimentos. Como giro copernicano, no está nada mal. Entre tanto, los partidos tradicionales no saben qué hacer para convencer a los menores de 40 años. Esa franja de edad parece un coto privado de los “partidos emergentes”, básicamente, Ciudadanos y Podemos.

campaña_electoralEso es tan así que las terminales biempensantes del bipartidismo, tanto su versión conservadora como progresista, han movido ficha bajo cuerda para dar de lo lindo a los que amenazan con cambiar el panorama político. Fijaos en la intensidad que han experimentado las críticas a Ciudadanos. Albert Rivera ha pasado de ser el yerno ideal a un tipo que “se pone demasiado nervioso en los debates”, que se está “desfondado” o incluso “machista”, por haber propuesto que a las mujeres que maltraten a sus maridos les caiga el mismo castigo que a los hombres maltratadores. Como será la cosa, que El País, que llegó a poner por las nubes al nuevo partido de centro nacido en Barcelona, ahora sale en un editorial con que Ciudadanos es la nueva derecha. Lo que hay en el fondo de todo esto es el miedo al desfondamiento del PSOE. Las encuestas que manejan los que mandan apuntan a que el partido que más ha gobernado en democracia realmente se va a quedar lejos de los 100 escaños. Hay mucho miedo a lo desconocido. Los poderes de siempre están en su semáforo particular mascullando contra “lo nuevo”.

Y ciertamente lo nuevo no tiene por qué ser mucho mejor que lo conocido hasta ahora. En la naturaleza humana está prometer mucho desde la barrera para luego acomodarse en cuanto se pisa el coso. La Historia está llena de ejemplos. No haber hecho nada hasta ahora no es un mérito por sí mismo. El que venda esa idea, que los hay, es un ignorante o un cínico. Pero tampoco se puede despreciar a los nuevos por no haber sido concejales. ¿Qué experiencia tenían los Felipe González y compañía cuando se echaron este país a la espalda con treinta añitos recién cumplidos? ¿No habíamos quedado en que uno de nuestros cánceres es que estamos dirigidos por políticos profesionales que no han hecho otra cosa que política y que no han visto el sector privado ni por asomo?

Lo desolador es que, tanto unos como otros, siguen en el trazo grueso. Esta campaña tiene mucha tele y mucha espectacularización de la política (las fan zones previas al debate a cuatro y el momento Gran Hermano de cómo iban en coche los candidatos al plató te dejan sin palabras), pero en lo básico sigue siendo igual que las otras. No se puede proponer en serio porque los demás se echan encima como hienas, aunque sea sin razón, o aunque en el fondo estén bastante cerca de lo que dices. Y en medio de ese toma y daca cínico y cainita, a nadie le ha dado por escuchar a la Fundación Transforma España. Ese grupo de expertos españoles y extranjeros ha elaborado el Decálogo de un Programa Electoral. Entre otras cosas, proponen que España se sume a otros países de la OCDE como Holanda, donde un ente independiente fiscaliza los programas de todos los partidos para denunciar las propuestas que no tengan sentido o que sean inviables económicamente. Así se sabe quién miente o qué coste tiene tomar una medida determinada. Que la manta te destape los pies, si te tapa la cabeza, no es ningún drama, siempre que se sea consciente de ello.

Claro que para eso todos deberían crear y someterse a ese ente realmente independiente. Y la ciudadanía debería ser lo suficientemente madura como para darse cuenta de que se corre el peligro de que todo cambie para que todo siga igual. El tan cacareado cambio generacional debería servir para algo más que la renovación de caras y siglas. Debería darse un salto en la calidad democrática, sin revoluciones neobolchebiques pero sin cosmética para ilusos. Visto lo visto, puede que no caiga esa breva.

