El miedo y la gran guardería que se avecina

Hace cosa de un año fue noticia en todos los telediarios la imagen desgarradora de una joven madre, apenas una cría, que irrumpió en el pleno del ayuntamiento de Cádiz con un niño de tres años ayuda a los políticos. La chica estaba en el paro y se había quedado sin ayudas económicas. Delante de las cámaras, y fuera de sí, llamó sinvergüenzas a los políticos y les acusó de estar matándola de hambre. También acusó a la alcaldesa de haberla metido en un cuchitril con su niño. Se refería a la pensión que le habían facilitado para que madre e hijo no estuvieran en la calle. Ella aseguraba tener derecho a un piso de protección oficial mejor equipado.

Al final, entre el escándalo y el estado de nervios de la joven madre, la policía optó por desalojarla del consistorio. Ver cómo esa madre era llevada en volandas mientras pataleaba y gritaba estar enferma por depresión resultó desgarrador. Yo me quedé tocado, pensando sobre todo en ese crío que no tenía culpa de nada y que, desde luego, no lo iba a tener fácil en la vida. Cuando asomamos la cabeza por encima de la cuna, no es lo mismo descubrir que estamos en casa de los Botín, que en una pensión pagada por los servicios sociales.

¿Y la madre? ¿Me dio pena la joven madre? Pues también, pero de una manera diferente. Me dio mucha pena que, siendo tan joven, se hubiese metido en semejante laberinto. Y creo que había que hacer lo posible por ayudarle a salir de ese pozo. Sin embargo, había algo que me chocaba. Decía que eran los políticos los que tenían toda la culpa de todo lo que le había pasado. Yo creo que los políticos han tenido mucho que ver en toda la porquería que hemos debido tragar durante los últimos cinco años. Aún así, hay actitudes que no me acaban de cuadrar. ¿Por qué esa chica no tenía estudios? Su época de formación académica coincidió con la época de vacas gordas, cuando nadie dudaba de que la educación pública era accesible a todos y de una calidad razonable. ¿Por qué tuvo un hijo tan joven? ¿Por qué no tenía pareja estable? ¿Por qué no intentó marcharse a otro lugar a iniciar una nueva vida cuando las cosas empezaron a torcerse en Cádiz? No hay duda de que el entorno nos marca y a veces nos pone una pierna encima, que diría aquel. Pero no es menos cierto que nosotros, como individuos, hacemos mucho cada día para marcar nuestro destino. Y eso es precisamente lo que eché en falta en ese caso y en otros tantos. Los bemoles para reconocer nuestros propios errores y miserias.

Siempre lo hemos sido, pero la crisis nos ha venido a confirmar que somos una sociedad con un puntito paternalista. Y para que algo sea paternalista, algo debe ser infantil. Cuando caemos en el convencimiento de que nuestra “suerte” o “mala suerte” es independiente de lo que nosotros hagamos o dejemos de hacer, y que son “otros” los que tienen que proveernos y sacarnos las castañas del fuego, entonces, nos estamos alejando del adulto que somos o deberíamos ser.

Estos días la gente, por aquello de si se les pega algo, anda como loca leyendo las biografías y los consejos de los hombres y mujeres que han sabido triunfar en la vida e incluso convertir la crisis en una oportunidad. Llama la atención que muchos de ellos no nacieron en familias ricas o si lo hicieron, los avatares de la vida les hicieron perder todo y tener que comenzar de cero. Me parece cuanto menos curioso que tipos tan diferentes, con edades tan distantes, que nacieron en puntos tan alejados y dedicados a actividades tan diversas como Leopoldo Fernández Pujals o Anxo Pérez coincidan en tantísimas cosas. Ambos hablan sin tapujos del enorme miedo que sintieron en sus comienzos. Los que triunfan no son supehéroes, son personas que reconocen haber sentido pavor antes de haberse lanzado a la aventura de intentar mejorar su vida. También hablan de cómo las personas que les rodean, aunque les quieran y lo hagan sin maldad, intentan desanimarles y hacerles desistir de sus ideas. Ese es otro esfuerzo que deben realizar. No sólo vencer su propio miedo, sino también al desánimo que les insufla esta sociedad que no entiende al que se sale del carril paternalista.

La conclusión que de todos ellos se puede extraer es que, si se sueña y se hace el esfuerzo de vivir ese sueño, se puede. Y que se puede, no sin antes sufrir muchos golpes y muchos fracasos por el camino que también sirven para aprender y mejorar. Y todo eso, sin esperar gran cosa del entorno. Más bien al contrario, dando por hecho que el entorno será como la corriente del río que hay que remontar. Ahora que tanto se piden soluciones paternalistas, imposibles de realizar o que implicarían convertir España en una gran guardería, conviene tenerlo en cuenta. Cuando aceptas vivir en una guardería, quedas a expensas de que alguien quiera o pueda pagarte la plaza.

Sin dientes y pagando la factura de la luz

El amor no tiene edad. Por no tener, no tiene ni miedo a un nuevo fracaso de esos que te dejan sin dientes y pagando la factura de la luz. Sin embargo, el enamoramiento tardío sí tiene memoria. Por eso los dos cincuentones que comen en un bar de menú a 9 euros trufan su agradable conversación con oportunas advertencias cifradas sobre sus manías irreconducibles (no me acuerdo nunca de bajar la tapa del váter) o sus cargas irrenunciables (tengo dos hijas que son lo primero para mí). Nunca es tarde para que dos almas solitarias sondeen la posibilidad de comenzar una nueva andadura, si la experiencia vivida y las cicatrices sufridas se ponen sobre la mesa de buenas a primeras.

Los dos tortolitos no tienen reparo en expresarse a viva voz, a pesar de los oídos indiscretos del resto de comensales. Claro que, para indiscreto, el dandi que comanda la conversación de la mesa contigua. Pelo cano y fuerte, de ese que te permite sortear la calvicie cruzada la madurez, y cuerpo razonablemente atlético. El reloj y la camisa denotan poderío y quienes se sientan a su mesa le escuchan embelesados. Todos menos la que debe ser su mujer. Ella asiste a la ceremonia pinchando el tenedor en el filete con la indiferencia de quien ya ha asistido muchas veces a la misma función.

El tipo pertenece a esa subespecie que alterna los bocinazos con repentinas bajadas de voz, como si de repente cayese en la cuenta que está siendo indiscreto, pero sin dejar de buscar fugazmente la mirada cómplice de los desconocidos que le rodean. No quiere que los demás cacen datos clave, pero se gusta siendo centro de atención y demostrando, aquí y allá, que sabe manejar la guita y que le va razonablemente bien.

Una amiga muy pija, que solía ir de compras a Londres como el que va a La Gavia del Ensanche de Vallecas, me comentó una vez que demostrar a todas horas que tienes mucho dinero es síntoma de mal gusto. “Falta de elegancia”, creo que fueron sus palabras. “Los ricos de toda la vida son muy discretos, a diferencia de los que se han enriquecido de la noche a la mañana”, me comentaba pensando con asco en los constructores que se hicieron de oro durante la burbuja inmobiliaria. Sin duda, mi amiga habría disfrutado con las confesiones de nuestro dandi.

