Lo verdaderamente importante

Para que luego digan. Ni Italia, ni Francia, ni Reino Unido, ni siquiera Alemania. Los españoles somos los europeos que más han incrementado su consumo en el tercer trimestre del año, justo los meses que coinciden con el alborozo estival. Ahora el frío ha llegado y queda por ver qué pasará en esta campaña navideña, pero parece que la gente ha perdido el miedo a gastar, después de muchos años de contención. Además, el aumento del absentismo laboral también indica que el personal ya no se despierta empapado en sudor frío ante la idea del despido o, cuando menos, de contrariar a los jefes. Ciertamente, tampoco hay que engañarse. Todavía hay demasiadas personas en este país que lo siguen pasando mal. Muchos jóvenes, padres de familia o veteranos que se cayeron de la bicicleta y les está costando volver a pedalear. Ahí hay un drama que no cabe soslayar. Pero el que tiene trabajo parece que lo ve todo un poco más claro.

Hubo un tiempo no muy lejano en que los anuncios de los bancos sólo versaban sobre los intereses que ofrecían los depósitos. La banca sabía que el ciudadano de a pie tenía mucho más en mente guardar la guita que gastarla, ni que fuera bajo la coartada de una inversión futura. Sin embargo, un buen día, las loas a los depósitos dieron paso a las hipotecas ventajosas. Al banquero, dopado por la manguera del Banco Central Europeo, le comenzó a dar en la nariz que la gente estaba dispuesta a dejarse tentar de nuevo por el ladrillo. Y en esas, más o menos, estamos.

Para los expertos quedará analizar si hemos aprovechado lo peor de esta crisis para cambiar nuestro modelo productivo o si las únicas bases que hemos puesto son las que nos garantizarán volver a tropezar sobre la misma piedra otra vez. Sin duda, nuestras empresas, especialmente las pequeñas y medianas, han hecho pesas estos años (a la fuerza ahogan) y se han musculado en el mercado internacional. También se han puesto al día en comercio electrónico y logística. Tenemos un tejido empresarial más experimentado y competitivo. Pero queda la duda de si seguimos teniendo demasiados huevos en la cesta del sector inmobiliario, el turismo y el sector servicios de poca cualificación. Ya se sabe, ese mantra del país de peluqueras y camareros. Precisamente, estos días me he topado en el barrio con un curioso cartel que ofertaba empleo en un bar restaurante…

20171201_121240El primer día que pasé por delante leí de refilón “Se busca camarero”. Pasaron las semanas y el cartel seguía puesto. Una mañana, el anuncio había sufrido una pequeña modificación. Alguien, a boli, había añadido una barra y una letra a. “Se busca camero/a”. Curioso que hubiese que precisar que lo mismo les servía un hombre que una mujer… ¿En principio sólo querían un varón, pero la falta de aspirantes les hizo abrir el abanico a las mujeres? ¿Les daba igual, pero la gente confundió la o del género neutro con la o del género masculino, de manera que sólo se atrevían a preguntar los chicos? Ciertamente la corrección política y el feminismo más militante han acabado por meternos en un lío sobre la precisión de las palabras. El neutro que siempre había englobado a todos ahora es sospechoso de ser patriarcal, de tal manera que debemos añadir una letra a o una arroba, hija de estos tiempos digitales y líquidos, para tener la certeza de que nadie se ofende.

Más allá de ironías y comentarios fáciles sobre hipotéticos “periodistos” o “médicos pediatros”, personalmente me queda la duda de si esa pulsión por dar visibilidad al sexo femenino es necesaria o contraproducente. Por un lado,  cómo no, es normal querer reivindicar a la mujer como figura indispensable de nuestra sociedad. Pero, por el otro, si queremos que la mujer sea igual al hombre, ¿estar recordando permanentemente que hay hombres y mujeres no hará que se ahonde la trinchera entre nosotros por una cuestión meramente biológica? Esta misma reflexión subyacía hace poco en un tuit de una profesora que me impartió clase en la universidad, que defendía educar a sus hijos varones en el feminismo. Alguien le contestó provocando su indignación: “He aquí un ejemplo de que no entendemos nada”, añadía ella en el último tuit visible. Rápidamente, me apresuré a revisar el hilo para encontrar aquello que le había enervado. Resultó ser el comentario de un hombre: “Si queremos ser iguales, nos será mejor educar en la igualdad, en lugar de hacerlo en el machismo o feminismo?”. A bote pronto, me pareció una respuesta medida, que no buscaba ofender o menospreciar, pero lo cierto es que mi ex profesora, a la que tengo por alguien solvente intelectualmente, lo encontró frustrante.

De ahí que uno ya no sepa qué pensar. Y menos cuando ves que el feminismo ha conseguido que los premios de la Vuelta a España ya no sean entregados por bellas azafatas. Nuevamente, por un lado, entiendes el argumento de que detrás de eso puede haber un cierto tufo machista, sobre todo, si no hay azafatos para compensar. Pero las dudas vuelven a surgir con el resultado final: volvemos a prohibir que una chica enseñe palmito, como cuando se prohibían las faldas por encima de la rodilla. ¿Realmente estamos avanzando? ¿Feminismo es proteger a la mujer de dinámicas tradicionales que pueden estar sometidas a un visión masculina del mundo o es darles libertad para que, por ejemplo, la que quiera ser azafata lo pueda ser sin dar explicaciones ni que nadie se lo prohíba por ley?

De verdad que no tengo una respuesta clara sobre este interesante debate que late en muchos rincones de nuestra vida diaria. Lo que sí me parece un acierto es la última idea que ha lanzado el gobierno. El ejecutivo ha propuesto a patronal y sindicatos que las empresas tengan que informar a los empleados sobre los salarios que pagan por sexos. Es decir, que la empresa tenga la obligación de emitir un informe sobre qué trato salarial da a sus empleados, haciendo la disquisición entre hombres y mujeres. Está comprobado que algunos empleadores, si bien ofrecen salarios base sin diferencias, utilizan los pagos en especie o las variables para subir a la chita callando el sueldo a los varones. Una manera encubierta de ir lastrando a quienes dedican tiempo a la maternidad o el cuidado de los hijos. Eso sí es cuantificable y verdaderamente sangrante.

Ojalá algún día dejemos de lado las discusiones bizantinas sobre la o, la a y la arroba para meter el bisturí en aquellas dinámicas verdaderamente perniciosas que empujan a las mujeres a dejar de lado la carrera profesional o la maternidad por una mera cuestión de sexo. No habrá una verdadera recuperación económica si no enderezamos el déficit demográfico. Y eso pasa por dar a las mujeres la capacidad de ser madres, si lo desean, y no perder comba en el mundo profesional. Esperemos que no se trate de un globo sonda o uno de esos anuncios simplemente de cara a la galería. En eso nos va a todos el futuro.