Poner en valor en sede hostelera

Está en todas partes. Se cuela por las rendijas de nuestra vida como la peste más pertinaz. Si se tratara de un virus, podríamos decir que los ciudadanos somos sus víctimas y que los políticos son sus mayores portadores. ¡Y mira que los políticos están mal vistos hoy en día! Pues nada, chico. Esa manera barroca, estéril y estúpida que tienen de hablar los que se dedican a la cosa pública continúa haciendo estragos. Desgraciadamente, los periodistas nos hemos convertido en un estupendo reservorio, en una imprescindible cadena de transmisión, para homologar en nuestro día a día una manera de expresarnos que destroza el idioma y nos hace cada día un poco más necios. Porque el idioma amuebla la cabeza. Si la palabra claudica, la mente va detrás inexorablemente.

Tengo para mí que el día que aceptamos hablar de “violencia de género” cayó un dique de contención mental, que no podía traer nada bueno. A pocos les dio por pensar que quien puso nombre a la primera “Ley contra la Violencia de Género” era un analfabeto funcional que no alcanzaba a entender que “género” sólo tienen las palabras: masculino, femenino y neutro. Lo que tienen las personas es “sexo”. Y el hecho de que coincidamicrófonos en llamarse “masculino” y “femenino” no nos habilita para hablar de violencia de género. Si algún integrante de la Generación del 98 o de la del 27 resucitara y escuchase hablar de “un nuevo caso de violencia de género” seguramente creería que un adverbio ha agredido a un verbo, o que un sustantivo se ha entregado a la policía tras acosar a un artículo determinado. Se debería hablar de violencia sexista, machista, pasional, doméstica… hay mil posibilidades. Pero nunca la que finalmente ha hecho fortuna.

Mejor no hablar de la estulticia de las que confunden feminismo con gilipollez y hablan de “miembras” con el regodeo de quien se cree un rebelde con causa. La causa de suprimir el género neutro por confundirlo injustamente con el masculino. Pobre letra o, qué poco la comprenden… O de la desidia de quienes renuncian a buscar sinónimos en su vida y se conforman con llamar a todo “cosa” o encontrarlo todo “complicado”, como si en este mundo no hubiese nada arduo, difícil, complejo, enmarañado… Con este panorama, compramos cualquier mercancía, y ahí los políticos aparecen como unos vendedores de burras lingüísticas sin parangón.

Veamos: ¿a qué dedica la mayor parte del tiempo un político medio en España? A hablar mucho sin decir nada, intentando dar la sensación de que pilota mucho la materia que están tratando. ¿Cómo se consigue eso? Pues, por ejemplo, alargando mucho las frases. Cuando uno sabe para sus adentros que no está diciendo nada, siente horror vacui, miedo a parecer hueco. Mejor decir algo en tres palabras, en lugar de una. A falta de calidad lingüística, cantidad. Por eso no dicen “valorar”, mejor decir “poner en valor”. ¿Para qué vamos a decir “en el juzgado” o “en el parlamento”? Mucho mejor hablar de “sede judicial” o “sede parlamentaria”. Así, poquito a poquito, vas añadiendo palabrejas para sumar segundos y dar la sensación de haber expresado algo sesudo.

El problema de todo esto es que la gente de a pie acabe copiando a los políticos. Sería terrible. Si no, probad a hablar como un político profesional en vuestra vida cotidiana. Yo, sin ir más lejos, voy a invitar este fin de semana a mi mujer a una cena romántica en un buen restaurante. Le voy a comentar que “pretendo poner en valor nuestra relación sentimental en sede hostelera”. No sé, todo sea que amenace con darme una patada en el género neutro. Y es que un manierista del lenguaje debe correr ciertos riesgos cuando tiene por esposa a una miembra de armas tomar.

Esto acaba en tragedia griega

Los griegos, pero no los de ahora, más bien los que iban en túnica y levantaban templos de mármol, le daban mucho a la cabeza. Tanto que llegaron a desentrañar los vericuetos de la mente humana miles de años antes de que el primero de los psicólogos asomara los hocicos por este mundo. Uno de sus conceptos más curiosos era el Pathei Mathos, según el cual el ser humano es incapaz de aprender, si no es a través del sufrimiento. Después de mucho observar, los helenos se convencieron de que nuestra especie es incapaz de adquirir conocimientos o interiorizar moralejas por la experiencia que viven los demás. Al final, en las cosas importantes, tenemos que tocar el fuego por nosotros mismos para convencernos de que quema. Sólo así escarmentamos.