Resulta que hace unos años se hizo con una opción de compra sobre unos terrenos para construir una serie de chalets. Antes de que el terreno fuera propiamente suyo decidió iniciar las obras con la ayuda de unos socios a los que ocultó que aquello todavía no le pertenecía realmente. La contrapartida era cederles algunas de las viviendas a un precio irrisorio sobre el papel. Bajo cuerda habían pactado un precio algo más alto que le darían en negro. Cuando llegó la hora de la verdad, los socios se negaron a pagarle ni un duro más de lo que ponía en los papeles y le denunciaron por el asunto de la titularidad de los terrenos. “Me tangaron y encima me llevaron a juicio y me condenaron”, concluye el dandi en un final apoteósico de su performance, mientras los comensales niegan con la cabeza acompañándole en la indignación.

Que un tipo que intentó tomar el pelo a unos socios y que pactó defraudar a Hacienda se ofenda porque los socios le acabasen tomando el pelo a él, y sobre todo que lo explique con ese desenfado, da una idea de cómo somos por estos lares. Ahora nos indignamos mucho con la corrupción. Nos damos golpes de pecho y exigimos castigo, sin querer reconocer que la mayoría de los que no sisaron no lo hicieron porque no tuvieron ocasión. No nos engañemos, aquí hay demasiados dandis dispuestos a hacer dinero fácil y demasiada gente que les ha visto siempre con sana envidia. Gente que no ha explotado hasta que les ha faltado para el potaje. Entonces sí, entonces pedimos castigo y justicia poética.

Pero la justicia poética la carga el diablo. La política es como el fútbol: un estado de ánimo. Y en el barrio de El Retiro alguien se ha animado a pintar la hoz y el martillo en un anuncio de marquesina donde reza: “creemos en la energía de este país”. No sé si servirá como lema, pero el CIS ha confirmado lo que muchos no han querido escuchar durante mucho tiempo: en este país hay demasiada gente demasiado cabreada y desesperada. Tanto como para amenazar con dar la llave de la gobernabilidad a un profesor universitario que se reconoce admirador de Robespierre y del uso de la guillotina en tiempos de revolución. Que esta opción aglutine el voto, o al menos la amenaza de voto a un año de las generales, de tantísimos ciudadanos demuestra lo mal que están las cosas y la desprotección intelectual con la que afrontamos este envite.

Precisamente, esta semana se celebran los 25 años de la caída del muro de Berlín. Tan sólo hemos necesitado un cuarto de siglo para comprobar que el capitalismo sin contrapesos lleva a una sociedad crecientemente injusta e inhumana. Tan sólo 25 años para que otros se hayan dejado, con descaro, la memoria en el cajón para recuperar del armario de la naftalina recetas colectivizantes que resultaron igualmente desastrosas, injustas e inhumanas. ¿Qué hacer? Entre el capitalismo salvaje y el comunismo casposo debe haber algo lo suficientemente decente como para que nos podamos gobernar con dignidad.

Son tiempos de cambios profundos y debemos estar atentos para desechar tanto a los adanistas que prometen el oro y el moro, como a quienes se creen que esto se arregla con una mano de pintura. El posmodernismo nihilista de los que han partido bacalao es tan pernicioso como la era del voluntarismo naif que ahora pregonan algunos.

Curiosamente, unos y otros desconfían de propuestas intermedias como las del economista Thomas Piketty, un capitalista del que discrepa la élite capitalista porque propone recetas para redistribuir la riqueza, y del que también desconfían los neocomunistas porque no deja de ser capitalista. No sé si las recetas de Piketty serán la panacea, pero yo iría abriendo el oído a todo tipo de propuestas sosegadas. Lo que sí sé es que a Churchill no le faltaba razón cuando decía que la democracia es el mejor sistema porque garantiza que no tengamos un gobierno mejor del que nos merecemos. Ahora que tanto nos indignamos, haríamos bien en mirarnos en el espejo para reconocer con humildad y autocrítica que somos lo que hemos votado, que hemos votado lo que somos y seremos lo que votemos. Que la solución no radica en los políticos, sino en la honestidad y el empuje de cada uno de nosotros como ciudadanos. Importante tenerlo en cuenta para no quedarnos definitivamente sin dientes y pagando la factura de la luz.

El cliente siempre tiene la razón, aunque a veces ni lo sepa

Cuenta la leyenda que Isidoro Álvarez, siendo ya de largo el gran Isidoro Álvarez, cogió un día el abrigo y cruzó la calle para visitar de incógnito una tienda de Zara. El presidente de El Corte Inglés, el hombre que había convertido el mítico almacén de Preciados en el imperio que hoy todos conocemos, se paseó por aquella tienda de Inditex observando el género, su disposición, la actitud de los dependientes, el hilo musical, los precios… Nada ni nadie quedó sin pasar por el ojo escrutador de don Isidoro. Tenía el mítico tendero un gran imperio, pero algo le tenía medio mosca. Había notado que, en los años de crisis, su sección de moda había encajado el golpe algo peor que Amancio Ortega.

¿Qué estaba haciendo aquel gallego que había comenzado vendiendo batas de boatiné en La Coruña para vender más que nadie en tiempos de crisis? ¿Por qué atraía con mayor facilidad a los más jóvenes? En esta España nuestra, cualquier presidente de más de 70 años, que ya lo hubiese demostrado todo, se habría acomodado, habría mirado la cuenta de resultados y hubiese pensado: “bueno, sigo teniendo beneficios a pesar de todo y mi negocio es tan grande que va a seguir rodando por pura inercia. Ya vendrán tiempos mejores”. Eso, o habría mandado ordenar una campaña agresiva de publicidad, o habría pedido consejo a unos consejeros de esos que, como no saben, contratan una auditora externa para que aconseje por ellos… Sin embargo, don Isidoro no se conformó y, aún siendo ya un anciano sin nada que demostrar, supo mantener la exigencia, reconocer el talento de la competencia y, sobre todo, reconocer que si bajaban las ventas era por algo. Algo que debía ser mejorado porque, como él siempre decía, “el cliente siempre tiene la razón”.

