Hay muchas maneras de matar a una persona indefensa. Pero algunas son especialmente crueles. Obligar a la víctima, arrodillada, sudorosa, aterrorizada, a coger el teléfono para llamar a sus padres es una de ellas. Forzarle a decir “voy a morir” y, a continuación, pegarle el tiro en la cabeza para que lo oiga su familia al otro lado del teléfono ya es para nota.
Ha sucedido en Kenia, donde los islamistas entraron en la universidad y obligaron a recitar el Corán a los alumnos. A los musulmanes los dejaron marchar. A los cristianos los masacraron. ¿Habrá una historia más potente que contar desde el punto de vista periodístico? Pues conozco a bastantes compañeros de profesión que no abrirían un informativo con esa noticia porque lo ven como algo “lejano” o porque reconocen que la muerte de cristianos no “vende” tanto como los atentados contra judíos o los hechos discriminatorios contra la comunidad negra o el colectivo gay. Ponerse a hacer campaña para denunciar que, ahora mismo, están masacrando a cristianos indefensos en muchos puntos del planeta “da pereza”. No vaya a ser que piensen que eres un “capillitas”.
Actualmente está en marcha una auténtica limpieza étnica contra las comunidades cristianas más antiguas del planeta, las primeras que recogieron las enseñanzas de aquel personaje extraordinario que fue Jesús de Nazaret, y el mundo mira hacia otro lado. Sólo hay que ver el lugar que ocupan esas noticias en la escaleta de los medios de comunicación y compararlo con las historias mucho más insustanciales con las que abren la mayor parte del tiempo. Aquí, sin embargo, lejos de sensibilizarnos por lo que está pasando, estamos a otra cosa.
Semana Santa en algún lugar de España. En un monitor de televisión rompe a sonar el himno nacional. La imagen muestra la salida de una talla de la Virgen a hombros de los esforzados costaleros. La gente que se ve alrededor del paso está emocionada y aplaude con devoción. En cambio, bajo techo, en el lugar de Madrid donde me encuentro, esa pasión y ese rugido del himno irrumpen sin pedir permiso, cogiendo con el pie cambiado a más de uno.
No obstante, los hay con cintura necesaria como para tirar de reacción prefabricada, con el automatismo propio del comercial que saca su tarjeta de visita del bolsillo interior de la chaqueta. No faltan bromas sobre el himno: “espérate, que me levanto y me llevo la mano al corazón”. Tampoco burlas o comentarios irónicos hacia los que se emocionan ante la imagen de la Virgen: “Mira como lloran los pobres, que alguien les dé un pañuelo…”.
El himno de España lo he escuchado muchas veces. Procesiones he visto unas cuantas. Y a los de las bromas también los tengo más vistos que los pianillos de la feria. Forman parte de la fauna hispana. Se movilizan porque van talar unos árboles aquí, recogen firmas porque un animal está en peligro de extinción allá o se concentran para impedir que cierren el casal cultural del barrio. Todo eso es loable y les honra, pero cuando detectan que algo toca de forma tangencial el cristianismo o la bandera de España se lavan las manos como Pilatos, por muy justa que sea la causa. Y no me refiero a quien no es religioso o pasa de banderas sin más, lo cual es totalmente respetable. Me refiero más bien a los que tienen que estar todo el día con sus sarcasmos, a los que necesitan demostrar continuamente que son “anti” para sentirse realizados. Lo hacen con ese barniz de supuesta superioridad moral del que pone la etiqueta de “casposo” a todo lo que no le gusta. De igual manera que José Arcadio Buendía cogió aquel hisopo entintado para llenar Macondo de etiquetas con el nombre de todos los objetos, estos supuestos guardianes de la progresía etiquetan mentalmente a todos los que son víctimas, a su juicio, de las tradiciones y corrientes más rancias.
En el pueblo donde transcurre Cien años de Soledad tuvieron la suerte de vencer la enfermedad del sueño, pero aquí vamos camino de sucumbir a la estulticia de otra enfermedad: la del laicismo más asilvestrado y cada vez menos armado intelectualmente, que no sabe hacia dónde va y, lo que es peor, tampoco le importa. Sólo alguien que viva en la indigencia intelectual puede pretender que un país o un continente entero renuncie a sus raíces culturales para embarcarse en no se sabe bien qué tipo de sociedad posmoderna, donde el relativismo y la indiferencia sean las únicas referencias, sin que eso tenga consecuencias.
Relativismo e indiferencia. Indiferencia e incongruencia. Que los estadounidenses arrestan a quien se mofe de su bandera, lo vemos normal porque “esos tíos si saben hacerse respetar”; que los franceses paran un partido porque se pite el himno, la mayoría entiende que hay que respetar La Marsella y los valores de Libertad, Igualdad y Fraternidad que representa. Ahora bien, aquí un club se niega a ceder su estadio porque no quiere que se pite el himno de su país en su propia casa, por la carga de oído que eso supone, y ponemos a caldo a ese club y a quienes sugieren que debería suspenderse la final de Copa. Los que dicen que pitar el himno de España es “libertad de expresión” son los mismos que se harían las víctimas indignadísimas si se procediese igualmente con sus símbolos.
Pues digo yo que entre el “Dios, patria y Rey” y esta sociedad nihilista y contradictoria en la que nos están metiendo los de las etiquetas y las gracietas pseudoprogres habrá algún término medio. Una sociedad en la que no hubiese que humillar ni reírse de nadie por sus creencias, en las abrazásemos las causas justas, sin distinciones, y en la que superásemos de una puñetera vez “la falta de autoestima” que nos carcome. Luis Goytisolo explica en El País (http://goo.gl/uLcoVg) como esa “falta de autoestima” hace que, como sociedad, nos metamos continuamente autogoles de lo más ridículos. Y es que, siempre hemos sido campeones del mundo en echar mierda sobre nosotros mismos, en bromear con lo que no toca y en presumir de ser “anti”. Pero lo “anti” sólo sirve para destruir, no para construir, que es de lo que verdaderamente se trata.