La verdad es que es sorprendente lo que llegaron a acertar en la diana aquellos señores que habitaron el Peloponeso hace tanto tiempo. Han pasado más de dos mil años y, en los conceptos fundamentales, poco más hemos podido añadir hombres y mujeres sobre nuestra propia naturaleza. Por eso, a día de hoy, tragedias como Antígona siguen siendo tan actuales y nos sentimos tan interpelados por ellas, aunque los personajes y los reinos de las tramas tengan nombres exóticos.

Estos días, sin ir más lejos, nos ha surgido una aspirante a Antígona en los aledaños del ayuntamiento de Barcelona. Ada Colau ha cogido carrerilla y ha dicho del tirón, y sin despeinarse, que piensa incumplir todas las leyes que le parezcan injustas. Así dicho, suena bien. Nadie en su sano juicio querría apoyar leyes que consagren “la injusticia”. El problema es qué se entiende por “injusto” y, sobre todo, el método que se emplea para deshacer la injusticia. Si nos saltamos una ley a la torera, sin intentar cambiarla por el procedimiento establecido, ¿cómo impediremos que nuestros adversarios hagan lo mismo en cuanto tengan ocasión? Otro genio que supo leer el alma humana con tanta lucidez como los antiguos griegos, William Shakespeare, nos hizo ver en Hamlet o Machbet que el odio, la codicia y el revanchismo se dan por descontados cuando hablamos de los seres humanos, y más cuando éstos sienten que han sido previamente víctimas de esos comportamientos.

Los políticos que hemos tenido hasta ahora, y que se han empeñado en hacer oídos sordos, y las nuevas aspirantes a Antígona deberían recordar que la tragedia de Sófocles termina como el rosario de la aurora. Todos muertos o turuletas, en un final a lo Very Bad Things. Igualmente, todos nosotros, votantes y políticos, deberíamos recordar que lo que está pasando estos últimos días suena mucho a lo que se ha venido criticando por activa y por pasiva.

¿Lo de pactar contra un partido político para aislar a todos los ciudadanos que lo han apoyado y acallar su voz sistemáticamente y sine die es apoyar la “democracia real”? ¿Lo de decir que no vas a pactar con la casta o con los populismos y luego sí hacerlo, no es mercadear con el voto? ¿Eso de decir “el ayuntamiento para mí y la comunidad para ti”, no es repartirse los sillones?

Por mucha primavera democrática que nos anuncien, el desencanto está en marcha. Sólo es cuestión de tiempo que los “frescos” parezcan “lo mismo” y que los “valientes” se conviertan en “irresponsables”. No es la primera vez que ocurre ni en España ni en la historia de la humanidad, pero está visto que leemos poco a los clásicos y que nos empeñamos en aprender a base de golpes. Lo dicho, Pathei Mathos.

El momento de dejar de predicar y comenzar a dar trigo

A las cinco de la mañana todavía se dejaban ver por los aledaños del parque del Retiro de Madrid. Esa noche la fiesta en la cuesta de Moyano había sido morrocotuda, pero, hasta para los más entusiastas, tocaba recogerse. No deben seguir un reglamento escrito, pero casi todos marchan con la capucha puesta para resguardarse del biruji que hace a esa hora. Andan con paso tranquilo, como mascullando pensamientos. ¿Y ahora qué? ¿Ya hemos conquistado el cielo? ¿La felicidad era esto? ¿En realidad, todo comienza ahora? ¿Y yo cuándo lo notaré?

Pasaron las elecciones locales y autonómicas, y podemos decir que ya estamos todos. Esa amalgama de gente enfada, de jóvenes frustrados y de “rojos de toda la vida” que han encontrado en Podemos el caballo ganador que no encontraron en Izquierda Unida ha irrumpido con fuerza en el tablero político español. En el pimpampún de las votaciones se han cobrado dos premios importantes: las alcaldías de Madrid y Barcelona.

