Una escena en el metro que te reconcilia con el género humano

Levanto la vista al cambiar de página y a mi lado, un metro más abajo, me encuentro esa mirada con ese chupete. Me mira con gesto relajado, pero sin quitarme ojo de encima. Observa por un segundo la portada del periódico que sostengo y vuelve a mirarme a los ojos. Le sonrío, y mueve el chupete. Le vuelvo a sonreír, y vuelve a mover el chupete. Me río para mis adentros mientras regreso a la maraña de hedge funds, bonos convertibles y concursos de acreedores.

Leer la prensa económica en el metro tiene su aquel. Siempre he tenido la teoría de que los compañeros que hacen información económica escriben de forma premeditadamente enrevesada para que sólo les entiendan los lobos de Wall Street y los colegas del gremio. El asunto te obliga a cierto grado de concentración, con la dificultad añadida de no perder la cuenta de las paradas, para no pasarte de largo. Sin embargo, algo vuelve a captar mi atención y me obliga, de nuevo, a levantar la vista del papel salmón.

-“Mírala, angelito. No da ninguna guerra”, dice una mujer que observa con ternura a la cría del chupete.

-“¿Y del desgraciado del padre no se sabe nada?”, pregunta un hombre que viaja a su lado.

-“Qué va” -replica otro adulto- “Y mejor que no se sepa porque ya le dije que de mi nieta me encargaba yo”

-“Menudo sinvergüenza”, concluye el primer hombre, con pinta de ser un conocido que se ha topado por casualidad en el metro con los abuelos de la criatura. Les conoce pero no está al cabo de las últimas novedades.

Los tres, por la forma de vestir y la manera de hablar, parecen encuadrados en eso que se llama (o se llamaba) la clase media. Desde luego no encajan en el perfil de familia que, por razones socioculturales, pueda admitir con naturalidad que su hija pequeña se presente un día en casa con un bombo no previsto. Y mucho menos que el polinizador en cuestión se desentienda de la criatura.

-“En diciembre ya no me pagó la pensión y este mes tampoco creo que lo haga”.

La que habla ahora es una cría que no pasa de los 18 años. Está escorada a mi izquierda sujetando el carrito de la niña y me obliga a girarme con cierto disimulo para observarla. Es una joven con la mirada triste pero la voz firme. Viste y habla en línea con sus padres, de manera que se aleja del prototipo de princesa de barrio.

-“Yo ya le dije que asumo mi error y que, para estar a malas, ya me encargo yo. Pero qué menos que contribuya económicamente…”

-¿Tú trabajas?, pregunta el amigo de los padres.

-“Esa es la suerte que tengo: que estoy trabajando, a pesar de cómo está todo”.

Me quedo con la duda de saber en qué trabaja una cría que no tiene edad para haber terminado la universidad. Ignoro también si su maternidad accidental le habrá obligado a abandonar los estudios. Lo que sí sé es que hay algo en la manera de hablar de esa chica y de sus padres que me conmueve. ¿Compasión? ¿Lástima? No, todo lo contrario. Proyectan una seguridad y una alegría que llaman poderosamente la atención. Sobre todo, cuando el abuelo añade irónico:

-“Nos llegó el regalo en el mejor momento. Justo cuando mi mujer se quedó en el paro y a mí me redujeron el sueldo”.

-“De todo se sale”, apunta la abuela mientras no deja hacerle muecas a la nieta.

No hay miedo ni rencor en las palabras o miradas de esta familia que, a buen seguro, hace apenas dos o tres años no se hubiese creído capaz de protagonizar semejante escena en el suburbano de Madrid.  Entre los cinco han conseguido que no me acabe de leer el periódico, pero ha merecido la pena. Me bajo en mi parada reconciliado con el género humano.

Para cualquier familia de clase media ver como se pierden dos sueldos en cuestión de meses sin un horizonte claro de recuperación es un mazazo. Y la familia del metro parece que lo ha asumido con entereza. Que tu hija pequeña, que todavía no ha empezado a vivir ni a trabajar, se quede embarazada de un jeta seguro que tampoco entraba ni por asomo en la hoja de ruta. Y esta familia también lo ha asumido, de tal manera que no parecen dispuestos a tirar la toalla, ni a amargarse la existencia. Dicen los datos que en España hay casi dos millones de familias con todos los miembros en el paro, que los abuelos están dando sus pensiones para mantener a hijos y nietos,  y que, en definitiva, la familia está siendo clave para que esto no arda por los cuatro costados.