Un mundo sin dinero

Se está cociendo algo que nos cambiará la vida a todos. Nunca se sabe si va va primero el huevo o la gallina. Si fueron nuestros hábitos los que hicieron mover el culo a los bancos, o si los bancos están llevándonos por un nuevo redil. Lo más probable es que se trate de una mezcla de ambos factores. El caso es que, a la chita callando, estamos enfilando el camino hacia un mundo sin dinero en efectivo o, cuando menos, con una presencia testimonial de los billetes y las monedas. La profundidad del cambio y el tiempo que nos lleve es lo que está por determinar.

Esta misma semana la fundación Francisco Giner de los Ríos ha acogido un foro bajo el título “No Money: el fin del dinero en efectivo”.  Sólo hay que seguir un poco por encima las noticias de los periódicos o los telediarios para darse cuenta de que los bancos llevan tiempo con el trasero apretado. Sobre todo cuando se les nombra a las nuevas empresas tecnológicas. La posibilidad de que Google o Facebook decidan prestar dinero o facilitar que sus clientes transfieran dinero entre ellos les aterra. De momento, las tecnológicas se han conformado con manejar el big data: nos dejan ser sus usuarios gratuitamente a cambio de que les cedamos los datos de nuestra intimidad. Los publicistas y las compañías que producen todo lo que consumimos pagan lo que sea por esa información que les permite saber cómo vendernos la moto de manera efectiva. Pero la tentación de meter la cuchara en el negociado de la banca está ahí. Tienen la tecnología para hacerlo y las nuevas generaciones les veneran.

descargaEso es precisamente lo que más temen los bancos. Los chicos menores de 25 años sólo entran en una oficina bancaria una vez al año. No se fían de los bancos y, en cambio, no tienen miedo a realizar operaciones en la red. Caixabank ya se ha resignado y lo ha anunciado a los cuatro vientos con una gran campaña publicitaria para hacer saber a sus clientes que el nuevo &banco& es el banco del parque en el que te sientas a tomar el aire. El BBVA, cuyo presidente fue un visionario al anunciar la necesidad de digitalizar la banca, también saca pecho con sus aplicaciones móviles para pagar la botella de agua cuando sales a correr sin tener que llevar dinero encima. La puntilla para el &dinero de bolsillo& la pueden dar aplicaciones como Twyp, ideada por ING para que los amigos se transfieran a través de los móviles esos 7 eurillos que nos dejaron el otro día que estábamos sin blanca para hacer la compra en la panadería.

La depresión de las acciones de los bancos en bolsa demuestra que las cavilaciones de los banqueros no son infundadas; los inversores no tienen muy claro si eso de la banca tradicional es un negocio con el futuro necesario como para apostar por ella. Por tanto, algo algo hay que hacer. Y la consecuencia de la migración al mundo digital está clara: Santander ha anunciado en las últimas semanas una reducción de su plantilla y una reestructuración de sus oficinas. Sobran esas lugares físicos en los que se realizaban operaciones. Los expertos aseguran que no desaparecerán por completo porque el contacto físico será siempre necesario, aunque se orientarán hacia el concepto de &lugar de encuentro&.

Los más entusiastas miran con curiosidad lo que ya sucede en países como Dinamarca, donde el 75% de los usuarios usan formas de pago alternativas. ¿Por qué Dinamarca? Seguramente ese comportamiento de los daneses está ligado a que su país es el que menos dinero negro maneja de toda Europa. Si no hay nada que ocultar y hay confianza en el sistema bancario del país, la desaparición del dinero físico es más sencilla.

Esa reflexión nos lleva a pensar en el caso concreto de España. Será interesante descubrir cómo evoluciona la digitalización del dinero en el país de la Unión Europea en el que más billetes de 500 euros circulan y en el que, para estupefacción de varios premios Nobel de Economía, no hay ningún estallido anárquico (más allá del folclore podemita), a pesar de que sufrimos una tasa de paro superior al 20%. En España se comprobará si pueden más las costumbres arraigadas en la población, en este caso el uso sistemático de dinero negro, o la ingeniería social de las compañías que nos inducen a cambios de usos y mentalidad.

Algunos dirán que si la digitalización monetaria sirve para poner las cosas más difíciles a la economía sumergida, bienvenida sea. Aunque tampoco faltan los que señalan que mucha gente de bien pudo sobrevivir a los corralitos y desmanes provocados por los bancos gracias al dinero que guardaron a tiempo debajo del colchón. Dicen las malas lenguas que acabar con los billetes en casa sería el golpe definitivo para tener controlada (y atemorizada) a la sociedad. El dinero virtual no deja de ser un valor en una pantalla. Si la pantalla funde a negro, no tienes nada, por mucho que despotriques. De ahí las dudas sobre el bitcoin y los nuevos proyectos de moneda virtual. De ahí que todavía tengamos tantas dudas y tantas cosas de las que estar pendientes en los próximos años. El futuro está lleno de oportunidades, pero también de riesgos que nos podrían hacer más vulnerables. Ojo a lo que nos cuentan los medios de pasada en la sección económica, mientras nos marean con el último resultado de la Liga o las peleas infantiles de nuestros políticos costumbristas.

Las cuentas del ladrillo

Espero que me puedan perdonar, pero hay dos especies urbanas de las que nunca he podido acabar de fiarme. No digo que sean mala gente, ni que todos sean iguales, pero la experiencia me ha llevado a practicar con ellos una desconfianza de baja intensidad. No se me nota en la cara, ni en la voz, pero nunca les quito el ojo de encima, y tampoco me acabo de creer todo lo que dicen. Unos son los taxistas. Muchos son excelentes profesionales, pero la tentación de llevarte por el recorrido que más les conviene es muy grande, y cuando levantas la mano nunca sabes si te subes con el honesto o el pillo. Los otros son los agentes inmobiliarios.

Un agente inmobiliario es un señor o una señora que, de entrada, tiene una sonrisa dibujada en la cara. Una sonrisa de esas intensas, estudiadas, de las que marcan los tiempos. Luego está el apretón de manos, muy decidido, para inducir confianza. Y finalmente, el gesto cortés, calculadamente exagerado, con el que te cede el paso en la puerta o el ascensor. En el fondo no deja de ser alguien que conoce las ventajas y las desventajas del piso. Pero su trabajo, si está realmente interesado en quitarse esa vivienda de encima, es que no veas demasiado las pegas. Mientras existe la duda de si te la quedas o no, las ventajas salen de su boca a borbotones. Una vez en la calle, cuando le confiesas que no te ha gustado, entonces sí, entonces el agente, en un ejercicio de súbita complicidad, reconoce los defectos, frunce el ceño y analiza mentalmente si tiene algún otro piso en cartera que te pueda interesar.

se_vende_viviendaEsta semana uno de ellos me comentaba muy ufano que el mercado inmobiliario se está reactivando. “Lo dicen las noticias”, me soltó no sin razón. Efectivamente, la compraventa de viviendas creció en 2015 un 11%, lo que supone el ritmo más elevado de los últimos ocho años. Una de las características del agente inmobiliario es que se tiene muy estudiados todos los datos de la actualidad que le puedan ayudar a inocular ansiedad en su posible cliente. Estos días el argumento de moda entre el gremio es la caída de la bolsa: “la bolsa está cayendo en todo el mundo, así que los que tienen mucho dinero… ¿dónde crees que lo están invirtiendo?”. Ahí es donde el cliente potencial, a poco que sea avezado, contesta con aire resignado: “en el ladrillo”. “¡Efectivamente!”, suelta el agente en un gesto de alivio, casi de rabia liberada, tras casi una década de pasar más penurias que un caracol en un cristal.