Ya desde primera hora se olía en el colegio electoral que algo iba a pasar. Mucho chaval imberbe con camiseta del Estudiantes y el voto preparado de casa, parejas de tribus urbanas a las que no se veía en un votación “burguesa” desde ni se sabe o camareros jovencitos recordando a los clientes de su quinta que “hoy hay que votar para limpiar esto de una vez”. Cuando la izquierda consigue movilizar a toda su gente y la derecha se queda en casa por enfado o desidia o se va de picos pardos con otra opciones, el resultado suele ser el mismo: todos contra el PP=el PP a dos velas, aunque sea el más votado.

Los de la cuesta de Moyano se ilusionan y los amantes de la tranquilidad se asustan: “me subirán los impuestos, darán ayudas a los que no pegan ni chapa mientras yo me mato a trabajar, aumentarán la deuda ahora que comenzábamos a levantar cabeza…”.  Lo cierto es que la democracia también es esto. Dejar que ocurra lo inevitable para que aquellos que cabalgan a lomos del discurso fácil tengan que contrastar su argumentario con la realidad. Lo bueno de este sistema, que otorga el mismo poder al voto de alguien reflexivo y dispuesto a dudar que al voto de quien vota sin abrir un libro y cautivo de las etiquetas ideológicas, es que acota el destrozo o el acierto a cuatro años.  La democracia garantiza que no tengamos mejor gobierno que el que nos merecemos. Ahora y en los años precedentes.

De momento, hemos aprendido que eso de que el sistema era pernicioso y no permitía romper con el bipartidismo no era del todo cierto.  Pero lo más importante es que ahora tenemos mucho tiempo por delante para que Podemos nos enseñe cómo es eso de pactar con los que hasta ahora llamaba “casta”; para que el PSOE nos muestre cómo se acuerda con el “populismo” con el que prometió no pactar; para que el PP comprenda que con una cara nueva consigue mejor resultados que con una cara gastada o que el electorado de centro derecha, aunque también le cueste un mundo, es más sensible a la corrupción que el electorado de izquierdas; o para que Izquierda Unida comprenda que la política es un juego darwinista y que al electorado hay que respetarlo.

Digo esto porque la reacción de la candidata a la alcaldía de Madrid llamando ingrata a la clase obrera por no haberle votado, después de 30 años cocinando el pastel que ahora se va a comer Podemos, fue sencillamente patético. Es un ejemplo de la adolescencia mental que padece nuestra clase política. Ahora queda que la ciudadanía también se desprenda de ese mismo mal. Este 25 de mayo ha comenzado una nueva etapa en la que toda una generación de jóvenes españoles va a comprender que eso de tener los mejores hospitales, los mejores colegios, plazas de funcionarios para todos, buenos sueldos, buenas pensiones y un Estado que lo regule prácticamente todo está muy bien sobre el papel, pero en la práctica es imposible. No lo consiguieron los comunistas que acabaron sepultados en los escombros del muro de Berlín, no lo ha conseguido la Venezuela de Chaves, donde la gente no tiene ni papel para limpiarse el culo, ni la Syriza de Grecia, que anda estos días haciendo el ridículo por las cancillerías europeas. Muchos de ellos no habían nacido cuando cayó el muro en el 89, pero de Venezuela y Grecia sí estaban advertidos. Con algo de suerte, puede que su entusiasmo inicial sirva para adecentar algunas podredumbres de nuestro sistema, antes de que la arrogancia con la que hablan estos días les conduzca al choque con la realidad y el sentido común. Lo dicho, todos vamos a aprender mucho, los unos, y a purgar penas, los otros. Nadie se irá con las manos vacías. Así es la democracia.

Cuando di una segunda oportunidad a un enano obseso que se negaba a crecer

Definitivamente, Carmina va a tener razón. Como diría la madre de Paco León, se está muriendo gente que no se había muerto nunca. Lo malo es que algunos no deberían morir nunca. Su cerebro tendría que ser conservado en formol y su experiencia vital debería poder sacarse en un pen drive para luego metérsela en la cabeza a cualquiera que pretenda circular por este mundo.