Dicen también, no ya los datos, sino el refranero, que no hay mal que por bien no venga. Esta crisis nos está ayudando a recordar lo importante que son la familia y los valores asociados a ella. Valores que hacen que abuelos, padres, hijos y nietos junten hombro con hombro y avancen despacito pero sin pausa, con una filosofía que recuerda a los tercios españoles del siglo XVI.  Todos somos uno y aquí no se deja atrás a nadie. Estar unidos y mantener la calma es lo que nos sacará de esta.

Eso incluye a la madre que ha perdido el empleo, al padre que ya no gana lo que ganaba, a la hija que tuvo la mala cabeza de complicarse la vida antes de tiempo y a la cría que no tiene culpa de nada y que, hoy por hoy, no tiene miedo al futuro. Tan sólo masca su chupete con ojos curiosos, sin saber que, a pesar de los pesares y gracias a su familia, el mañana será suyo.

Las trolas de verdad y el peligro sordo de las medias verdades

Sus hijos eran feos. Feos de cojones. Demasiado feos para un tipo con semejante planta de playboy y con una esposa tan atractiva.  Tanto el padre como la madre eran más que resultones para lo que se estila en China. Los dos pertenecían a la casta de los nuevos ricos del gigante asiático. Lo tenían todo para triunfar y ser felices. Sin embargo, vaya por Dios, los tres hijos les habían salido horrorosos: nariz extremadamente respingona, ojos minúsculos y labios morcillones… un poema.

El padre de familia empezó a sospechar:  

-“¿No me la habrá pegado mi mujer con otro?” Me parece poco probable, pero es que ya no sé”…

 -“¿Los tres hijos engendrados con el mismo amante generador de niños feos? No creo, Jian”, le decía su mejor amigo y paño de lágrimas.  “Piensa que, a veces, de padres guapos, hijos poco agraciados”. 

-“¡Pues yo no puedo seguir así! Mi hija me horroriza y Jian junior… ¡Jian junior parece un vampiro mellao! ¿Cómo voy a medrar en las reuniones del Politburó? ¿Cómo voy a lucir en los photocalls de las revistas con semejante prole a mi lado?”

Tales fueron los lamentos y gritos del protagonista de nuestra pequeña historia que, al final, la mujer acabó confesando. Aquella belleza oriental con carita de porcelana no siempre había sido tan guapa. Antes de casarse se gastó cien mil dólares en cirugía estética. Antes de conocer a su marido, ella también se paseaba por este mundo con una nariz extremadamente respingona, unos ojos minúsculos y unos labios morcillones…

La genética no entiende de nuevos ricos y, descubierto el pastel, Jian Feng se sintió ultrajado. De hecho, pidió el divorcio y denunció a su esposa por engaño. Ahora la justicia china le ha dado la razón y ha condenado a la neoguapa a indemnizarle con cien mil dólares. Los mismos que se gastó para dejar de ser un cardo borriquero.

 Estarán conmigo en que parece poco probable que la justicia española pueda tomar una decisión parecida. Lo primero que dirían los magistrados, y con razón, es que ser feo es una putada pero no un delito. Además, analizado el caso con ojos hispanos, tampoco faltaría quien dijese que, hombre, engaño, engaño… tampoco fue.  Simplemente, no dijo la verdad.

Lo de las verdades a medias y los silencios cómplices es muy español. Aquí se escribió El Lazarillo de Tormes. Aquí a nadie se le ocurre dejar la bicicleta sin atar a una farola. Aquí ningún periódico coloca en la calle esos dispensadores anglosajones que te permiten, si quieres, llevarte todos los ejemplares habiendo pagado sólo uno. Aquí se da por hecho que la mayoría, si sabe que no le pillan, roba y miente.

Está tan asumido, que la condescendencia para con quien mete una trola es acojonante.  Sin ir más lejos, el exministro de Economía, Pedro Solbes, no ha tenido ningún problema en reconocer que ocultó la gravedad de la crisis que se nos venía encima para poder ganar las elecciones de 2008. Sabían que iba a temblar el suelo, pero Zapatero y sus mariachis mandaron a Solbes a la tele con la misión de mentir. Se rió de Manuel Pizarro en aquel debate, le dijo que exageraba cuando decía que el paro iba a crecer de forma dramática. No hizo lo que debía hacer para paliar la crisis. Lo importante era que la gente les votase, y luego ya se vería…

Ahora dice Solbes que se siente mal porque considera que España podría estar un poco mejor si hubiesen actuado con más honestidad.  El otro día le vi en la puerta de COPE, tras la entrevista que concedió a La Mañana de Buruaga.  La verdad es que se le veía tranquilo. En el fondo sabe que nadie le condenará por haber ocultado la verdad. A los que destrozaron las cajas de ahorro con mentiras y medias verdades también se les ve bastante tranquilos. Entre tanto, la gente de la calle sigue peleando por salir a flote con resignación cristiana.  Aquí la justicia no es tan dura como en China. Tampoco tenemos hijos tan feos. Los más feos suelen ser los que mandan.