Es tan cierto ese lema que en los últimos días un listillo que se creía más listo que nadie ha tenido que agachar la cabeza y reconocer públicamente que, efectivamente, el cliente siempre tiene la razón. Michael O’Leary dueño de Ryanair, se ha visto obligado a pasar por el aro. El mismo que se descojonó en la cara de los trabajadores de Spanair que fueron despedidos cuando quebró la compañía española, porque así él se haría cargo de sus rutas; el mismo que nos cobró por no tener impresa la tarjeta de embarque; el mismo que nos hizo correr como putas por rastrojo por la pista del aeropuerto, cuales hámster con maleta, porque se negaba a asignar asiento, con tal de hacer del embarque un “mariquita el último”; el mismo que nos puso la cabeza loca con publicidad abordo y el mismo que llegó a pensar en hacernos viajar de pie, para meter más gente en el avión, ha tendido que reconocer sus errores y excesos. Ryanair ha aceptado asignar asientos, permitir que las agencias de viaje vendan sus billetes y potenciar el negocio clase business. ¿Por qué? Pues porque O’Leary, que llegó a estar convencido de que la gente aceptaría lo que fuera con tal de viajar barato, ha visto la cuenta de resultados y ha constatado que los viajeros estaban empezando a irse a otras compañías, donde se sentían tratados con más respeto. Y es que, al cliente siempre hay que darle lo que pide.

Claro que a veces el cliente no sabe lo que quiere. Por lo menos es lo que piensan en Apple, donde Steve Jobs llegó a dar un paso más allá al anunciar que no sólo iban a satisfacer las demandas de los clientes, sino que les iban a generar unas necesidades que ni siquiera sabían que tenían. Apple consiguió, entre otras cosas, revolucionar el mundo de la música con el Ipod y el servicio Itunes. La venta online de música cambió los hábitos de consumo de tal manera que la industria musical ha estado doce años sin levantar cabeza. Gracias a Internet, los usuarios descubrieron que podían bajarse (legal o ilegalmente) sólo la canción que les gustaba, y no el álbum entero. El sector primero clamó contra el cambio de modelo en sí y luego lloró por la piratería. Doce años perdidos hasta que, por fin, están volviendo los beneficios a través del streaming. Resulta que la solución estaba en aprovechar Internet, la misma herramienta que ha estado a punto de asfixiarlos.

La irrupción de Internet en los negocios supone dos cosas: piratería más o menos descarada (en el caso de España es escandaloso) y el resurgimiento de la economía colaborativa. Lo primero hay que combatirlo en la manera de lo posible, lo segundo ha llegado para quedarse, nos guste o no, en un momento de apreturas económicas y de necesidad de eficiencia y deconstrucción consumista. Y aquí hay dos opciones: o te pones a patalear porque no te gustan los cambios o te pones a pensar cómo adaptarte. El español Kike Sarasola, presidente y fundador de la cadena de hoteles Room Mate, es más partidario de lo segundo. Ante la competencia de los apartamentos turísticos ilegales anunciados en Internet ha decidido crear Be Mate. ¿En qué consiste? Pues Sarasola ha decidido investigar qué apartamentos turísticos hay a 300 metros a la redonda de su hotel y a los mejores les ha propuesto una alianza: “Te cobro un 10 por ciento de comisión a cambio de ofrecer a tu inquilino servicio de desayuno, de conserjería 24 horas, consigna y entrega de llaves”. Una fórmula con la que todos ganan. El hotel saca algo de esa competencia sobrevenida, el que pone el piso en alquiler lo tiene más fácil porque ofrece un valor añadido y el que lo alquila gana en comodidad y calidad. Puede que Be Mate no sea la solución definitiva y puede que haya que seguir dándole vueltas al asunto, pero es una primera aproximación muy inteligente que denota, ante todo, pragmatismo.

Ahora que la aplicación Uber ha aposentado sus reales en Madrid, tras hacerlo en Barcelona, los taxistas han vuelto con las protestas y las quejas. Las autoridades deberán protegerles de la piratería pura y dura, por respeto a quienes pagan sus licencias y seguros y por seguridad de los clientes. Sin embargo, mal harán los taxistas si deciden perder una década en llantos y pataleos, pretendiendo que todo siga igual, como hizo la industria musical, o si caen en la soberbia de O’Leary y piensan que su producto es perfecto y que el usuario no tiene ni voz ni voto. Lo mejor sería coger el abrigo de don Isidoro Álvarez y darse una vuelta mental por la nueva competencia. ¿Qué ofrecen las nuevas aplicaciones? ¿Por qué resulta atractivo? ¿Es sólo el precio más bajo? ¿Hay algo más?  Son preguntas que seguro tienen respuesta. Y cuando la tengan, se puede actuar como Kike Sarasola y hacer de la necesidad virtud porque siempre, siempre, hay algo que mejorar en tu producto o servicio. Cuando el cliente se va con otro es por algo. El que llega de la nada tiene el empuje de la novedad, pero el que lleva años tiene la experiencia y el prestigio. Esas son las herramientas, junto con la humildad y la inteligencia, para sobrevivir y volver a engatusar al cliente. Y es que al cliente siempre hay que darle lo que pide. Porque el cliente siempre tiene razón.

Miedos y esperanzas ante la perspectiva de un supositorio

Así a bote pronto, levantar los piececillos a un bebé y ponerle un supositorio suena más a ciencias que a letras… Miro de soslayo a mi mujer con la esperanza de que mi frágil argumentación funcione, pero, por sus ojos escépticos de científica embarazada, parece que no ha colado. Cuando llegue el chaval habrá que pringar a partes iguales, compartiendo miedos y esperanzas.

Estas últimas semanas ha triunfado en Youtube el vídeo de un crío afroamericano sentado en el asiento trasero de un coche. Su madre aprovecha para comunicarle que va a tener un nuevo hermano. El tercero, puesto que el crío en cuestión ya comparte asiento en el vehículo con su hermana pequeña. Pues bien, lo que ha causado furor en la red ha sido la reacción indignada del chaval al conocer la buena nueva. “¿Otro hermano? ¿En qué estabais pensando? ¡Es exasperante!” El niño se lleva las manos a la cara y gesticula tal cual lo haría cualquier adulto, si su pareja le dijese que ha vendido la casa y todo su patrimonio para comprar una batamanta de la teletienda. Cuando la madre le insiste en que será muy bonito y que deberá cuidar de él, el guaje suelta al cielo un desesperado “¿Por qué?”, como diciendo “¿Qué necesidad hay de complicarse la vida, con lo bien que estamos o, mejor aún, con los problemas que ya tenemos?”

Lo cierto es que son muchos los que piensan, si no igual, parecido. En un mundo creciente de singles voluntarios o accidentales, cada vez son más los que subrayan que traer un hijo al mundo es una decisión absolutamente irracional. Irracional porque las economías personales no están para muchas tonterías. Si no sobra parné, y encima nos han enseñado desde pequeños que “para ser feliz” hay que consumir, hay que viajar cuanto más lejos mejor o hay que tener la libertad y la despreocupación de la chavalería que bailotea en los videoclips de One Direction, lo de tener un crío tiene mal encaje. “Si te lo piensas fríamente, no lo tienes”, concluye un amigo mío medio hipster que presume de soltería, mientras elige con aire despreocupado la funda para su nuevo Iphone 6.