Hay algo de posmodernismo en la actitud de los agentes inmobiliarios. Como si todos ellos hubiesen sacado su propio compendio de conclusiones sectoriales tras lecturas que irían desde la Rebelión de las Masas de Ortega y Gasset a La Sociedad del Espectáculo de Guy Debord. El caso es que el agente inmobiliario es consciente del poder encerrado en un titular de prensa. El titular hace el estado de ánimo y el estado de ánimo hace la realidad. No importa que sigamos con un paro superior al 20% y que la recuperación económica sea débil y esté en el alero por la inestabilidad política. Lo importante es que se ha reanimado la compra y que esa idea está calando entre los que están que si sí, que si no.

Los carteles de las oficinas bancarias siempre son el termómetro de por dónde quieren conducir nuestra realidad. De las hipotecas pasamos a los depósitos. Y de los depósitos hemos vuelto a las hipotecas. Ahora toca enseñar el capote para que la gente entre al gasto más que al ahorro. Los bancos se adaptan a los nuevos escenarios de tipos bajos, que les dificultan la ganancia, para ofrecer hipotecas que mezclan un periodo fijo con otro variable. Y siempre está la letra pequeña, ahora centrada en pegar un buen palo al que tenga la suerte de poder amortizar la hipoteca antes de tiempo. El banco no te perdona que acortes el periodo pactado para que te desangre.

El tiempo dirá si se reactiva el mercado inmobiliario definitivamente, y si lo hace de una manera sana o artificial. Lo que sí está claro es que, pasado lo peor del estallido de la burbuja, el tan cacareado cambio de modelo productivo ni está ni se le espera. El presupuesto público para la formación de científicos ha vuelto a reducirse este año en 218.000 euros, que se suman a los 360 millones de recortes desde 2009. Nuestro sector servicios sigue siendo de baja calidad (mucho camarero, mucha peluquera), la industria continúa teniendo la losa de una factura energética de locos y, para bien o para mal, el turismo de sol y playa es la niña bonita. Ahora algunos leen que el ladrillo revive y sonríen por lo bajini. Lo mismo se equivoca y esta vez no lo consigue, pero este país tiene unas ganas locas de repetir los mismos errores de siempre.

La manía de engañarnos a nosotros mismos

Los hombres estamos hechos de materia contradictoria. Uno, al que de pequeñito le enseñaron las fábulas de Esopo, aprendió pronto a simpatizar con la hormiga y a repudiar a la cigarra holgazana y caradura. Cuando te dicen que cada español, incluyendo en esa media a niños y abuelos, hemos soltado ya 538 euros por barba para financiar a los griegos, que llevan años jubilándose antes y cobrando igual o más que nosotros, y que muchos griegos, no sólo pasan de pagar, sino que quieren seguir recibiendo ayudas sin cambiar su sistema (im)productivo, te dan ganas de hacerte ultra de la troika. No tienen catastro para hacer seguimiento de los impuestos que paga cada casa, los peluqueros se jubilan a los 45 años porque consideran que los tintes suponen un peligro laboral por su toxicidad, algunos presentadores de televisión también hacen lo mismo esgrimiendo el riesgo que implican los microbios de los micrófonos, su sector industrial es un desierto en el que apenas destacan las empresas dedicadas al queso, pero no quieren cambiar su “modo de vida” por “orgullo nacional”…

votacion_greciaNadie les obligó a entrar en la Unión Europea y ellos mismos falsearon sus cuentas para poder entrar, por lo que los motivos para que te salga el liberal luterano implacable cuando te mientan a los griegos son numerosos. Pero en ésas aparece el pobre Vasilis Metaxas, modesto jubilado ateniense de 70 años, y se te cae el alma al suelo. El gobierno de Tsipras y Varufakis anunció el domingo por la noche, y sólo a través de Internet, que los pensionistas que podrían sacar dinero del cajero en las primeras horas serían aquellos cuyos apellidos estuvieran, por orden alfabético, entre la letra A y la I. Vasilis pertenecía a la M, pero como buen abuelo analógico no se enteró de la medida.  Al día siguiente hizo cola en medio del caos y el calor ateniense de julio para nada. El sofocón de Vasilis es el sofocón del pueblo llano que siempre sufre las cagadas y miserias de los que mandan. Ya sea en Bruselas o en Atenas.

Dejar de hacer el gilipollas pagafantas o seguir siendo solidario para no dar bazas a quienes quieren destruir el proyecto de paz y prosperidad más importante que ha tenido Europa en toda su historia. Difícil tomar partido por alguna de las partes en un asunto donde la contradicción y el cinismo reinan por doquier. Syriza habla de democracia al convocar un referéndum, cuando no deja de ser una medida cobarde con la que pasar el muerto al pueblo. El gobierno alemán se erige como guardián de la ética de esfuerzo, sin reconocer que fueron sus bancos los que prestaron a los griegos sin sentido crítico y que su interés inicial por no dejar caer a Grecia escondía el miedo a perder lo invertido. Por buscar contradicciones, las encontramos incluso dentro de casa. El ayuntamiento de Zaragoza ha colocado una bandera griega en el balcón como muestra de solidaridad con el pueblo griego. No le quisieron dar agua a los murcianos, argumentando que la ecología estaba por encima de la solidaridad, pero ahora algunos están dispuestos a que las familias españolas, muchas con problemas para llegar a final de mes, regalen dinero a los griegos en nombre de la solidaridad. Eso por no hablar de un gobierno que ha defendido la austeridad y ahora, a pocos meses de las generales, se acuerda de bajar los impuestos. Tan getas como los ladradores que llevan cinco años criticando la austeridad y ahora se acuerdan de la importancia de mantener el control del déficit. Con ejemplos así, podríamos estar hasta mañana.

