Espero que me puedan perdonar, pero hay dos especies urbanas de las que nunca he podido acabar de fiarme. No digo que sean mala gente, ni que todos sean iguales, pero la experiencia me ha llevado a practicar con ellos una desconfianza de baja intensidad. No se me nota en la cara, ni en la voz, pero nunca les quito el ojo de encima, y tampoco me acabo de creer todo lo que dicen. Unos son los taxistas. Muchos son excelentes profesionales, pero la tentación de llevarte por el recorrido que más les conviene es muy grande, y cuando levantas la mano nunca sabes si te subes con el honesto o el pillo. Los otros son los agentes inmobiliarios.
Un agente inmobiliario es un señor o una señora que, de entrada, tiene una sonrisa dibujada en la cara. Una sonrisa de esas intensas, estudiadas, de las que marcan los tiempos. Luego está el apretón de manos, muy decidido, para inducir confianza. Y finalmente, el gesto cortés, calculadamente exagerado, con el que te cede el paso en la puerta o el ascensor. En el fondo no deja de ser alguien que conoce las ventajas y las desventajas del piso. Pero su trabajo, si está realmente interesado en quitarse esa vivienda de encima, es que no veas demasiado las pegas. Mientras existe la duda de si te la quedas o no, las ventajas salen de su boca a borbotones. Una vez en la calle, cuando le confiesas que no te ha gustado, entonces sí, entonces el agente, en un ejercicio de súbita complicidad, reconoce los defectos, frunce el ceño y analiza mentalmente si tiene algún otro piso en cartera que te pueda interesar.
Esta semana uno de ellos me comentaba muy ufano que el mercado inmobiliario se está reactivando. “Lo dicen las noticias”, me soltó no sin razón. Efectivamente, la compraventa de viviendas creció en 2015 un 11%, lo que supone el ritmo más elevado de los últimos ocho años. Una de las características del agente inmobiliario es que se tiene muy estudiados todos los datos de la actualidad que le puedan ayudar a inocular ansiedad en su posible cliente. Estos días el argumento de moda entre el gremio es la caída de la bolsa: “la bolsa está cayendo en todo el mundo, así que los que tienen mucho dinero… ¿dónde crees que lo están invirtiendo?”. Ahí es donde el cliente potencial, a poco que sea avezado, contesta con aire resignado: “en el ladrillo”. “¡Efectivamente!”, suelta el agente en un gesto de alivio, casi de rabia liberada, tras casi una década de pasar más penurias que un caracol en un cristal.
Hay algo de posmodernismo en la actitud de los agentes inmobiliarios. Como si todos ellos hubiesen sacado su propio compendio de conclusiones sectoriales tras lecturas que irían desde la Rebelión de las Masas de Ortega y Gasset a La Sociedad del Espectáculo de Guy Debord. El caso es que el agente inmobiliario es consciente del poder encerrado en un titular de prensa. El titular hace el estado de ánimo y el estado de ánimo hace la realidad. No importa que sigamos con un paro superior al 20% y que la recuperación económica sea débil y esté en el alero por la inestabilidad política. Lo importante es que se ha reanimado la compra y que esa idea está calando entre los que están que si sí, que si no.
Los carteles de las oficinas bancarias siempre son el termómetro de por dónde quieren conducir nuestra realidad. De las hipotecas pasamos a los depósitos. Y de los depósitos hemos vuelto a las hipotecas. Ahora toca enseñar el capote para que la gente entre al gasto más que al ahorro. Los bancos se adaptan a los nuevos escenarios de tipos bajos, que les dificultan la ganancia, para ofrecer hipotecas que mezclan un periodo fijo con otro variable. Y siempre está la letra pequeña, ahora centrada en pegar un buen palo al que tenga la suerte de poder amortizar la hipoteca antes de tiempo. El banco no te perdona que acortes el periodo pactado para que te desangre.
El tiempo dirá si se reactiva el mercado inmobiliario definitivamente, y si lo hace de una manera sana o artificial. Lo que sí está claro es que, pasado lo peor del estallido de la burbuja, el tan cacareado cambio de modelo productivo ni está ni se le espera. El presupuesto público para la formación de científicos ha vuelto a reducirse este año en 218.000 euros, que se suman a los 360 millones de recortes desde 2009. Nuestro sector servicios sigue siendo de baja calidad (mucho camarero, mucha peluquera), la industria continúa teniendo la losa de una factura energética de locos y, para bien o para mal, el turismo de sol y playa es la niña bonita. Ahora algunos leen que el ladrillo revive y sonríen por lo bajini. Lo mismo se equivoca y esta vez no lo consigue, pero este país tiene unas ganas locas de repetir los mismos errores de siempre.