Una profesión que jamás envidiaré es la de conductor de metro. Y es que la cosa en sí es bastante ingrata. Tiene su mérito, pero no te lo suelen reconocer. Más allá de pasarte la vida bajo tierra, para los demás no eres más que el tipo que llega tarde o que no abre la puerta a partir de un momento determinado. Los conductores de metro suelen cobrar más que los de autobús por la peligrosidad que supone para la salud el estar expuesto a las irradiaciones del entramado eléctrico de la red suburbana. Y suelen tener una tasa de bajas laborales vinculadas a las depresiones bastante alta. Aunque en los medios de comunicación no se quiera dar mucha bola al asunto, por aquello del efecto imitación, en el metro se registran bastantes suicidios. Hay que ponerse en la piel del que entra con un convoy en una estación con decenas de personas al filo del andén, con la sensación de que, si a alguno le da por tirarse a traición, no tendrás tiempo de frenar. Al que le ha pasado, o conoce a algún compañero que le ha pasado, se le hace muy duro.
Pues a muchos de esos currantes del metro, por ejercer su cometido, les pagan unos 33.000 euros brutos al año. Convendremos que no es ninguna fortuna, teniendo en cuenta los riesgos para la salud y los sinsabores del cometido. Sin embargo, a la alcaldesa de Barcelona sí le parece que son unos potentados. Tanto es así que, para desacreditarles, Ada Colau ha decidido airear públicamente sus sueldos. Como diciendo: “mirad qué sinvergüenzas; con lo que cobran, y ¡todavía se ponen de huelga!”.
No es la primera vez que eso sucede. Otros ayuntamientos y otros políticos han empleado métodos similares o idénticos para desacreditar a los trabajadores que amenazaban con ir a la huelga. Lo curioso del caso es que ahora lo hace quien criticaba esas actitudes, quien defendía a ultranza el derecho a huelga y quien se mostraba, y se muestra, comprensiva con okupas y demás colectivos que pretenden vivir sin aportar un duro y a costa del esfuerzo de sus paisanos.
Cuando Ada Colau iba de activista por la vida, todo lo que hiciera “la gente normal”, la gente “currante” o la gente “desamparada” le parecía bien. Ahora que es alcaldesa, y que la huelga puede fastidiarle el Congreso Mundial de Móviles en Barcelona, ya no lo ve tan claro. De hecho, ha actuado tal y como hizo su odiada Esperanza Aguirre en Madrid a cuenta de otra huelga: airear los sueldos de los huelguistas. No es la primera ni la última vez que vemos caer a la alcaldesa populista de Barcelona en una contradicción lacerante.
Colau es capaz de defender a los titiriteros que, en una actuación infantil, se mofan de las víctimas de ETA (yo conozco a gente que todavía llora a su hermano asesinado o que todavía recuerda cómo sacó a su hijo de tres años de los escombros mientras su cuerpecito se despedazaba) o escenifican la violación de una monja o el ahorcamiento de un juez. Vamos de defensores de la mujer, ponemos el grito en el cielo si en un anuncio de televisión sale una señora poniendo una lavadora y nos manifestamos contra la violencia machista con cara de pena… pero si la que se viola gratuitamente, delante de niños, es la figura de una monja eso es, según el Twitter de Colau, #libertad_de_expresión. Resulta empalagoso, cuando no vomitivo, que alegue “libertad de expresión” alguien que no hace mucho prohibió un cartel artístico de Morante de la Puebla en actitud daliniana, simplemente porque ella está en contra de los toros.
Son tiempos contradictorios y de vergüenza ajena. Porque eso es lo que siente uno al escuchar al concejal de Seguridad de Madrid, que suprimió los antidisturbios de la policía local, pidiendo la actuación de los antidisturbios para defenderle de un escrache. Escrache que antes defendía como “jarabe democrático” y ahora califica de “delito de odio contra una autoridad pública”. Manda cojones…
El tiempo pone a cada uno en su sitio, y algunos están quedando retratados como lo que son. Demócratas de boquilla, que en realidad no creen en la democracia ni en el respeto a quien piensa diferente. En el centro y norte de Europa están soportando populismos de derechas, y en el sur nos han tocado los populismos de izquierda. Al fin y al cabo, populismos. Una ideología que puede ser de un extremo u otro porque lo único que le interesa es llegar al poder. Y para eso utiliza el análisis de trazo grueso. Demagogia para denunciar los problemas obvios, sin propuestas sensatas para solucionarlos. En esas estamos. Podemos mirar para otro lado, podemos reírles las gracias, podemos pensar ilusamente que si les votamos “algo nos caerá” o podemos empezar a denunciar a quienes están demostrando tener más cara que espalda. Los malos ganan, cuando los buenos no hacen nada.