Uno de los problemas de tener un sistema educativo tirando a flojo es que, a la mínima que te descuidas, te pierdes episodios de la Historia que son, sin duda, apasionantes. Si en el colegio apenas nos explicaron la historia de España y el siglo XIX era ese que nunca daba tiempo de explicar (“en arte, romanticismo y neoclasicismo.. y en política… eh, muchos golpes de estado… Ya si eso, os lo miráis en el libro de texto por vuestra cuenta”), no podíamos esperar que nos explicaran la Stunde Null.
En los libros de Historia nos cuentan la segunda Guerra Mundial hasta Yalta y Potsdam. A partir de ahí, Alemania deja de tener interés y no vuelve a aparecer el resurgir de las dos Alemanias de la Guerra Fría. Pero lo que pasó en territorio alemán el día después de la derrota de Hitler, la Hora Cero, siempre me ha parecido tremebundo. Un país arrasado por completo ve como su mitad oriental es tomada por Rusia y Polonia, de manera que su población, millones de personas, se ve obligada a dejar sus casas con lo puesto. ¿Adónde van? Pues a lo que queda de Alemania, un lugar arrasado por las bombas, con gente vagando por las calles, recelosos de los compatriotas que vienen del este a competir por la poca comida que se encuentra y con la moral destruida por la derrota militar, el despertar al horror de los campos de exterminio y con millones de mujeres violadas por los soldados soviéticos. Más allá de que hicieran todo lo posible para merecerse muchos de esos males, cuesta creer que los alemanes pudieran levantarse de esa cornada de la Historia. Pero lo hicieron y les ha salido un país bastante apañado, donde continúan cortando de raíz cualquier guiño pseudonazi y donde la autocrítica por lo ocurrido en el pasado sigue grabada a fuego.
Una vez, hablando con un viejo profesor de alemán ya retirado, le pregunté qué recuerdos de la infancia conservaba. Yo supuse que su infancia en aquella Alemania de posguerra debió ser horrible. Sin embargo, él lo condensó todo en un recuerdo agradable: amerikanische Schokolade. Los críos, con esa tendencia a convertirlo todo en un juego, tienen una capacidad especial para olvidar lo malo y quedarse con lo bueno. Miles de niños alemanes prefirieron olvidar la miseria que les rodeaba y quedarse con las chocolatinas y los chicles que los estadounidenses lanzaron desde sus aviones. De manera subliminal, Estados Unidos consiguió presentarse ante millones de futuros adultos alemanes como algo simpático, amigable, como los tipos que les lanzaban chocolate del cielo. El Plan Marshall hizo el resto y no hace falta contar que los yankees se convirtieron en los amos del mundo.
Me viene esta reflexión a la mente cuando veo la manifestación de Pegida en Dresde contra la llegada de refugiados sirios. Hay un tufo neonazi en esas concentraciones que viene a demostrar que el monstruo duerme dentro de nosotros, nunca acaba de morir, siempre esperando a que se den las circunstancias necesarias para salir a flote. El miedo a tener que compartir lo poco que se tiene con mucha gente, mucho más necesitada que tú, es legítimo. El miedo a todo lo relacionado con el Islam es comprensible tras lo vivido en los últimos 15 años. Pero hay vicisitudes en la vida que te marcan para siempre. A mí la paternidad me hace ver a mi hijo en cada crío con el que me cruzo por la calle o que veo en televisión. Hay algo que me quema por dentro cuando pienso en mis desvelos por que Daniel no coja frío en El Retiro, mientras esos críos de la misma edad, o más pequeñitos aún, tiritan y lloran en brazos de unos padres desesperados.
Tal vez sea demasiado ingenuo, tal vez ser padre me haya vuelto menos sensato, pero yo me imagino una Europa fuerte, segura de si misma, cogiendo el toro por los cuernos. Una Europa que se pregunte «¿cuánto hay que poner»?, «¿a cuánta gente hay que acoger?». Una Europa que reciba temporalmente a esos desplazados, que no vienen a nuestra casa por gusto ni pretenden quedarse en la mayoría de los casos, mientras aprovechamos nuestra tecnología militar para borrar del mapa al DAESH cueste lo que cueste, incluidas las bajas humanas de unos soldados que tengan todo nuestro reconocimiento público. Una vieja Europa que confíe en sus servicios secretos y fuerzas de seguridad para controlar a los posibles lobos que se hayan colado entre las ovejas. Una Europa que ponga en marcha un plan Marshall en la nueva Siria a reconstruir y que gane influencia política y económica en esa zona, antes de que lo hagan Rusia o China. Y me imagino a esos niños sirios, a esos futuros adultos musulmanes, de vuelta en Siria para levantar su patria, sin olvidar a la vieja Europa que un día les acogió. A los americanos les salió bien con los europeos que sobrevivieron a Hitler. Claro que Estados Unidos decidió que iba a ser clave en la política internacional y combinó humanidad con inteligencia en beneficio propio. Dos cualidades de las que no vamos sobrados últimamente en el viejo continente. Aquí somos más de mirar para otro lado y esperar siempre que sean otros los que pongan el dinero, las vidas y las chocolatinas. Así nos va.