Tal y como está el patio, que te salga de las entrañas pensar una cosa y al cabo de un rato otra diferente, que te den ganas de mandar a unos a paseo y luego ayudarles, votar a unos y luego castigarles, no es motivo para preocuparse. La duda, lejos de indicar esquizofrenia, demuestra que todavía tenemos margen para identificar los matices y para caer en la cuenta de que Albert Camus tenía razón: la vida tiende al absurdo y es nuestra responsabilidad darle sentido con nuestra actitud. Otro pensador avispado como era Jorge Luis Borges dejó dicho: “Como ser humano soy una especie de antología de contradicciones, de errores, pero tengo sentido ético”.  Los seres humanos somos contradictorios, pero nos puede salvar la autocrítica. Precisamente de lo que andan escasos los que parten el bacalao, los que convocan referéndums suicidas y los se pasan el día dando la brasa con sus símbolos en los balcones públicos de todos o haciendo proselitismo con sus homilías tertulianas para decirnos qué tenemos que votar. Lo difícil no es la economía. Lo difícil es ser honestos. Con los demás y con nosotros mismos.

Al perro de todos se lo comieron los piojos

Los traumas de cada uno son los traumas de cada uno. A mí me costó aprender a nadar. Y no aprendí hasta que me matricularon en un colegio en el que asistir a natación era obligatorio, porque la escuela tenía a gala ser un referente en ese deporte. Que tus compañeros ya tengan el caballito de mar naranja cosido en el bañador y tú empieces con el blanco y más miedo que vergüenza es un problema. Sobre todo cuando la solución es que tiren al agua como un saco de patatas y te digan aquello de “nada o ahógate”.

Aprender, aprendí. Pero el trauma se quedó en mi subconsciente, agravado años más tarde por la práctica del waterpolo. De aquellos días aprendí que no me gusta el roce humano bajo el agua. Notar como el pie de tu rival, algunos con unas uñas de buitre leonado, se apoya en la cinta de tu bañador para dificultarte los movimientos me dejó otro trauma. Desde entonces no soporto que nadie desconocido me roce, ni que sea ligeramente, bajo el agua. De ahí que elegir bien el carril donde vas a nadar en la piscina de tu gimnasio sea una decisión crucial. Veamos: ¿El carril donde está el chaval de 21 años y ni una gota de grasa? Descartado porque te pasará como un avión y vas a nadar con la sensación de que molestas. ¿El carril donde hay tres personas compartiendo 25 metros? Demasiado saturado. Al final te resignas a compartir carril con una señora mayor de las que nadan de espaldas alargando los brazos y tocando corchera, mondongos ajenos y lo que se ponga por delante.

Lo bueno del gimnasio al que voy ahora es que, al rato de calvario, el monitor se acerca al borde de la piscina y nos pide a todos una reubicación de los carriles, de manera que nos pongamos mejor distribuidos y según nuestro nivel. Con mi trauma a cuestas, de la última piscina donde estuve me borré precisamente porque nadie se molestaba en hacer algo tan sencillo como eso. La piscina era pública y dejaban apuntarse a cualquiera que los solicitara, sin tener en cuenta si había saturación de espacio o no. Nadie se molestaba en pedir a los usuarios que se diesen una ducha antes de tirarse al agua y en más de una ocasión los usuarios se daban cabezazos o golpes involuntarios entre ellos en medio de la piscina, con el peligro que ello conlleva. ¿Qué hacían los monitores? Pues se limitaban a estar pendientes del carril de clases particulares y el resto que se apañara. En la sala de máquinas la cosa no estaba mejor. A nadie se le exigía el uso de toalla para no dejar el sudor impregnado en los aparatos, ni hacía nada para arreglar las goteras que estaban expandiendo un desagradable olor a humedad por la sala. Los monitores te atendían si ibas a buscarlos a su mesa. De lo contrario, se entretenían enseñándose vídeos de Internet en el ordenador que tenían allí instalado y quejándose de los recortes a los que les habían sometido.

El día que me borré, la chica de administración me preguntó el motivo y cuando le dije que notaba dejación en las instalaciones y en el personal puso cara resignación, dando a entender que muchos usuarios se estaban marchando por el mismo motivo. Pagar más por el nuevo gimnasio fue una jodienda, pero comprobar que ha merecido la pena también tiene algo de triste. Es la confirmación de que al perro de todos se lo comieron los piojos. Cuando detrás de un negocio hay alguien particular, alguien que ha invertido su dinero y el de sus hijos para que todo salga bien, ese alguien suele dejarse la piel para que la cosa salga adelante. Y cuando vienen mal dadas, no tiene tiempo para quejarse: o lo arregla o cierra. Lo público, por el contrario, y le pese a quien le pese, suele degradarse con más facilidad, tiende a crecer en estructura hasta convertirse en lento o ineficiente y el sentimiento de pertenencia se diluye en esa idea de “es de todos”, que, desgraciadamente, acaba degenerando en el convencimiento de que, en realidad, “es de nadie”.

Para que lo público funcione necesita de una cultura social que, desgraciadamente, en este país no tenemos. Por eso se roba tanto el dinero público, por eso se defrauda tanto, porque se tiende a pensar que lo de todos es de nadie. Y no estoy diciendo nada que los sociólogos, psicólogos y economistas no hayan descrito ya como “la tragedia del bien comunal”. Lo que me sorprende es que algunos sigan defendiendo con tanta vehemencia la nacionalización de todos los servicios y actividades posibles, como si eso fuera la panacea y la solución a todos los problemas. Salvo la educación y la sanidad, que sí necesitan ser cubiertas por la administración con la que nos hemos dotado los ciudadanos, el resto de actividades hay que dejarlas a la iniciativa privada. Es mejor confiar en la diligencia de quien sabe que se juega los cuartos que en la supuesta buena fe y responsabilidad de una sociedad donde cada uno va a lo suyo.

Sé que decir esto puede ser impopular para muchos en unos momentos en los que hablar de iniciativa privada suena a demonios capitalistas, y cuando ciertamente debemos buscar soluciones urgentes para los abusos a los que nos ha llevado el cambiazo de la economía real por el gran bingo financiero en el que se ha convertido todo. Pero los que se pongan de los nervios o tenga objeciones que me expliquen por qué en la URSS acabaron fabricando más zapatos de los que podía usar la población, mientras faltaban alimentos; por qué en Cuba los heterosexuales se prostituyen en el mercado gay del Malecón de la Habana para llegar a final de mes; por qué en Argentina faltan compresas en pleno verano austral o por qué en Venezuela, que nada en un mar de petróleo, las estanterías de los supermercados están vacías. Tal vez es porque olvidaron que la realidad es machacona y que al perro de todos se lo suelen comer los piojos. Y eso no es culpa ni de ideologías ni partidos políticos. Tiene que ver con nuestra propia naturaleza como individuos y como sociedad.