Pero más allá del mero egoísmo que te pueda echar para atrás por el miedo a perder algunas de tus comodidades, está el miedo puro y duro. El miedo, vamos a decirlo claramente, a cagarla de todas todas. El miedo a fastidiar la vida a alguien que no pidió venir a este mundo y que te necesita. Este fin de semana, sin ir más lejos, he asistido a una interesante discusión, al calor de unas cervezas. Dos jóvenes metidos ya en el mercado laboral conversaban sobre cómo les marcó el colegio que sus padres eligieron por y para ellos. Uno acabó bastante quemado por haber ido a internados donde nunca encajó y donde le hicieron sentir mal “por no dar la talla”, no tanto en las notas, sino en “el modelo a seguir”. El otro, en cambio, lo que lamentaba es que sus padres no le hubiesen llevado a un colegio de mayor rigor para, a día de hoy, poder codearse con las élites. Vamos, que lo mismo te pasas, que te quedas corto. Les observo atentamente, mientras me imagino al del supositorio, treinta años después, con una cerveza delante y acordándose de mí y mis decisiones que le puedan haber marcado de forma crucial. Uf, menuda responsabilidad…

Claro que lo más acojonante puede que sea ese amigo, con la camiseta vomitada a la altura del hombro y la casa empantanada de juguetes y tiestos varios, que mientras sostiene a su retoño para que eche el aire te suelta “es muy bonito, tío, es muy bonito, pero tú no tengas prisa”… Tócatelos, Mariloles… Así las cosas, los que somos creyentes buscamos consuelo en el concepto de la vida, como una rueda que no debe dejar de girar mientras todos vamos apareciendo, transitando y despidiéndonos de escena. Lo malo es que, en éstas, aparece Stephen Hawking con su pedazo de cerebro y todos sus conocimientos para insistir en que Dios no existe, que el universo está ahí haciendo sus cosas y ya está; que con el tiempo sabremos encontrarle explicación a esto…

Y yo que soy de letras digo: a mí esto del infinito se me hace muy grande, me da como angustia sólo de pensarlo. Que digo yo que en algún lugar estará la linde del universo, por muy grande que sea. Y detrás de esa linde estará alguien pilotando el asunto. Vamos, puestos a ponernos trascendentes, yo prefiero pensar que hay alguien llevando los mandos de esto. Y que ese alguien, si hemos llegado hasta aquí, lo que quiere es que sigamos dando cuerda a la cometa, en lugar de ensimismarnos mirándonos el ombligo y creyéndonos más de lo que realmente somos.

Seguro que muchos no piensan como yo, y otros simplemente no se comerán la olla ni la mitad que un servidor. Pero, pensándolo bien, el simple hecho de transitar mentalmente de un supositorio a la infinidad del universo, pasando por el porqué de las cosas, ya te demuestra que la paternidad supone tal sacudida vital dentro de ti, que perdérsela sería una verdadera pena.

¿No es acaso vivir tener emociones fuertes? Que vengan los aciertos, que vengan las equivocaciones, que vengan las risas y que vengan las lágrimas. Aquí estaremos para abrirles la puerta con coraje y esperanza. Bienvenida sea la vida.

Fatiguitas y esperanzas de volver al país de los posmodernistas

Ea, ya pasó, ya pasó… respira hondo… ¿Te das cuenta de que en realidad es peor pensarlo que pasarlo? Por fin es viernes. Para muchos, el primer viernes tras la dura vuelta de las vacaciones. La primera bocanada de fin de semana tras el fatídico momento de meterte en la cama sabiendo que al día siguiente volverás a perder la libertad. Se acabó disponer de tu tiempo y poder alejarte de ti mismo, de tu día a día, para –qué curioso- coger perspectiva y conocerte mejor.

Estos días muchos se habrán consolado pensando en todos aquellos que, por desgracia, o no han podido desconectar o, si lo han hecho, ahora regresan a su rutina del paro. La rutina del que tiene un despertador al que se la sopla que sea miércoles o domingo. Eso sí que es jodido, aunque, claro, tampoco es fácil para los que vuelven a ese clavo ardiendo en el que se ha convertido su puesto de trabajo. Demasiados quejidos estos dos últimos meses. Padres en la playa indignados al teléfono porque la empresa les llama para acortar sus vacaciones de la noche a la mañana, maridos a los que se les obliga a viajar al otro lado del mundo a pesar de que su mujer afronta un embarazo de riesgo, maestros a los que se despidió en agosto para repescarles en septiembre con nuevo y poco agradable destino, bajadas de sueldo directamente proporcionales al esfuerzo y dedicación de un montón de años…

El patio no está para farolillos. Está más bien para colas como la que ha conectado recientemente la Plaza de Callao de Madrid con la Puerta del Sol. Cientos y cientos de personas esperando bajo el calor de la capital a llenar una bolsa con las frutas y hortalizas que nuestros agricultores no pueden vender porque ese mono venido a más que es el ser humano sigue dándose de palos, esta vez, en Ucrania. El hombre del campo se desangra y clama contra los distribuidores que, en estas circunstancias, prefieren seguir bajando el margen del agricultor, antes que el suyo propio.

Esta semana has vuelto a ponerte unos pantalones largos y te has colocado tu reloj de pulsera, ese reloj que te quitaste al comienzo de las vacaciones, para sumergirte de nuevo con tu coraza mental en este caldo de cultivo tan propicio para los abusos y las tentaciones nihilistas. Al final parece que Nietzsche dio en la diana con su doble moral. El pensador alemán que abrió las puertas del posmodernismo sostenía que los poderosos no necesitaban moral, sino simplemente la manera de mantener y agrandar su poder. La moral era para los débiles, para los perdedores que, perdida toda esperanza, debían decidir si conservaban su moral o también se dejaban llevar. A esos sí se les planteaba un dilema.

Asegura un estudio reciente que en nuestra sociedad hay más psicópatas de lo que parece. No psicópatas de matar con una motosierra. Más bien, gente incapaz de empatizar y meterse en la piel del prójimo. Gente muy capaz de decir una cosa toda su vida y hacer la contraria. Jordi Pujol sería un ejemplo de ese tipo de poderoso, mientras que todos los pringaos que pagan impuestos y trabajan con tesón por una miseria representarían a la otra parte.

¿Cómo seguir siendo honesto? ¿Cómo seguir haciendo las cosas correctamente? ¿Cómo no perder el amor por el trabajo bien hecho? ¿Cómo?, si el posmodernismo te enseña una y otra vez que los atajos funcionan, que la meritocracia es un cuento, que el más poderoso tiene ventaja, que los escrúpulos son un lastre, que el bueno es tonto… Nos han enseñado a conseguir las cosas rápido, a ser materialistas, narcisistas, a pisar al otro para no perder comba, a negar lo que es justo, a ponernos en la piel de los malos con series como Los Soprano o Breaking Bad. Todo es relativo en estos días.

