Los traumas de cada uno son los traumas de cada uno. A mí me costó aprender a nadar. Y no aprendí hasta que me matricularon en un colegio en el que asistir a natación era obligatorio, porque la escuela tenía a gala ser un referente en ese deporte. Que tus compañeros ya tengan el caballito de mar naranja cosido en el bañador y tú empieces con el blanco y más miedo que vergüenza es un problema. Sobre todo cuando la solución es que tiren al agua como un saco de patatas y te digan aquello de “nada o ahógate”.
Aprender, aprendí. Pero el trauma se quedó en mi subconsciente, agravado años más tarde por la práctica del waterpolo. De aquellos días aprendí que no me gusta el roce humano bajo el agua. Notar como el pie de tu rival, algunos con unas uñas de buitre leonado, se apoya en la cinta de tu bañador para dificultarte los movimientos me dejó otro trauma. Desde entonces no soporto que nadie desconocido me roce, ni que sea ligeramente, bajo el agua. De ahí que elegir bien el carril donde vas a nadar en la piscina de tu gimnasio sea una decisión crucial. Veamos: ¿El carril donde está el chaval de 21 años y ni una gota de grasa? Descartado porque te pasará como un avión y vas a nadar con la sensación de que molestas. ¿El carril donde hay tres personas compartiendo 25 metros? Demasiado saturado. Al final te resignas a compartir carril con una señora mayor de las que nadan de espaldas alargando los brazos y tocando corchera, mondongos ajenos y lo que se ponga por delante.
Lo bueno del gimnasio al que voy ahora es que, al rato de calvario, el monitor se acerca al borde de la piscina y nos pide a todos una reubicación de los carriles, de manera que nos pongamos mejor distribuidos y según nuestro nivel. Con mi trauma a cuestas, de la última piscina donde estuve me borré precisamente porque nadie se molestaba en hacer algo tan sencillo como eso. La piscina era pública y dejaban apuntarse a cualquiera que los solicitara, sin tener en cuenta si había saturación de espacio o no. Nadie se molestaba en pedir a los usuarios que se diesen una ducha antes de tirarse al agua y en más de una ocasión los usuarios se daban cabezazos o golpes involuntarios entre ellos en medio de la piscina, con el peligro que ello conlleva. ¿Qué hacían los monitores? Pues se limitaban a estar pendientes del carril de clases particulares y el resto que se apañara. En la sala de máquinas la cosa no estaba mejor. A nadie se le exigía el uso de toalla para no dejar el sudor impregnado en los aparatos, ni hacía nada para arreglar las goteras que estaban expandiendo un desagradable olor a humedad por la sala. Los monitores te atendían si ibas a buscarlos a su mesa. De lo contrario, se entretenían enseñándose vídeos de Internet en el ordenador que tenían allí instalado y quejándose de los recortes a los que les habían sometido.
El día que me borré, la chica de administración me preguntó el motivo y cuando le dije que notaba dejación en las instalaciones y en el personal puso cara resignación, dando a entender que muchos usuarios se estaban marchando por el mismo motivo. Pagar más por el nuevo gimnasio fue una jodienda, pero comprobar que ha merecido la pena también tiene algo de triste. Es la confirmación de que al perro de todos se lo comieron los piojos. Cuando detrás de un negocio hay alguien particular, alguien que ha invertido su dinero y el de sus hijos para que todo salga bien, ese alguien suele dejarse la piel para que la cosa salga adelante. Y cuando vienen mal dadas, no tiene tiempo para quejarse: o lo arregla o cierra. Lo público, por el contrario, y le pese a quien le pese, suele degradarse con más facilidad, tiende a crecer en estructura hasta convertirse en lento o ineficiente y el sentimiento de pertenencia se diluye en esa idea de “es de todos”, que, desgraciadamente, acaba degenerando en el convencimiento de que, en realidad, “es de nadie”.
Para que lo público funcione necesita de una cultura social que, desgraciadamente, en este país no tenemos. Por eso se roba tanto el dinero público, por eso se defrauda tanto, porque se tiende a pensar que lo de todos es de nadie. Y no estoy diciendo nada que los sociólogos, psicólogos y economistas no hayan descrito ya como “la tragedia del bien comunal”. Lo que me sorprende es que algunos sigan defendiendo con tanta vehemencia la nacionalización de todos los servicios y actividades posibles, como si eso fuera la panacea y la solución a todos los problemas. Salvo la educación y la sanidad, que sí necesitan ser cubiertas por la administración con la que nos hemos dotado los ciudadanos, el resto de actividades hay que dejarlas a la iniciativa privada. Es mejor confiar en la diligencia de quien sabe que se juega los cuartos que en la supuesta buena fe y responsabilidad de una sociedad donde cada uno va a lo suyo.
Sé que decir esto puede ser impopular para muchos en unos momentos en los que hablar de iniciativa privada suena a demonios capitalistas, y cuando ciertamente debemos buscar soluciones urgentes para los abusos a los que nos ha llevado el cambiazo de la economía real por el gran bingo financiero en el que se ha convertido todo. Pero los que se pongan de los nervios o tenga objeciones que me expliquen por qué en la URSS acabaron fabricando más zapatos de los que podía usar la población, mientras faltaban alimentos; por qué en Cuba los heterosexuales se prostituyen en el mercado gay del Malecón de la Habana para llegar a final de mes; por qué en Argentina faltan compresas en pleno verano austral o por qué en Venezuela, que nada en un mar de petróleo, las estanterías de los supermercados están vacías. Tal vez es porque olvidaron que la realidad es machacona y que al perro de todos se lo suelen comer los piojos. Y eso no es culpa ni de ideologías ni partidos políticos. Tiene que ver con nuestra propia naturaleza como individuos y como sociedad.