El cliente siempre tiene la razón, aunque a veces ni lo sepa

Cuenta la leyenda que Isidoro Álvarez, siendo ya de largo el gran Isidoro Álvarez, cogió un día el abrigo y cruzó la calle para visitar de incógnito una tienda de Zara. El presidente de El Corte Inglés, el hombre que había convertido el mítico almacén de Preciados en el imperio que hoy todos conocemos, se paseó por aquella tienda de Inditex observando el género, su disposición, la actitud de los dependientes, el hilo musical, los precios… Nada ni nadie quedó sin pasar por el ojo escrutador de don Isidoro. Tenía el mítico tendero un gran imperio, pero algo le tenía medio mosca. Había notado que, en los años de crisis, su sección de moda había encajado el golpe algo peor que Amancio Ortega.

¿Qué estaba haciendo aquel gallego que había comenzado vendiendo batas de boatiné en La Coruña para vender más que nadie en tiempos de crisis? ¿Por qué atraía con mayor facilidad a los más jóvenes? En esta España nuestra, cualquier presidente de más de 70 años, que ya lo hubiese demostrado todo, se habría acomodado, habría mirado la cuenta de resultados y hubiese pensado: “bueno, sigo teniendo beneficios a pesar de todo y mi negocio es tan grande que va a seguir rodando por pura inercia. Ya vendrán tiempos mejores”. Eso, o habría mandado ordenar una campaña agresiva de publicidad, o habría pedido consejo a unos consejeros de esos que, como no saben, contratan una auditora externa para que aconseje por ellos… Sin embargo, don Isidoro no se conformó y, aún siendo ya un anciano sin nada que demostrar, supo mantener la exigencia, reconocer el talento de la competencia y, sobre todo, reconocer que si bajaban las ventas era por algo. Algo que debía ser mejorado porque, como él siempre decía, “el cliente siempre tiene la razón”.

Es tan cierto ese lema que en los últimos días un listillo que se creía más listo que nadie ha tenido que agachar la cabeza y reconocer públicamente que, efectivamente, el cliente siempre tiene la razón. Michael O’Leary dueño de Ryanair, se ha visto obligado a pasar por el aro. El mismo que se descojonó en la cara de los trabajadores de Spanair que fueron despedidos cuando quebró la compañía española, porque así él se haría cargo de sus rutas; el mismo que nos cobró por no tener impresa la tarjeta de embarque; el mismo que nos hizo correr como putas por rastrojo por la pista del aeropuerto, cuales hámster con maleta, porque se negaba a asignar asiento, con tal de hacer del embarque un “mariquita el último”; el mismo que nos puso la cabeza loca con publicidad abordo y el mismo que llegó a pensar en hacernos viajar de pie, para meter más gente en el avión, ha tendido que reconocer sus errores y excesos. Ryanair ha aceptado asignar asientos, permitir que las agencias de viaje vendan sus billetes y potenciar el negocio clase business. ¿Por qué? Pues porque O’Leary, que llegó a estar convencido de que la gente aceptaría lo que fuera con tal de viajar barato, ha visto la cuenta de resultados y ha constatado que los viajeros estaban empezando a irse a otras compañías, donde se sentían tratados con más respeto. Y es que, al cliente siempre hay que darle lo que pide.

Claro que a veces el cliente no sabe lo que quiere. Por lo menos es lo que piensan en Apple, donde Steve Jobs llegó a dar un paso más allá al anunciar que no sólo iban a satisfacer las demandas de los clientes, sino que les iban a generar unas necesidades que ni siquiera sabían que tenían. Apple consiguió, entre otras cosas, revolucionar el mundo de la música con el Ipod y el servicio Itunes. La venta online de música cambió los hábitos de consumo de tal manera que la industria musical ha estado doce años sin levantar cabeza. Gracias a Internet, los usuarios descubrieron que podían bajarse (legal o ilegalmente) sólo la canción que les gustaba, y no el álbum entero. El sector primero clamó contra el cambio de modelo en sí y luego lloró por la piratería. Doce años perdidos hasta que, por fin, están volviendo los beneficios a través del streaming. Resulta que la solución estaba en aprovechar Internet, la misma herramienta que ha estado a punto de asfixiarlos.

La irrupción de Internet en los negocios supone dos cosas: piratería más o menos descarada (en el caso de España es escandaloso) y el resurgimiento de la economía colaborativa. Lo primero hay que combatirlo en la manera de lo posible, lo segundo ha llegado para quedarse, nos guste o no, en un momento de apreturas económicas y de necesidad de eficiencia y deconstrucción consumista. Y aquí hay dos opciones: o te pones a patalear porque no te gustan los cambios o te pones a pensar cómo adaptarte. El español Kike Sarasola, presidente y fundador de la cadena de hoteles Room Mate, es más partidario de lo segundo. Ante la competencia de los apartamentos turísticos ilegales anunciados en Internet ha decidido crear Be Mate. ¿En qué consiste? Pues Sarasola ha decidido investigar qué apartamentos turísticos hay a 300 metros a la redonda de su hotel y a los mejores les ha propuesto una alianza: “Te cobro un 10 por ciento de comisión a cambio de ofrecer a tu inquilino servicio de desayuno, de conserjería 24 horas, consigna y entrega de llaves”. Una fórmula con la que todos ganan. El hotel saca algo de esa competencia sobrevenida, el que pone el piso en alquiler lo tiene más fácil porque ofrece un valor añadido y el que lo alquila gana en comodidad y calidad. Puede que Be Mate no sea la solución definitiva y puede que haya que seguir dándole vueltas al asunto, pero es una primera aproximación muy inteligente que denota, ante todo, pragmatismo.

Ahora que la aplicación Uber ha aposentado sus reales en Madrid, tras hacerlo en Barcelona, los taxistas han vuelto con las protestas y las quejas. Las autoridades deberán protegerles de la piratería pura y dura, por respeto a quienes pagan sus licencias y seguros y por seguridad de los clientes. Sin embargo, mal harán los taxistas si deciden perder una década en llantos y pataleos, pretendiendo que todo siga igual, como hizo la industria musical, o si caen en la soberbia de O’Leary y piensan que su producto es perfecto y que el usuario no tiene ni voz ni voto. Lo mejor sería coger el abrigo de don Isidoro Álvarez y darse una vuelta mental por la nueva competencia. ¿Qué ofrecen las nuevas aplicaciones? ¿Por qué resulta atractivo? ¿Es sólo el precio más bajo? ¿Hay algo más?  Son preguntas que seguro tienen respuesta. Y cuando la tengan, se puede actuar como Kike Sarasola y hacer de la necesidad virtud porque siempre, siempre, hay algo que mejorar en tu producto o servicio. Cuando el cliente se va con otro es por algo. El que llega de la nada tiene el empuje de la novedad, pero el que lleva años tiene la experiencia y el prestigio. Esas son las herramientas, junto con la humildad y la inteligencia, para sobrevivir y volver a engatusar al cliente. Y es que al cliente siempre hay que darle lo que pide. Porque el cliente siempre tiene razón.