Aguantando perogrulladas por encima de nuestras posibilidades

Vivimos en un mundo cuando menos curioso. Cada año, allá por el mes de julio, el que quiera puede plantarse en Pamplona y ponerse delante de una manada de toros. Sólo te piden que seas mayor de edad y que, si les ha dado un poquito a la sangría, que no se te note a simple vista. La experiencia se recomienda pero no es obligatoria. Luego llegan las caídas, los puntazos, el parte médico y los ingresos en el hospital.   En San Fermín se entiende que el que se pone delante los toros sabe a qué se expone.  Eso incluye a toda la tropa de guiris y tolais que no ha visto un morlaco en su vida y que en sólo un día, por el mismo precio, descubre lo buena que está la paella y lo que duele una cornada en la ingle. ¿Por qué se les deja correr? “Coño, porque ya son mayorcitos”.  “¡Ahí va la hostia!”, añaden los oriundos…

Parece de una lógica aplastante, ¿verdad?  Pues si las fiestas de San Fermín corriesen a cargo de la DGT el asunto perdería todo su encanto. No sabemos qué tiene el cargo de director de la Dirección General de Tráfico pero al que se pone el gorro de director le entra un no se qué paternalista que tira para atrás.

Hace poco, los valientes que se mueven en bicicleta por la ciudad se libraron por los pelos de que les colocasen un casco en la cabeza por ley y “por su propio bien”.  Al final, ante la avalancha de críticas, la cosa se ha quedado en una simple recomendación. Los mayores de edad podrán elegir si lo llevan o no en unas ciudades españolas donde ya da bastante pereza coger la bicicleta. Apenas hay carriles y muchos de los que existen se acaban de forma abrupta, invitando al ciclista a evaporarse o a volver por el mismo camino.  Pues en lugar de fomentar unas ciudades más racionales, la DGT aspira continuamente a exigir más requisitos, a poner más trabas, a los que quieren hacer menos uso del CO2. ¿No hemos quedado en que hay que ser más ecologistas?

Nos encontramos ante una gran paradoja porque, mientras en la Seguridad Social están haciendo vudú para que la gente no viva demasiado (“con la manía que le ha entrado al personal de vivir muchos años, ¡no habrá pensiones para todos!”), en la DGT nos niegan el derecho a abrirnos nuestra propia cabeza contra una farola.  Nos miman, nos cuidan, nos regañan y, sobre todo,… nos multan.

Volviendo de Pamplona en coche, tras habernos colocado delante de unos cuantos miuras, se puede dar el caso de que nos pare un agente y nos ponga una buena multa. No por correr demasiado o adelantar incorrectamente (lo cual está plenamente justificado, ya que hay que aplicar tolerancia cero con los energúmenos que ponen en peligro la vida de los demás), sino por no llevar el cinturón correctamente abrochado y poner en peligro nuestra propia vida…  la misma que acabamos de arriesgar alegremente delante de los toros.

Es tal el mimo y el paternalismo ilustrado con el que nos cuidan que la DGT acaba de rizar el rizo con una carta antológica.  Todos aquellos que tengan un coche de más de diez años de antigüedad van a recibir una misiva en los próximos días.  En total, trece millones de cartas donde se le recuerda, amigo conductor, que su coche es antiguo (por si no te habías dado cuenta, Manolo) y que los coches nuevos son más guays y más seguros.

Sólo conozco a dos personas que conduzcan un coche viejo por gusto. Uno es mi amigo Héctor, enamorado de su Golf de comienzos de los 80, convertido ya en un clásico revalorizado. Y el otro es mi vecino de 77 años, que se agarra al volante de su Renault 11 como si de un koala se tratase. El resto, me huele a mí, si no se cambian de coche es porque no pueden. Y es que si algo hemos demostrado los españoles es que si tenemos dinero, nos lo fundimos. De hecho, de aquellas fundiciones vinieron estos lodos que padecemos…

Da la sensación de que la DGT parte de la base de que los españoles somos todos menores de edad.   De nuevo, como con el casco de la bici, deberían preocuparse más del buen estado de las carreteras, de que a nadie se le ocurra privatizar y cobrar un peaje en todas las autovías o en que el transporte público no sea tan caro. Sin embargo, prefieren ir a lo fácil: fomentar el miedo e incitar al gasto. 