Afortunadamente, la crisis parece traer algo positivo. Una encuesta del Centro Reina Sofía asegura que los jóvenes están abandonando los intereses hedonistas y personalistas, a favor del compromiso colectivo, la lealtad o la confianza. Para alguien que va a ser padre próximamente, es un alivio pensar que el mundo todavía tiene solución. Eso y que todavía hay vendedores que se tiran una hora y cuarenta minutos para informarte con todo lujo de detalles sobre todos los tipos de carritos, capazos, maxi cosis y sillitas de bebé. El vendedor trabaja en un gran centro comercial y sospecha que sólo vas a informarte para comprar luego en otro lugar. Aún así tiene paciencia y se le nota que se esfuerza para estar a la última y dar el mejor servicio. Además, es sincero y te hace ver que lo mejor no es lo más caro. Al día siguiente compruebas que hace lo mismo con todos los clientes. Y una vez que ya le has comprado, te avisa de que habrá una rebaja dentro de un mes y que puede hacer un cambio para que te beneficies…

Con gente así da menos pereza volver a sumergirse en este mundo. Lo mismo hasta escribo una carta a sus superiores simplemente para que sepan la joya que tienen. ¿Perder tu tiempo libre escribiendo una carta para favorecer a alguien que apenas conoces simplemente porque ha hecho bien su trabajo? Puede que eso ya no se lleve, pero ya ves… que se joda el posmodernismo.

Los jóvenes y la mala leche acumulada

La actitud vital de aquel profesor de instituto me pareció admirable. Aquel tipo, camino ya de los 50, jamás se hará viejo. Podrá cumplir años, pero no envejecerá porque ha decidido no acomodarse en su paradigma mental. Siempre estará dispuesto a asomar los bigotes más allá de su zona de confort y eso, a la larga, resulta clave. “Todo esto de Internet me asusta un poco, sobre todo los cambios de actitud y costumbres en los chavales de hoy. Pero me niego a demonizarlo. Simplemente, puede que yo, por edad, no lo entienda”, me comentaba al tiempo que detallaba fascinado el universo de posibilidades que acababa de descubrir en la red social interna que había puesto en marcha en colaboración con sus alumnos adolescentes.

Desde luego, descifrar lo que viene a lomos de los más jóvenes no es fácil. La industria del automóvil está que se tira de los pelos porque ha constatado que, por primera vez en la historia de la sociedad de consumo, los menores de 25 años no consideran como una de sus grandes prioridades tener vehículo propio. El mamón que atormentó a los Hombres G estaba en la cúspide del barrio porque, además de un jersey amarillo, tenía un Ford Fiesta blanco. Sin embargo, hoy en día los expertos en contratación de las empresas punteras van de culo porque no acaban de pillar el punto a los Millennials, como llaman los cursis a los nacidos a partir de 1980. Resulta que la última generación adulta asentada ya en el mundo laboral no lo fía todo únicamente a un buen sueldo ni al prestigio profesional. Los directores de recursos humanos están comprendiendo que para retener a los más talentosos tienen que ofrecerles otro tipo de incentivos intangibles. Los veinteañeros y los que comienzan a pisar la treintena (y tienen la suerte de trabajar) prefieren un sueldo más bajo si eso les deja tiempo libre, y valoran más que nunca que su empresa tenga buena reputación social, que respete el medioambiente… En definitiva, parecen un poco más honestos y llevan peor la hipocresía que la generación de sus padres. Algunos, incluso, llevan esa actitud al extremo y les da por hacerse hipsters. Se trata de esa moda que consiste en vestir vintage para entregarse a la nostalgia de un pasado más naif, más cándido. Los hipsters son unos tipos raros que optan por montar en bicicleta, tomar Prozac y hablar de forma irónica para combatir el cinismo que les rodea.

A otros, en cambio, les da por entregarse a un líder inspirador que les haga creer que “sí se puede”, ya sea un presidente negro, un entrenador aguerrido o un profesor universitario mediático y con coleta. “Podemos”, gritan todos. ¿Y qué le pasa al personal para que esté así de obsesionado con la utopía? Pues, posiblemente, estemos ante un choque entre lo nuevo y lo viejo, como no sucedía desde los años 60 del pasado siglo.

Los jóvenes de hoy en día llevan mal estar en el paro o tener un trabajo precario, a pesar de su formación y de hablar idiomas. Sobre todo porque viven en un sistema con demasiados gobernantes que no pasaron por la universidad, ni hablan idiomas, ni saben lo que es trabajar fuera del partido, ni fomentan, cuando no aniquilan directamente, la meritocracia. A los jóvenes de hoy, además, les revienta que esa clase dirigente les mire con displicencia y les diga que todavía son demasiado jóvenes para opinar o actuar, a pesar de que muchos han sobrepasado ya los 30.

“Todavía sois unos críos” dicen quienes con esa misma edad se embarcaron a hacer la Transición, no sin antes haber idealizado Mayo del 68, cuando se gritó “prohibido prohibir” y se arrancaron adoquines de las calles de París para montar jaleo. Los jóvenes de hoy en día, sencillamente, no entienden que esa misma generación critique ahora la utopía. Aunque lo que peor se entiende es que esa generación del Baby Boom siga todavía en el machito sin dejar sitio a nada más. Veamos: tontearon con la rebeldía y la violencia de Mayo del 68, hicieron la Transición en su juventud, fortalecieron la democracia, corrompieron la democracia y ahora todavía se ven con ánimos de regenerarla, mientras miran con recelo a los que vienen detrás.  En definitiva, lo viejo frente a lo nuevo en forma de generación tapón.

Lo malo es que el tapón no da más de sí, y a la mayoría de los que han llevado las riendas durante décadas el paradigma ya nos les sirve para entender lo que está pasando. De Gaulle no entendió que los medios de masas cambiaban las reglas de juego, y los que hoy todavía mandan se apuntan a Twitter si convicción para dejar la cuenta abandonada en cuanto termina la campaña electoral. Ahora están alucinando con que un partido salido de la nada con ideas y actitudes poco sensatas se haya colocado como cuarta fuerza nacional, aupada por los jóvenes con dos cañas y mucha campaña en las redes. En Izquierda Unida se preguntan por qué no les han votado a ellos si defienden lo mismo, en el PSOE no se preguntan nada porque hace tiempo se entregaron a la mediocridad y en el PP lo más que han sabido decir es que son todos unos frikis.

La mitad de los que han votado a Podemos tienen menos de 35 años y la mayoría poseen estudios universitarios. ¿Hay que hacerles mucho caso? Pues, por sentido común, no deberían tener demasiado recorrido, teniendo en cuenta que, a pesar de lo moderno de sus formas, se han presentado con una propuesta más vieja que los balcones de madera: el comunismo que ya fracasó donde quiera que fue implantado. Además, ahora deberán crear estructuras organizativas y no hay nadie en política que no haya perdido frescura y empatía en ese trámite. Posiblemente, los primeros que han conseguido capitalizar de verdad el malestar sean precisamente lo peor y más peligroso de los que tienen motivos para quejarse. De hecho, parecería el sector más cainita. Les delata su maximalismo y su lenguaje belicoso, casi militarizante, que entronca con toda la mala leche asquerosa que se vertió en las redes con motivo del asesinato de la presidenta de la Diputación de León. Cualquiera que tenga un poco de luces debería estar experimentando mucha inquietud ante las consecuencias que pueda tener la radicalización de la política. En todo caso, todo esto no deja de ser un síntoma de que el tapón por algún sitio tiene que saltar.