Fatiguitas y esperanzas de volver al país de los posmodernistas

Ea, ya pasó, ya pasó… respira hondo… ¿Te das cuenta de que en realidad es peor pensarlo que pasarlo? Por fin es viernes. Para muchos, el primer viernes tras la dura vuelta de las vacaciones. La primera bocanada de fin de semana tras el fatídico momento de meterte en la cama sabiendo que al día siguiente volverás a perder la libertad. Se acabó disponer de tu tiempo y poder alejarte de ti mismo, de tu día a día, para –qué curioso- coger perspectiva y conocerte mejor.

Estos días muchos se habrán consolado pensando en todos aquellos que, por desgracia, o no han podido desconectar o, si lo han hecho, ahora regresan a su rutina del paro. La rutina del que tiene un despertador al que se la sopla que sea miércoles o domingo. Eso sí que es jodido, aunque, claro, tampoco es fácil para los que vuelven a ese clavo ardiendo en el que se ha convertido su puesto de trabajo. Demasiados quejidos estos dos últimos meses. Padres en la playa indignados al teléfono porque la empresa les llama para acortar sus vacaciones de la noche a la mañana, maridos a los que se les obliga a viajar al otro lado del mundo a pesar de que su mujer afronta un embarazo de riesgo, maestros a los que se despidió en agosto para repescarles en septiembre con nuevo y poco agradable destino, bajadas de sueldo directamente proporcionales al esfuerzo y dedicación de un montón de años…

El patio no está para farolillos. Está más bien para colas como la que ha conectado recientemente la Plaza de Callao de Madrid con la Puerta del Sol. Cientos y cientos de personas esperando bajo el calor de la capital a llenar una bolsa con las frutas y hortalizas que nuestros agricultores no pueden vender porque ese mono venido a más que es el ser humano sigue dándose de palos, esta vez, en Ucrania. El hombre del campo se desangra y clama contra los distribuidores que, en estas circunstancias, prefieren seguir bajando el margen del agricultor, antes que el suyo propio.

Esta semana has vuelto a ponerte unos pantalones largos y te has colocado tu reloj de pulsera, ese reloj que te quitaste al comienzo de las vacaciones, para sumergirte de nuevo con tu coraza mental en este caldo de cultivo tan propicio para los abusos y las tentaciones nihilistas. Al final parece que Nietzsche dio en la diana con su doble moral. El pensador alemán que abrió las puertas del posmodernismo sostenía que los poderosos no necesitaban moral, sino simplemente la manera de mantener y agrandar su poder. La moral era para los débiles, para los perdedores que, perdida toda esperanza, debían decidir si conservaban su moral o también se dejaban llevar. A esos sí se les planteaba un dilema.

Asegura un estudio reciente que en nuestra sociedad hay más psicópatas de lo que parece. No psicópatas de matar con una motosierra. Más bien, gente incapaz de empatizar y meterse en la piel del prójimo. Gente muy capaz de decir una cosa toda su vida y hacer la contraria. Jordi Pujol sería un ejemplo de ese tipo de poderoso, mientras que todos los pringaos que pagan impuestos y trabajan con tesón por una miseria representarían a la otra parte.

¿Cómo seguir siendo honesto? ¿Cómo seguir haciendo las cosas correctamente? ¿Cómo no perder el amor por el trabajo bien hecho? ¿Cómo?, si el posmodernismo te enseña una y otra vez que los atajos funcionan, que la meritocracia es un cuento, que el más poderoso tiene ventaja, que los escrúpulos son un lastre, que el bueno es tonto… Nos han enseñado a conseguir las cosas rápido, a ser materialistas, narcisistas, a pisar al otro para no perder comba, a negar lo que es justo, a ponernos en la piel de los malos con series como Los Soprano o Breaking Bad. Todo es relativo en estos días.

Afortunadamente, la crisis parece traer algo positivo. Una encuesta del Centro Reina Sofía asegura que los jóvenes están abandonando los intereses hedonistas y personalistas, a favor del compromiso colectivo, la lealtad o la confianza. Para alguien que va a ser padre próximamente, es un alivio pensar que el mundo todavía tiene solución. Eso y que todavía hay vendedores que se tiran una hora y cuarenta minutos para informarte con todo lujo de detalles sobre todos los tipos de carritos, capazos, maxi cosis y sillitas de bebé. El vendedor trabaja en un gran centro comercial y sospecha que sólo vas a informarte para comprar luego en otro lugar. Aún así tiene paciencia y se le nota que se esfuerza para estar a la última y dar el mejor servicio. Además, es sincero y te hace ver que lo mejor no es lo más caro. Al día siguiente compruebas que hace lo mismo con todos los clientes. Y una vez que ya le has comprado, te avisa de que habrá una rebaja dentro de un mes y que puede hacer un cambio para que te beneficies…

Con gente así da menos pereza volver a sumergirse en este mundo. Lo mismo hasta escribo una carta a sus superiores simplemente para que sepan la joya que tienen. ¿Perder tu tiempo libre escribiendo una carta para favorecer a alguien que apenas conoces simplemente porque ha hecho bien su trabajo? Puede que eso ya no se lleve, pero ya ves… que se joda el posmodernismo.

Una escena en el metro que te reconcilia con el género humano

Levanto la vista al cambiar de página y a mi lado, un metro más abajo, me encuentro esa mirada con ese chupete. Me mira con gesto relajado, pero sin quitarme ojo de encima. Observa por un segundo la portada del periódico que sostengo y vuelve a mirarme a los ojos. Le sonrío, y mueve el chupete. Le vuelvo a sonreír, y vuelve a mover el chupete. Me río para mis adentros mientras regreso a la maraña de hedge funds, bonos convertibles y concursos de acreedores.

Leer la prensa económica en el metro tiene su aquel. Siempre he tenido la teoría de que los compañeros que hacen información económica escriben de forma premeditadamente enrevesada para que sólo les entiendan los lobos de Wall Street y los colegas del gremio. El asunto te obliga a cierto grado de concentración, con la dificultad añadida de no perder la cuenta de las paradas, para no pasarte de largo. Sin embargo, algo vuelve a captar mi atención y me obliga, de nuevo, a levantar la vista del papel salmón.

-“Mírala, angelito. No da ninguna guerra”, dice una mujer que observa con ternura a la cría del chupete.

-“¿Y del desgraciado del padre no se sabe nada?”, pregunta un hombre que viaja a su lado.

-“Qué va” -replica otro adulto- “Y mejor que no se sepa porque ya le dije que de mi nieta me encargaba yo”

-“Menudo sinvergüenza”, concluye el primer hombre, con pinta de ser un conocido que se ha topado por casualidad en el metro con los abuelos de la criatura. Les conoce pero no está al cabo de las últimas novedades.