A muchos la muerte de Günter Grass no les dirá mucho. Un premio Nobel más que se va al otro barrio, tras una vida larga y vivida como pocas. Para mí siempre será el autor del único libro que se me atragantó durante años. Y mira que mi cabezonería me ha hecho terminar libros que no se comerían ni los lobos. Pues un verano de los 90, con apenas 16 años, se me ocurrió atacar la lectura de El Tambor de Hojalata. En la página 43 tuvo que dejarlo. Lo del crío que piensa como un adulto desde el vientre de su madre y que decide no crecer más el día que cumple tres años, con una abuela que pelaba cebollas, que olía a mantequilla rancia y que siempre llevaba puestas cuatro faldas al mismo tiempo me pareció droga dura. 747 páginas en ese plan se me antojaron un castigo demasiado grande, incluso para mi vergüenza torera. Sin embargo, pasaron más de diez años y aquel libro puesto en la estantería con el cordel de separación en la página 43 siempre pareció retarme. Los libros susurran y aquel parecía decirme “Soy el único libro que no has tenido bemoles de leer”.

Todavía no recuerdo cómo fue aquel día que lo tomé por el lomo para darle otra oportunidad. De repente, se hizo el milagro. Las metáforas cuadraban y el contexto histórico era fascinante. Nadie ha contado como Günter Grass cómo pudo ser que un país culto y refinado como Alemania acabase sucumbiendo a la ideología más salvaje que ha dado Europa. El Tambor de Hojalata te mete de lleno en la piel de quienes vivían en Danzig a comienzos del siglo XX cuando esa ciudad que era un puerto libre, donde alemanes y polacos convivían tras siglos en los que su soberanía había cambiado de manos como una pelota de ping pong. A veces sólo hace falta la miseria económica para sentirse fascinado por un mesías que te martillea a través de la radio. Otras veces sólo es necesario observar como los jóvenes de la ciudad se van colocando la camisa parda como algo “cool” para que el animal gregario que llevas dentro nos haga apuntarnos al carro para no sentirnos diferentes. Y en otras ocasiones sólo hay que dejar brotar la envidia hacia el vecino al que le va mejor para odiarle por las razones más estúpidas como su idioma materno, el origen de su apellido o su confesión religiosa.

Lo escalofriante de El Tambor de Hojalata es comprobar con qué sutileza se va metiendo en el cerebro de la gente la ideología nazi. Los pocos que se hacían preguntas incómodas eran puestos en solfa y cuando los sentimientos y la euforia están en todo lo alto, ya es demasiado tarde. La gente mira hacia otro lado, mientras el vecino judío desaparece para siempre o el colegio de niños con discapacidad es cerrado sin que se sepa a dónde fueron los niños. Precisamente, lo que quiso explicar Günther Grass con su realismo mágico a la alemana era tan complicado de asimilar que tuvo que inventarse la figura de un crío de tres años que se ha negado a crecer físicamente, pero que tiene la lucidez que le falta a los adultos que le rodean.

Sin duda, lo que atormentó a Grass, hasta que una neumonía se lo llevó este lunes, fue el no haber tenido la lucidez del pequeño Óscar Matzerath. Incluso él, un referente moral en Alemania, crítico como pocos con el totalitarismo, tuvo que reconocer que de joven fue seducido por Hitler. “Creer en él no cansaba”, llegó a confesar en una autobiografía que le valió las críticas de mucha gente por haberse alistado a las temidas SS Waffen dirigidas por Himmler.

Algunos quisieron desautorizar para siempre a Grass por haber tenido un pasado nazi y no haberlo explicado con detalle hasta 2006, después de muchos años de presentarse como azote de quienes quitaban hierro al pasado hitleriano. Yo, en cambio, creo que Günter Grass era una mina tanto por su lucidez, como por sus propias contradicciones personales. El ejemplo viviente de lo contradictorios y peligrosos que podemos llegar a ser y de la cautela que debemos tener siempre con los que nos invitan a sumarnos a las ideologías que buscan tratarnos a todos como una masa indignada.