Bien harían los que llevan décadas mandando en tomar las medidas pertinentes para dejar que el agua salga poco a poco y no de golpe, una vez el tapón salte por los aires. Lo viejo debe ir dejando espacio a lo nuevo. A lo más valido y sensato de lo nuevo, porque, de lo contrario, será lo peor de lo nuevo lo que abra la brecha. En Francia lo hicieron en su momento y la V República sobrevivió a Mayo del 68. Cambiar todo para que todo siga igual, entendiendo «todo» como una sociedad avanzada y democrática en la que la inmensa mayoría vive razonablemente bien. De momento, los del machito ya le han visto la coleta al lobo.

El peligro del postureo y la marca personal

Tengo un amigo que está alucinado con eso de Linkedin. Y es que, a pesar de la crisis, no son pocos los que han encontrado trabajo o han ampliado su red de contactos gracias a esa famosa red social. Los early adopters (que dirían los modernos), es decir, aquellos que se apuntan a un bombardeo y adoptan una tecnología o una aplicación nada más salir, hace tiempo que la usan. En cambio, los que nos cuesta más desenroscarnos la boina nos hemos ido sumando poco a poco a unas redes que, al margen de su utilidad profesional, te ayudan a hacerte una idea de cómo están las cabezas y por dónde van los tiros en este mundo.

Cuenta mi amigo que, después de tanto software, tanto hardware y tanta estrategia de posicionamiento SEO, lo que sigue mandando en Internet, en gran medida, es lo que ha funcionado de toda la vida de Dios: el postureo. Y no me refiero a que en nuestra foto de perfil de Facebook pongamos una imagen en la que nos damos un cierto aire a George Clooney, cuando en realidad, la mayor parte del día somos más bien como Woody Allen. Me refiero a la sublimación del arte de vendernos a nosotros mismos.  Contaba Leo Harlem en uno de sus monólogos que no entendía esa manía de la gente de mentir y exagerar en Linkedin: “Coño, miente para vivir bien sin pegar ni chapa, no para trabajar!!!

El caso es que son muchos los expertos que nos bombardean en estos tiempos de zozobra económica y social con la necesidad de cultivar nuestra “marca personal”. Básicamente, la cosa consiste en vendernos como si fuéramos una marca más para posicionarnos en el mercado, de manera que nos elijan a nosotros en lugar de a otro que, por currículum y experiencia, podría pasar por nuestro hermano gemelo. Pero cuando todos tenemos una licenciatura, un máster y dos o tres idiomas ¿cómo nos diferenciamos del resto? Pues aquí entra la magia del “personal branding” como, efectivamente, dirían los modernos.

Los gurús de estas materias, lógicamente, no te recomiendan ni te animan a que mientas, pero es verdad que se dan fenómenos curiosos. Si tú te presentas a ti mismo sólo con tu mecanismo, la cosa, así de entrada, funciona más bien poco. Eres uno más de los muchos que buscan trabajo. Pero si te creas una pequeña empresa, aunque al principio haya poco más que el nombre y el logo, y pruebas a poner que eres “director general de nosequé”, ahí la película cambia. Se te comienzan a agregar contactos y la gente muestra más interés. ¿Qué ha cambiado? Básicamente eres el mismo, pero la imagen que proyectas a los demás es diferente.

No digo que esto no pueda estar bien, porque echas a rodar una bola que, al final, puede desembocar en una dinámica positiva asentada a la larga en tu talento y esfuerzo.  Pero, ¿no corremos también más que nunca el peligro de caer en la trampa de las apariencias?  Todo el mundo, en mayor o menor medida, ha conocido alguna vez a alguien exitoso que, así de lejos, parecía un torbellino. Alguien que, sin embargo, analizado de cerca, no tenía ni tanto talento ni era tan trabajador: simplemente, sabía venderse muy bien.

Dentro de un mes, España acudirá al Mundial de Brasil dirigida por Vicente del Bosque. Un entrenador exitoso y respetado al que en su día echaron del Real Madrid porque no hacía personal branding. “Su librillo está anticuado” llegaron a decir las altas instancias madridistas que se obsesionaron con eso de “proyectar imagen”. El propio Florentino Pérez, harto también de malgastar dinero con entrenadores de baloncesto de mucho prestigio y palique, acabó buscando al más barato de los preparadores, pensando posiblemente en, puestos a no ganar títulos, gastar lo mínimo en la sección. El elegido fue Pablo Laso. No tenía currículum en la élite ni un discurso rimbombante. Paradójicamente, el Madrid de baloncesto ha vuelto con él a la élite y, a pesar de haber perdido por segunda vez la final de la Copa de Europa, muchos madridistas le creen cuando asegura: “que nadie lo dude. Volveremos a jugar una final de Euroliga y la ganaremos”.

Laso representa la sencillez, la sensatez y la fe en el trabajo bien hecho. Con eso ha llegado muy lejos, casi tanto como el Cholo Simeone al que, visto como le trata la prensa, posiblemente ahora mismo ganaría las próximas elecciones europeas, si fuese candidato. El Cholo comenzó dejando eso de la marca y la proyección de imagen a los demás. Lo suyo era reconocer su inferioridad y trabajar con humildad para hacerlo lo mejor posible. Lo ha hecho tan bien que, al final, se ha llevado por delante a infinidad de equipos convencidos de que “su marca” sería suficiente para ganar a un equipo, a priori, más débil.

Estos días, atléticos y no atléticos andan seducidos por una idea tan sencilla como revolucionaria: “si se cree y se trabaja, se puede”. No dudo de que la marca sea importante y que sea necesario trabajarla con mimo. Pero el que se obsesione hasta el punto de dedicarse en exclusiva a esos menesteres se estará equivocando.  No habrá éxito, si en todo lo que hacemos no hay una base de trabajo, esfuerzo y honestidad.

Levantarte una mañana sin saber que vas a salvar una vida

Todo aquel que no pueda dormir por motivos ajenos a su voluntad sabrá perfectamente de qué estoy hablando. Puedes ser un tipo entrañable, un buen amigo, un esposo ejemplar, un hijo modélico, un trabajador profesional como pocos, un ciudadano comprometido, un contribuyente honradísimo y puede que hasta experimentes un demoledor remordimiento cuando, por despiste, eches un envase al cubo de la basura orgánica…, pero como algo o alguien no te deje dormir de forma sistemática, créeme, acabarás sintiendo un deseo irrefrenable de invadir Polonia. Por algo, una de las torturas más efectivas en la base de Guantánamo consiste en la privación del sueño…

El pequeño desquiciado que llevo dentro cuando no duermo lo suficiente se ha imaginado a sí mismo, en infinidad de ocasiones, subiendo al piso superior para hacer pagar, con todo tipo de venganzas, las horas de sueño que me ha robado mi vecina. Tiquitiquití, tiquitiquití… El bastón, el andador o lo que sea que utiliza para desplazarse por el piso es como un martillo pilón que no te deja conciliar el sueño por muchos tapones que te pongas. Cómo una mujer de movilidad reducida puede tener semejante hiperactividad a lo largo y ancho de los 70 metros cuadrados de su vivienda es un misterio insondable.