Los tres, por la forma de vestir y la manera de hablar, parecen encuadrados en eso que se llama (o se llamaba) la clase media. Desde luego no encajan en el perfil de familia que, por razones socioculturales, pueda admitir con naturalidad que su hija pequeña se presente un día en casa con un bombo no previsto. Y mucho menos que el polinizador en cuestión se desentienda de la criatura.

-“En diciembre ya no me pagó la pensión y este mes tampoco creo que lo haga”.

La que habla ahora es una cría que no pasa de los 18 años. Está escorada a mi izquierda sujetando el carrito de la niña y me obliga a girarme con cierto disimulo para observarla. Es una joven con la mirada triste pero la voz firme. Viste y habla en línea con sus padres, de manera que se aleja del prototipo de princesa de barrio.

-“Yo ya le dije que asumo mi error y que, para estar a malas, ya me encargo yo. Pero qué menos que contribuya económicamente…”

-¿Tú trabajas?, pregunta el amigo de los padres.

-“Esa es la suerte que tengo: que estoy trabajando, a pesar de cómo está todo”.

Me quedo con la duda de saber en qué trabaja una cría que no tiene edad para haber terminado la universidad. Ignoro también si su maternidad accidental le habrá obligado a abandonar los estudios. Lo que sí sé es que hay algo en la manera de hablar de esa chica y de sus padres que me conmueve. ¿Compasión? ¿Lástima? No, todo lo contrario. Proyectan una seguridad y una alegría que llaman poderosamente la atención. Sobre todo, cuando el abuelo añade irónico:

-“Nos llegó el regalo en el mejor momento. Justo cuando mi mujer se quedó en el paro y a mí me redujeron el sueldo”.

-“De todo se sale”, apunta la abuela mientras no deja hacerle muecas a la nieta.

No hay miedo ni rencor en las palabras o miradas de esta familia que, a buen seguro, hace apenas dos o tres años no se hubiese creído capaz de protagonizar semejante escena en el suburbano de Madrid.  Entre los cinco han conseguido que no me acabe de leer el periódico, pero ha merecido la pena. Me bajo en mi parada reconciliado con el género humano.

Para cualquier familia de clase media ver como se pierden dos sueldos en cuestión de meses sin un horizonte claro de recuperación es un mazazo. Y la familia del metro parece que lo ha asumido con entereza. Que tu hija pequeña, que todavía no ha empezado a vivir ni a trabajar, se quede embarazada de un jeta seguro que tampoco entraba ni por asomo en la hoja de ruta. Y esta familia también lo ha asumido, de tal manera que no parecen dispuestos a tirar la toalla, ni a amargarse la existencia. Dicen los datos que en España hay casi dos millones de familias con todos los miembros en el paro, que los abuelos están dando sus pensiones para mantener a hijos y nietos,  y que, en definitiva, la familia está siendo clave para que esto no arda por los cuatro costados.

Dicen también, no ya los datos, sino el refranero, que no hay mal que por bien no venga. Esta crisis nos está ayudando a recordar lo importante que son la familia y los valores asociados a ella. Valores que hacen que abuelos, padres, hijos y nietos junten hombro con hombro y avancen despacito pero sin pausa, con una filosofía que recuerda a los tercios españoles del siglo XVI.  Todos somos uno y aquí no se deja atrás a nadie. Estar unidos y mantener la calma es lo que nos sacará de esta.

Eso incluye a la madre que ha perdido el empleo, al padre que ya no gana lo que ganaba, a la hija que tuvo la mala cabeza de complicarse la vida antes de tiempo y a la cría que no tiene culpa de nada y que, hoy por hoy, no tiene miedo al futuro. Tan sólo masca su chupete con ojos curiosos, sin saber que, a pesar de los pesares y gracias a su familia, el mañana será suyo.

A veces menos es más

Algo bueno tenía que tener vivir en Madrid. De los atascos no nos libra nadie. Y de tener la playa donde Calisto perdió el mechero tampoco. Pero, por lo menos, a los “madrileños” que todavía tenemos la suerte de tener un puesto de trabajo nos han dicho que, a partir de enero, nos van a bajar el IRPF.

Algo es algo dijo el calvo y, aunque no nos vaya a sacar de pobres, reconforta comprobar que cada vez son más los políticos que han captado el mensaje. Tampoco hay que ser ilusos. Puede que todo se deba a que las elecciones cada vez están más cerca y que algunos están, como diría Sergio Ramos en el Camp Nou, “cagaos y con el culo cerrao”. En todo caso, Madrid se suma a ese pelotón de comunidades autónomas que le han dicho al ministro Montoro que ahí se queda con su subida de impuestos; que ellos van a bajarlos porque el dinero donde mejor está es en el bolsillo del contribuyente para gastárselo en lo que crea conveniente.  Aunque todavía haya sectores a los que les cueste entenderlo, subir impuestos cuando la gente anda canina es contraproducente. Al final, se recauda menos.

Curiosa paradoja con la que también se han topado de bruces otros colectivos que nada tienen que ver con los políticos. Los que se dedican al cine todavía andan con la calculadora en la mano y la boca abierta tras el éxito que tuvo hace un par de semanas “la Fiesta del Cine”.  Después de años llorando como Calimero porque cada vez recaudan menos, parece que también empiezan a captar el mensaje. El sector está debatiendo en estos momentos si baja el precio de las entradas tras las conclusiones que ha extraído últimamente. Si ponemos las entradas a 2’90 euros un lunes, la afluencia de espectadores aumenta un 663% respecto al lunes anterior.  De repente, las salas se llenan de personas, sobre todo jóvenes, que normalmente no suelen dejarse caer por el cine.  Hace unos meses, en el Tema del Día de La Mañana de COPE hablamos de los problemas del cine en España y un servidor de ustedes, modestamente, expuso que a mucha gente le echaba para atrás pagar unos 8 euros por una entrada más el precio abusivo que te piden por las palomitas y el refresco, todo por una hora y pico de entretenimiento. Yo era el más joven de la mesa y a los participantes en la tertulia no pareció convencerles demasiado el argumento. “En el fondo la subida de IVA supone menos de un euro; eso no hará que el que iba al cine deje de hacerlo”, me dijeron. El director José Luis Garci, invitado aquel día, concluyó que, en el fondo, todo se debía a que la gente había perdido el hábito de ir al cine. Cuestiones culturales…

Sin embargo, muchos seguimos pensando que, en realidad, el chavalito de 15 años que se quiere ligar a una compañera del insti iría encantado al cine para echar el rato y progresar en su cortejo amoroso. Eso no es incompatible ni con la videoconsola ni con cierto grado de la maldita piratería digital. El problema es que al adolescente de hoy en día el cine le sale el doble de caro que a su padre cuando tenía su edad y pagaba la entrada en pesetas. A los padres con más de un crío pequeño en casa también se les podría aplicar un análisis parecido.