Grass escribía en una vieja Olivetti de color verde, rodeado de dibujos de Goya, al que admiraba por plasmar con maestría la miseria moral del ser humano. En los últimos años estaba preocupado por el poco futuro de la juventud en Europa y por cómo le recordaba la situación actual a la juventud que él vivió. Llegó a decir que estábamos camino de una tercera guerra mundial. Ojalá estuviese equivocado. Ojalá seamos capaces de dar siempre una segunda oportunidad a los libros y de mantener encendida la llama de la lucidez y la autocrítica.

Cataluña, año 2034

Año 2034. Los coches todavía no vuelan, ni el aumento del nivel del mar se ha tragado la península Ibérica. De hecho, las torres Mapfre siguen siendo testigo mudo del idilio de Barcelona con el mar Mediterráneo. Los bañistas disfrutan del buen tiempo, mientras la televisión pública catalana informa de la última comparecencia del presidente de la Generalitat, Jaume Fernández.

El presidente catalán anuncia un paquete de medidas para reactivar la economía catalana y fomentar la inversión internacional. En su discurso, Fernández hace suyo el argumentario del Partit Democràtic, la formación de izquierdas que surgió de la nada y llegó al poder tras el desencanto que provocó la gestión de Esquerra y Convergència durante los primeros años de independencia. En ese discurso se ataca a España y se achaca a Madrid una buena parte de los males que padece Cataluña.

“España sigue sin perdonarnos que quisiéramos ser libres” lamenta el president. Lo dice por las últimas maniobras del gobierno español en Bruselas para potenciar el puerto de Valencia y la conexión del gran centro logístico de Zaragoza con Francia. Esa maniobra perjudica a una Cataluña que, más de una década después, sigue intentando entrar en la Unión Europea, ante el veto liderado por España y Francia.

En estos últimos lustros la relación Madrid-Barcelona no ha sido fácil. A la negativa de Cataluña de pagar la parte de la deuda soberana que le correspondía cuando España dejó de mantenerla y le dejó caer a bono basura, llegó el reajuste de Madrid a la parte de las pensiones que debía pagar a los catalanes, el veto a su entrada en Europa y los aranceles a productos catalanes. El PIB de España cayó un 17% y el de Cataluña un 29%. Con todo, los patriotas catalanes sacan pecho y aseguran que, a pesar de todo, no son Chipre como vaticinaron algunos “unionistas del miedo”. Las pymes catalanes se las han apañado para seguir funcionando en mercados exteriores, aunque sea trabajando más por menos.

Ciertamente, hay lugares en la Tierra peores donde vivir y se mantiene la esperanza de que, tarde o temprano la Unión Europa accederá a su reingreso. Sin embargo, a nadie se le escapa que Cataluña no es, todavía a día de hoy, el lugar ideal que dibujaron los independentistas y que toda una generación ha pagado con una considerable merma de bienestar el proceso separatista. Por no haber, no hay ni siquiera la anhelada homegeneidad nacional y lingüística porque, hoy en día, Cataluña tiene un problema de tiranteces con la “minoría española” que vive en su territorio. Especialmente tensas fueron las manifestaciones de los jubilados que vieron perjudicadas sus pensiones y de los trabajadores que perdieron su empleo con la ruptura. La imposibilidad de financiarse dificultó enormemente la estrategia de la Generalitat de generar empleo público. Los primeros años fueron muy duros.

Como sucediera con Irlanda respecto al Reino Unido, los catalanes, sorprendentemente, siguen consumiendo mucha “cultura española” a través de la televisión, y la mayoría continúa tomando las uvas en Nochevieja, a pesar de alguna que otra campaña patriótica en pro de abandonar ese “vestigio de la dominación española”. El Barça sigue paseándose por la liga catalana, aunque no abandona las negociaciones con la federación francesa para jugar en el campeonato galo al estilo del Mónaco. El último año en la liga española fue desagradable. La propuesta de los blaugranas de cambiar el nombre de la liga española por “liga ibérica” se tradujo en continúas pitadas y recibimientos calientes en la mayoría de campos. La presión del Atlético de Madrid, Valencia y Sevilla, deseosos de escalar un peldaño en el escalafón del fútbol español, fue decisivo para su expulsión. El último Madrid-Barça se disputó hace ya 16 años.

