Poner en valor en sede hostelera

Está en todas partes. Se cuela por las rendijas de nuestra vida como la peste más pertinaz. Si se tratara de un virus, podríamos decir que los ciudadanos somos sus víctimas y que los políticos son sus mayores portadores. ¡Y mira que los políticos están mal vistos hoy en día! Pues nada, chico. Esa manera barroca, estéril y estúpida que tienen de hablar los que se dedican a la cosa pública continúa haciendo estragos. Desgraciadamente, los periodistas nos hemos convertido en un estupendo reservorio, en una imprescindible cadena de transmisión, para homologar en nuestro día a día una manera de expresarnos que destroza el idioma y nos hace cada día un poco más necios. Porque el idioma amuebla la cabeza. Si la palabra claudica, la mente va detrás inexorablemente.

Tengo para mí que el día que aceptamos hablar de “violencia de género” cayó un dique de contención mental, que no podía traer nada bueno. A pocos les dio por pensar que quien puso nombre a la primera “Ley contra la Violencia de Género” era un analfabeto funcional que no alcanzaba a entender que “género” sólo tienen las palabras: masculino, femenino y neutro. Lo que tienen las personas es “sexo”. Y el hecho de que coincidamicrófonos en llamarse “masculino” y “femenino” no nos habilita para hablar de violencia de género. Si algún integrante de la Generación del 98 o de la del 27 resucitara y escuchase hablar de “un nuevo caso de violencia de género” seguramente creería que un adverbio ha agredido a un verbo, o que un sustantivo se ha entregado a la policía tras acosar a un artículo determinado. Se debería hablar de violencia sexista, machista, pasional, doméstica… hay mil posibilidades. Pero nunca la que finalmente ha hecho fortuna.

Mejor no hablar de la estulticia de las que confunden feminismo con gilipollez y hablan de “miembras” con el regodeo de quien se cree un rebelde con causa. La causa de suprimir el género neutro por confundirlo injustamente con el masculino. Pobre letra o, qué poco la comprenden… O de la desidia de quienes renuncian a buscar sinónimos en su vida y se conforman con llamar a todo “cosa” o encontrarlo todo “complicado”, como si en este mundo no hubiese nada arduo, difícil, complejo, enmarañado… Con este panorama, compramos cualquier mercancía, y ahí los políticos aparecen como unos vendedores de burras lingüísticas sin parangón.

Veamos: ¿a qué dedica la mayor parte del tiempo un político medio en España? A hablar mucho sin decir nada, intentando dar la sensación de que pilota mucho la materia que están tratando. ¿Cómo se consigue eso? Pues, por ejemplo, alargando mucho las frases. Cuando uno sabe para sus adentros que no está diciendo nada, siente horror vacui, miedo a parecer hueco. Mejor decir algo en tres palabras, en lugar de una. A falta de calidad lingüística, cantidad. Por eso no dicen “valorar”, mejor decir “poner en valor”. ¿Para qué vamos a decir “en el juzgado” o “en el parlamento”? Mucho mejor hablar de “sede judicial” o “sede parlamentaria”. Así, poquito a poquito, vas añadiendo palabrejas para sumar segundos y dar la sensación de haber expresado algo sesudo.

El problema de todo esto es que la gente de a pie acabe copiando a los políticos. Sería terrible. Si no, probad a hablar como un político profesional en vuestra vida cotidiana. Yo, sin ir más lejos, voy a invitar este fin de semana a mi mujer a una cena romántica en un buen restaurante. Le voy a comentar que “pretendo poner en valor nuestra relación sentimental en sede hostelera”. No sé, todo sea que amenace con darme una patada en el género neutro. Y es que un manierista del lenguaje debe correr ciertos riesgos cuando tiene por esposa a una miembra de armas tomar.