El caso es que llega el fin de semana y por fin crees que vas a dormir una noche como las “personas humanas”, que diría aquel. Pero he aquí que, cuando todavía no han marcado ni las siete de la mañana, tu mujer te rescata de lo más profundo de tu dulce sueño para ponerte en alerta:

-Sergio, despierta. A la vecina de arriba le pasa algo.

-La madle que la palió…

Te incorporas como puedes, mientras te quitas los tapones de los oídos y la férula de la boca (no, no puedo ser un atractivo metrosexual las 24 horas del día, también yo merezco un respiro) y pones en guardia el oído. Efectivamente, se escucha un leve quejido: “Ay, qué dolor; ay, qué dolor…”

Rápidamente subimos a la planta superior y escuchamos el llanto de la vecina al otro lado de la puerta. Le preguntamos si está bien y nos ruega que abramos, sin acertar a explicar qué le sucede. Lógicamente, no tenemos llave y la puerta blindada está cerrada a cal y canto. Llamamos al 112. En tres minutos de reloj un policía local está ante la puerta del piso. El municipal llama a los bomberos y éstos se presentan cinco minutos más tarde. Cuando nos queremos dar cuenta tenemos a tres bomberos dentro de nuestro piso para estudiar la estructura de la planta y hacerse una idea de cuál es la mejor manera de acceder al piso de arriba. Finalmente, deciden extender una escalera por la fachada para entrar por la ventana. Mientras el camión se aproxima, llega una ambulancia. Cuatro trabajadores del SAMUR aguardan en el descansillo de la escalera cruzando apuestas sobres si se tratará o no de una rotura de cadera. Finalmente, los bomberos abren desde dentro y los sanitarios se movilizan.

Un bombero se asoma y nos cuenta que la mujer estaba en el baño cuando se ha caído hacia delante dando con la cabeza en el suelo. “No podía moverse, estaba aturdida y la postura le dificultaba la respiración. De no haber llamado vosotros, en una hora habría muerto”, nos felicita.

Primera reflexión: hasta diez profesionales y dos vehículos se movilizan en menos de media hora para salvar una vida humana. Reconforta la idea y te reafirma en el convencimiento de que hay determinados gastos presupuestarios que siguen mereciendo la pena, por mucha crisis que haya. Que los políticos recorten de gastos superfluos y duplicidades administrativas, pero no de esto.

Segunda reflexión: una mujer mayor no debería vivir sola en su piso, mientras sus hijos residen en la otra punta del país. Por muchos sanitarios, policías y bomberos que tengamos, nunca habrá mejor inversión social que la cultura de familia y el compromiso con los tuyos.

A mi vecina no se le ha roto ningún hueso, pero continúa ingresada porque le han detectado una neumonía con la que convivía sin saberlo. La soledad de esa mujer me apena. Me ha robado muchas horas de sueño, pero deseo que vuelva pronto a casa. Al final va a tener razón mi mujer: a pesar de lo que refunfuño cuando no duermo, va a resultar que soy un tipo entrañable. Hay que joderse…

Una cuestión de honor

Paco es tu tío jovial. Un cachondo, que se suele decir. Cuando queda con sus amigos le gusta hacer el ganso para que el tendido se ría a gusto. Esa sonrisa pícara y esa mirada apuntando al suelo después de cada chanza recuerdan al niño travieso que algún día fue. Entonces la vida era diferente. Aquel crío pasaba la mayor parte del tiempo en su ciudad, una bulliciosa capital de provincia, donde las horas con la cuadrilla de amigos constituían el entretenimiento principal.

Hoy en día las cosas han cambiado. Paco pasa largas temporadas fuera de casa y las risas de los amigos están muy caras porque en ocasiones se encuentran a miles y miles de kilómetros. Paco es militar y cuando le conocí las risas de la cuadrilla ya sólo llegaban a sus oídos de vez en cuando. Pura física. Las carcajadas de una capital de provincia española, por muy fuerte que se proyecten, no pueden llegar a un campamento militar en Afganistán. Allí lo que se oye es el silbido del viento. Eso en un día tranquilo. Cuando los talibán querían jarana, lo que se escuchaba en aquella base era el ruido de los morteros y los disparos de kalashnikov.

Con Paquito coincidí una noche de fiesta en su ciudad, en su ambiente, con su gente. Las bromas de siempre y su público entregado, como siempre. Sin embargo, pasadas las chanzas, con la cuadrilla distraída en todo tipo de conversaciones, descubrí a un Paco meditabundo, apartado de los demás. Con la copa en la mano, observaba la pista de baile y el deambular de jóvenes ociosos en una noche de marcha. Le pregunté en qué pensaba y se encogió de hombros: “Estaba pensando en lo tranquila que vive toda esta gente, mientras a mí me pegan morterazos un día sí y otro también”. En ese momento sentí una extraña sensación de culpabilidad. Yo pertenecía al grupo de los despreocupados que no saben lo que es un mortero y que jamás arriesgaríamos la vida por lo que pagan a militares como Paco. En el Ejército nadie se hace rico y pocos son los que te dan las gracias. A diferencia de países como Estados Unidos, aquí los soldados tienen que aguantar todo tipo de improperios sobre su capacidad intelectual o el dinero público que se destina al material que utilizan. Así las cosas, la pregunta parecía obvia: “¿Te arrepientes de tu profesión? Paco tardó un par de segundos en contestar, pero esta vez no se encogió de hombros. Simplemente me miró a los ojos y me dijo: “No, no me arrepiento. Es un mi obligación. Es mi vocación”.

Hay gente que está hecha de una pasta especial y, no nos engañemos, hay trabajos que deben realizarse y que requieren de gente especial. Los militares lo son. Quien conozca bien ese mundo sabe que no son unos pirados a los que les gusten las armas, sino hombres y mujeres con una vocación de servicio a los demás que se sale de lo común. En las últimas décadas nuestros militares se han dedicado principalmente a salvar y proteger vidas, y lo han hecho en precario, soportando los mismos o más recortes que nadie. Sólo que un recorte para ellos no es trabajar con un ordenador lento o tener que reutilizar el papel por la otra cara, sino jugarse el pellejo.

Es por eso que me alegro profundamente de que Josefina Valiño se haya llevado una alegría en las últimas horas. Josefina es la madre del capitán Daniel Pena Valiño y hace unas semanas nos escribió una carta desgarradora en la que pedía ayuda a los periodistas para que no se dejase de buscar a su hijo y a los otros tres militares que se hundieron en aguas de Fuerteventura con su helicóptero el pasado 19 de marzo. Ironías de la vida: dedicaron su existencia a rescatar a los demás y, durante unos días, se pensó en abandonar el rescate de sus cuerpos porque la operación era demasiado complicada y costosa.