A los que les va muy bien, por cierto, es a determinados periodistas y empresarios de la comunicación que, tras dominar el espacio comunicativo catalán en la época de autonomía dentro de España, cuando eran amos y señores de la propaganda proindependentista, supieron hacer valer su trayectoria para convertirse en los dueños del nuevo escenario audiovisual catalán. Tampoco se pueden quejar los políticos que arrastraban serios problemas judiciales con los tribunales españoles. Jordi Pujol murió tranquilo en Barcelona y la Generalitat le ofreció un funeral de Estado, rehabilitado ya como el “hombre que posibilitó la construcción nacional”.

Por lo demás, la gente sigue viviendo, riendo, llorando, enamorándose y divorciándose como siempre. Si acaso, en estos últimos tiempos se nota cierto resquemor al comprobar que el conjunto de España sufrió un poco menos el impacto económico de la ruptura y, sobre todo, que se está recuperando más rápidamente. Una España, sin duda, muy cambiada. La pérdida de Cataluña fue una catarsis colectiva para empezar de cero. Se airearon las instituciones y se apostó por un nuevo modelo productivo con el que intentar desquitarse. Convertirse en un país moderno fue la manera que tuvieron algunos de darle en las narices a quienes no quisieron ser españoles. El experimento de Podemos duró poco. La contribución de Pablo Iglesias a la secesión fue castigada por un electorado que se ha vuelto claramente de centro derecha. Los socialistas españoles recuerdan con nostalgia el granero de votos que representaba Cataluña para auparles a La Moncloa. En esta nueva España, la derecha liberal gana tres de cada cuatro elecciones y muchos socialistas se preguntan si no se equivocaron en su gestión del nacionalismo. El País Vasco y Navarra, por cierto, continúan dentro de España con un estatus parecido al de Estado Asociado. El temor a perder las ventajas fiscales y el ilustrativo batacazo de la economía catalana hizo que los vascos no quisieran dar el paso decisivo.

Aún así, no hay español que no vea con nostalgia, aún hoy, el mapa del tiempo y las nuevas fronteras. No sabes lo que tienes hasta que lo pierdes, y muchos se han dado cuenta ahora de la enorme huella que dejo Cataluña en España. Hubo un tiempo en el que uno de cada seis españoles era catalán y, aunque algunos orgullosos no lo quieran reconocer, se les echa de menos. Han pasado casi 20 años de la ruptura y en la Franja los paisanos de Fraga y Alcarràs siguen cruzando la linde para tomar café o comer al otro lado. De vez en cuando sale el tema y no son pocos los que se preguntan si no hubiera sido mejor ser, entre todos, más razonables, pragmáticos y constructivos…

Como habrá podido comprobar el lector, algunos catalanes nos hemos atrevido a recrear un posible futuro distópico, animados, sin duda, por la borrachera imaginativa que sufre nuestra tierra estos días. Uno siente cierto respeto por aquellos que, aún asumiendo posturas radicales, demuestran ser consecuentes con su trayectoria y asumen que la independencia será costosa en muchos aspectos. Sin embargo, no se puede sentir más que pena y compasión por los que acudieron a votar el 9-N con la idea de “ya se verá si esto es mejor o no” o “nos pagarán mejores pensiones”.

Seguro que la distopía aquí recreada yerra en muchos aspectos, pero me juego lo que quieran a que se acerca más a la realidad que el posible mundo idílico de una Cataluña suiza o danesa. Que con un 30% de votos algunos se atrevan a llamarse “mayoría cualificada” demuestra hasta qué punto estamos en un momento grave. No se sabe qué pasará, pero lo que es seguro es que los selfies en las urnas corroboran aquello que advierte el maestro Claudio Magri: El nacionalismo es el fetichismo de la identidad.