Pero es que hay más… La ministra de Fomento, Ana Pastor, también va presumiendo, y con razón, de haber triunfado como la Coca-Cola cuando decidió bajar el precio del AVE. Como el que no quiere la cosa, una infraestructura que había costado un dineral ha empezado a mejorar su rendimiento económico.  Los AVE, que amenazaban con convertirse en coto cerrado de directivos y gente de alto poder adquisitivo, se han llenado de gente más “normal”.  Los que solemos viajar de Madrid a Barcelona lo hemos notado.  Los trenes de alta velocidad van más llenos gracias a pasajeros que antes preferían volar por 90 euros que ir a ras de suelo por 200. ¿Resultado? El AVE le está comiendo la tostada al puente aéreo. Entre enero y agosto, el tren ha aumentado su ventaja sobre el avión en ocho puntos porcentuales.  Curiosamente, el aeropuerto de Barajas, que había subido las tasas aeroportuarias, ya se ha convencido de que lo mejor para paliar la pérdida de viajeros es volverlas a bajar…

¿A qué se debe todo esto? Pues algunos dirán que todo se debe a la crisis y que cuando escampe todo volverá a la normalidad.  Sin embargo, el tiempo demostrará que el paradigma ha cambiado.  La sociedad del low cost ha llegado para quedarse. Las marcas blancas en los supermercados no son flor de un día. Tampoco lo son los armarios baratos que montas en tu casa como buenamente puedes. Ni los cubos con cinco botellines de cerveza a tres euros en el bar de la esquina.

Algunos, mayormente la clase dirigente ensimismada en su mundo de buenos sueldos y alto poder adquisitivo, todavía se resisten a entender que España se ha convertido en un país de mileuristas (los que tienen la suerte). Y deberían entenderlo porque ellos son los que han llevado a cabo la devaluación interna de este país; pero una devaluación desigual porque los sueldos han bajado sin que bajaran los precios. En todo caso, la realidad es tozuda y el tiempo está demostrando que, si en el bolsillo de la gente entra menos dinero, o bajan los precios o la rueda deja de girar.

Que somos más pobres no lo duda nadie. Habrá que resignarse a tener menos dinero en el bolsillo, pero no sólo los ciudadanos. También los que ponen los precios y los impuestos en este país. La devaluación o redimensión de nuestra economía deberá ser más equitativa.  Poco a poco parece que diversos sectores se están dando cuenta de la paradoja. Y es que, aunque parezca mentira, a veces menos es más.

Llega septiembre, continúa la pelea

El local es pequeño y tiene dos entradas paralelas.  La menos transitada lleva al mostrador de la mercería, donde la dependienta acude sólo cuando llega algún cliente. Lo hace directa al grano, sin entretenerse demasiado. Y es que para atender ese mostrador se ve obligada a dejar desamparada la otra cola, la de la puerta de la derecha, destinada a la venta de lotería.

Muchos que pasean por Islantilla se paran a observar con asombro la enorme fila que se forma en la mercería Piscis para comprar lotería. Unas cuantas decenas de personas guardan la vez, a veces bajo un sol de justicia, para tentar a la suerte.  Una señora se lo toma a guasa cuando comenta que hace cola “para ver si podemos quedarnos aquí todo el año y no tener que volver a trabajar”.

Precisamente en eso están la mayoría de los veraneantes: en recoger vela y volver a sus ciudades, donde les esperan el pico y la pala de lo cotidiano. Ya se va notando que la gente se marcha. El verano termina y los primeros que lo lamentan son los que viven de dar un gran pellizco a los meses de calor para pasar el invierno con lo ahorrado.

Si no, que se lo digan a los vendedores ambulantes, los mismos que se sacan unas perras gritando por la arena con peculiar desparpajo “vamos con er coca-cola lai, vamos con er coca-cola sero”. Cada vez tienen más momentos de descanso forzado porque el cielo nublado les deja progresivamente sin potenciales clientes. Hoy han comenzado el día sentados junto a sus carretillas, con aire taciturno.

Unos metros más allá, en primera línea de playa, los chiringuitos tuercen el morro cuando cuentan que este año han vendido un 40 por ciento menos que el año pasado:  “Mucha nevera y mucha tortilla de patatas cocinada en casa para pisar el chiringuito lo menos posible”.

Ya en una de las urbanizaciones de la zona, un responsable de mantenimiento cuenta que se ha cruzado con varias familias que se marchan maleta en mano después de haber pasado allí, por lo general, no más de una semana: “¡No me han dado ni los buenos días del cabreo que llevaban!”, suelta el hombre con ironía burlona.

Como buen lepero, marca las zetas cuando explica que este año ha visto en la urbanización muchas caras extrañas: familias forasteras que han alquilado los apartamentos a los dueños. Propietarios que este año han preferido renunciar al chalé a cambio de sacar un dinero extra que tape o, al menos, alivie agujeros.

La costa de Huelva es un microcosmos trasladable a otros muchos puntos de España. Septiembre se nos ha echado encima y supondrá el aldabonazo que marca el comienzo de una nueva pelea. La pelea del que vuelve a ese empleo con sueldo recortado; la pelea del que barrunta que cualquier día un ERE le roba el sustento; la pelea del que busca y busca sin acabar de encontrar; la pelea interior del que no sabe si seguir investigando en precario o marcharse al extranjero…

Muchas peleas individuales, mientras nos cuentan que los indicadores macroeconómicos marchan mejor de lo que cabría pensar. Llevamos cinco meses consecutivos sin destrucción de empleo, las exportaciones han batido récord en el primer semestre y hemos reducido el déficit de la balanza comercial un 69 por ciento respecto a 2012.

Lo cierto es que todo es cuestión de ver la botella medio llena o medio vacía.  Sólo un necio podría negar que algo está mejorando a base de mucho esfuerzo, pero sólo un ignorante podría obviar que esos datos esconden algo de trampa. La trampa de la estacionalidad o la falta de consumo interno.

Y es que España continúa estando como la mayoría de los españoles: en la pelea.  Comienza septiembre y, tras esta pequeña tregua estival, sólo nos queda apretar los dientes y dar lo mejor de cada uno de nosotros para sacar esto adelante. Dicen que el trabajo y la tenacidad suelen tener recompensa.  Según los expertos menos tendenciosos, los que ni desean masacrar al gobierno ni tampoco elevarlo a los altares, todavía nos quedan, por lo menos, dos años malos. Dos años hasta que el bolsillo del grueso de la gente lo note. Dos años hasta que volvamos a tener un verano sin tantos síntomas de que el personal anda pelado.

Hasta que llegue ese momento, sólo queda luchar, cultivar la paciencia, redefinir nuestras prioridades y, por si acaso, ¡quién sabe!, tentar a la suerte… por si nos toca la lotería.