Definitivamente, Carmina va a tener razón. Como diría la madre de Paco León, se está muriendo gente que no se había muerto nunca. Lo malo es que algunos no deberían morir nunca. Su cerebro tendría que ser conservado en formol y su experiencia vital debería poder sacarse en un pen drive para luego metérsela en la cabeza a cualquiera que pretenda circular por este mundo.
A muchos la muerte de Günter Grass no les dirá mucho. Un premio Nobel más que se va al otro barrio, tras una vida larga y vivida como pocas. Para mí siempre será el autor del único libro que se me atragantó durante años. Y mira que mi cabezonería me ha hecho terminar libros que no se comerían ni los lobos. Pues un verano de los 90, con apenas 16 años, se me ocurrió atacar la lectura de El Tambor de Hojalata. En la página 43 tuvo que dejarlo. Lo del crío que piensa como un adulto desde el vientre de su madre y que decide no crecer más el día que cumple tres años, con una abuela que pelaba cebollas, que olía a mantequilla rancia y que siempre llevaba puestas cuatro faldas al mismo tiempo me pareció droga dura. 747 páginas en ese plan se me antojaron un castigo demasiado grande, incluso para mi vergüenza torera. Sin embargo, pasaron más de diez años y aquel libro puesto en la estantería con el cordel de separación en la página 43 siempre pareció retarme. Los libros susurran y aquel parecía decirme “Soy el único libro que no has tenido bemoles de leer”.
Todavía no recuerdo cómo fue aquel día que lo tomé por el lomo para darle otra oportunidad. De repente, se hizo el milagro. Las metáforas cuadraban y el contexto histórico era fascinante. Nadie ha contado como Günter Grass cómo pudo ser que un país culto y refinado como Alemania acabase sucumbiendo a la ideología más salvaje que ha dado Europa. El Tambor de Hojalata te mete de lleno en la piel de quienes vivían en Danzig a comienzos del siglo XX cuando esa ciudad que era un puerto libre, donde alemanes y polacos convivían tras siglos en los que su soberanía había cambiado de manos como una pelota de ping pong. A veces sólo hace falta la miseria económica para sentirse fascinado por un mesías que te martillea a través de la radio. Otras veces sólo es necesario observar como los jóvenes de la ciudad se van colocando la camisa parda como algo “cool” para que el animal gregario que llevas dentro nos haga apuntarnos al carro para no sentirnos diferentes. Y en otras ocasiones sólo hay que dejar brotar la envidia hacia el vecino al que le va mejor para odiarle por las razones más estúpidas como su idioma materno, el origen de su apellido o su confesión religiosa.
Lo escalofriante de El Tambor de Hojalata es comprobar con qué sutileza se va metiendo en el cerebro de la gente la ideología nazi. Los pocos que se hacían preguntas incómodas eran puestos en solfa y cuando los sentimientos y la euforia están en todo lo alto, ya es demasiado tarde. La gente mira hacia otro lado, mientras el vecino judío desaparece para siempre o el colegio de niños con discapacidad es cerrado sin que se sepa a dónde fueron los niños. Precisamente, lo que quiso explicar Günther Grass con su realismo mágico a la alemana era tan complicado de asimilar que tuvo que inventarse la figura de un crío de tres años que se ha negado a crecer físicamente, pero que tiene la lucidez que le falta a los adultos que le rodean.
Sin duda, lo que atormentó a Grass, hasta que una neumonía se lo llevó este lunes, fue el no haber tenido la lucidez del pequeño Óscar Matzerath. Incluso él, un referente moral en Alemania, crítico como pocos con el totalitarismo, tuvo que reconocer que de joven fue seducido por Hitler. “Creer en él no cansaba”, llegó a confesar en una autobiografía que le valió las críticas de mucha gente por haberse alistado a las temidas SS Waffen dirigidas por Himmler.
Algunos quisieron desautorizar para siempre a Grass por haber tenido un pasado nazi y no haberlo explicado con detalle hasta 2006, después de muchos años de presentarse como azote de quienes quitaban hierro al pasado hitleriano. Yo, en cambio, creo que Günter Grass era una mina tanto por su lucidez, como por sus propias contradicciones personales. El ejemplo viviente de lo contradictorios y peligrosos que podemos llegar a ser y de la cautela que debemos tener siempre con los que nos invitan a sumarnos a las ideologías que buscan tratarnos a todos como una masa indignada.
Grass escribía en una vieja Olivetti de color verde, rodeado de dibujos de Goya, al que admiraba por plasmar con maestría la miseria moral del ser humano. En los últimos años estaba preocupado por el poco futuro de la juventud en Europa y por cómo le recordaba la situación actual a la juventud que él vivió. Llegó a decir que estábamos camino de una tercera guerra mundial. Ojalá estuviese equivocado. Ojalá seamos capaces de dar siempre una segunda oportunidad a los libros y de mantener encendida la llama de la lucidez y la autocrítica.