“Cuando pasen tres meses se les dará por fallecidos… Una medalla y supere usted la vida como pueda”, lamentaba Josefina sin alcanzar a entender por qué la vida de un militar debe tener menos importancia en los medios de comunicación que la de un marinero o un bañista. No sabemos si esa carta habrá tenido algo que ver o no, pero el ministerio de Defensa  ha puesto finalmente lo que había que poner para sacar ese helicóptero a flote y poder enterrar como se merecen a Daniel, Carmen, Sebastián y Carlos. Por sus vidas ya no se puede hacer nada, pero la nave ya ha sido localizada. Y han hecho lo correcto porque en esta vida hay cosas que no se hacen por dinero. Hay cosas que son, pura y llanamente, una cuestión de honor.

Érase una vez una película pirata de pateras y cinismo

Nunca conocí su apellido. Supongo que tampoco le convenía darlo con pelos y señales. El último día que le vi tan sólo me dijo que se llamaba Sekou (creo que se escribe así) y que venía de Mali. “Diarrá, Diarrá”, decía sonriendo para recordarme que, por aquel entonces, un compatriota suyo jugaba en el Real Madrid. Corría 2007 (o quizá 2008) y aquí nadie se olía todavía la crisis. Vivíamos felices especulando con el ladrillo y pidiendo crédito para irnos de vacaciones. Sekou no tenía pinta de haber pisado un resort en su vida, pero sonreía mucho y señalaba con la mano las películas pirata que había esparcido por la acera de una de las calles más discretas del barrio del Retiro de Madrid. Se apoyaba en un árbol y miraba de soslayo a un lado y a otro para detectar a posibles clientes pero, sobre todo, a la policía.

Yo nunca fui lo suficientemente buen cristiano. Cuando salía del supermercado cargado de bolsas me limitaba a corresponder su saludo. Otras veces, esquivaba su mirada y seguía mi camino. Incomoda salir de un sitio lleno de comida y toparte con alguien que apenas tiene nada.  Todo hasta que un día se me escapó el asa de una bolsa. Sekou se agachó rápidamente para ayudarme a recoger la carga. Le di las gracias y a partir de ahí me quedé cortado, sin saber cómo proceder. Improvisé. Busqué en el bolsillo y le ofrecí la calderilla del cambio, pero no la quiso. Se echó para atrás negando con la cabeza. Le volví a dar las gracias y él se quedó apoyado en aquel árbol, como si tal cosa. Me sobrecogió la honestidad de quien necesitaba esas monedas, pero se negaba a aceptarlas de cualquier manera. “A una persona con esa actitud jamás se le pasará por la cabeza robar o hacer daño a nadie”, pensé.

Una semana más tarde volví a hacer la compra. Otra vez la misma sonrisa a la entrada. Otra vez la misma mano ofreciendo las películas a la salida. Le digo que no quiero películas, pero esta vez le ofrezco la calderilla directamente. En esta ocasión sí la acepta, momento que aprovecho para preguntarle de dónde es. Me dice que de Mali y me hace el numerito de Diarrá para demostrarme su fervor madridista. En esto, una mujer con un carrito de la compra se le acerca, le da un par de monedas y le trata con llamativa confianza. “Es muy buen muchacho y no da ningún problema”, asegura la señora mientras me cuenta que el subsahariano, según le ha confesado él mismo en alguna ocasión, pasó las de Caín en una patera y luego por el desierto para llegar al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes desde donde dio el salto a la península. Sekou asiente satisfecho dando validez a lo que allí se está diciendo, mientras la mujer relata de carrerilla que nuestro protagonista dejó en su ciudad de origen a su madre y a una hermana pequeña. A su padre no le recuerda, un hermano murió de malaria y otro emigró a Europa sin que se volviese a saber de él. La señora se tiene bien aprendida la vida de Sekou, o al menos la parte que él está dispuesto a contar, porque se niega a confirmarme si rinde cuentas a alguna mafia por lo que saca de las copias pirata. Al relato de su odisea sólo añade que, cerca de Melilla, estuvo un tiempo durmiendo en una cueva.

Después de aquella conversación no volví a verle. Me marché de vacaciones de verano y a la vuelta ya no estaba. Ignoro qué rumbó tomó con su manta repleta de cintas ilegales, pero cada vez que veo a un subsahariano me acuerdo de él. Pienso en todos los Sekous que pagan 3.000 euros para subirse a una patera o para cruzar el desierto a pie, para que, tras cada intento infructuoso, la gendarmería marroquí les deje tirados en la frontera de Argelia, de nuevo en la casilla de salida, con una simple botella de agua. Pienso en los que siguen viviendo en cuevas o hacinados en el monte Gurugú esperando dejar la miseria de África para abrazar eufóricos la simple pobreza de Europa. La bendita pobreza de vender películas pirata apoyado en un árbol, con el recuerdo lejano de tu madre y tu hermana.

¿Cómo consiguen sonreír con esa mochila vital a cuestas? Sencillamente no lo sabemos porque es imposible meterse en su piel. Como también es imposible para la mayoría de nosotros meternos en la piel de los agentes de la Guardia Civil que, cumpliendo fielmente con su cometido, tienen que aguantar que estos días les acusen poco menos que de ser unos asesinos.  Cualquiera que conozca un poco a los que ingresan en la Benemérita sabe que esos hombres y mujeres han nacido para servir al prójimo y que serían sencillamente incapaces de hacer daño a nadie indefenso. Sólo hay que tener dos dedos de frente para entender que hay que estar ahí, intentado parar a un centenar de hombres legítimamente desesperados, para saber lo que es eso.

La muerte de 15 muchachos de piel oscura a pocos metros de nuestro territorio en circunstancias confusas ha encabronado el debate público hasta límites insoportables: valientes que ayudan a los sin papeles sobre el terreno de forma encomiable; supuestas buenas personas que evitan cruzar la mirada con esas almas en pena; demagogos que pretenden ahora abrir las fronteras sin restricciones con tal de desgastar al rival político, pero que jamás acogerían en su casa a un solo inmigrante; gentuza que reconoce con desvergonzado cinismo que esto es lo que hay y que nuestro bienestar se basa en que ellos sigan instalados en el infierno…

Cínico el que pretenda mirar para otro lado, como si el problema de la inmigración ilegal no existiera o se fuera a solucionar solo como por arte de magia. Y cínico el que pretenda vender la idea de que toda África puede instalarse de la noche a la mañana en el mundo desarrollado sin un mínimo control. Aquí cada cual con su empatía, su egoísmo, su demagogia o su ignorancia, mientras nadie atina a dar con una verdadera solución. Y es que posiblemente esa solución no exista porque, como bien sabe Sekou, donde quiera que se encuentre, este mundo a veces es jodidamente difícil.