El problema es que la gente no tiene ni tiempo para cartas que sólo dicen perogrulladas ni dinero para cambiarse de coche.  Una vez, el jornalero le dijo al cacique: “en mi hambre mando yo”.  Ahora muchos que las están pasando canutas para llegar a fin de mes podrían decir algo así como: “gracias por el consejo, pero teniendo la ITV en regla y respetando las normas de circulación, en mi coche de diez años, mando yo”. 

A veces menos es más

Algo bueno tenía que tener vivir en Madrid. De los atascos no nos libra nadie. Y de tener la playa donde Calisto perdió el mechero tampoco. Pero, por lo menos, a los “madrileños” que todavía tenemos la suerte de tener un puesto de trabajo nos han dicho que, a partir de enero, nos van a bajar el IRPF.

Algo es algo dijo el calvo y, aunque no nos vaya a sacar de pobres, reconforta comprobar que cada vez son más los políticos que han captado el mensaje. Tampoco hay que ser ilusos. Puede que todo se deba a que las elecciones cada vez están más cerca y que algunos están, como diría Sergio Ramos en el Camp Nou, “cagaos y con el culo cerrao”. En todo caso, Madrid se suma a ese pelotón de comunidades autónomas que le han dicho al ministro Montoro que ahí se queda con su subida de impuestos; que ellos van a bajarlos porque el dinero donde mejor está es en el bolsillo del contribuyente para gastárselo en lo que crea conveniente.  Aunque todavía haya sectores a los que les cueste entenderlo, subir impuestos cuando la gente anda canina es contraproducente. Al final, se recauda menos.

Curiosa paradoja con la que también se han topado de bruces otros colectivos que nada tienen que ver con los políticos. Los que se dedican al cine todavía andan con la calculadora en la mano y la boca abierta tras el éxito que tuvo hace un par de semanas “la Fiesta del Cine”.  Después de años llorando como Calimero porque cada vez recaudan menos, parece que también empiezan a captar el mensaje. El sector está debatiendo en estos momentos si baja el precio de las entradas tras las conclusiones que ha extraído últimamente. Si ponemos las entradas a 2’90 euros un lunes, la afluencia de espectadores aumenta un 663% respecto al lunes anterior.  De repente, las salas se llenan de personas, sobre todo jóvenes, que normalmente no suelen dejarse caer por el cine.  Hace unos meses, en el Tema del Día de La Mañana de COPE hablamos de los problemas del cine en España y un servidor de ustedes, modestamente, expuso que a mucha gente le echaba para atrás pagar unos 8 euros por una entrada más el precio abusivo que te piden por las palomitas y el refresco, todo por una hora y pico de entretenimiento. Yo era el más joven de la mesa y a los participantes en la tertulia no pareció convencerles demasiado el argumento. “En el fondo la subida de IVA supone menos de un euro; eso no hará que el que iba al cine deje de hacerlo”, me dijeron. El director José Luis Garci, invitado aquel día, concluyó que, en el fondo, todo se debía a que la gente había perdido el hábito de ir al cine. Cuestiones culturales…

Sin embargo, muchos seguimos pensando que, en realidad, el chavalito de 15 años que se quiere ligar a una compañera del insti iría encantado al cine para echar el rato y progresar en su cortejo amoroso. Eso no es incompatible ni con la videoconsola ni con cierto grado de la maldita piratería digital. El problema es que al adolescente de hoy en día el cine le sale el doble de caro que a su padre cuando tenía su edad y pagaba la entrada en pesetas. A los padres con más de un crío pequeño en casa también se les podría aplicar un análisis parecido.

Pero es que hay más… La ministra de Fomento, Ana Pastor, también va presumiendo, y con razón, de haber triunfado como la Coca-Cola cuando decidió bajar el precio del AVE. Como el que no quiere la cosa, una infraestructura que había costado un dineral ha empezado a mejorar su rendimiento económico.  Los AVE, que amenazaban con convertirse en coto cerrado de directivos y gente de alto poder adquisitivo, se han llenado de gente más “normal”.  Los que solemos viajar de Madrid a Barcelona lo hemos notado.  Los trenes de alta velocidad van más llenos gracias a pasajeros que antes preferían volar por 90 euros que ir a ras de suelo por 200. ¿Resultado? El AVE le está comiendo la tostada al puente aéreo. Entre enero y agosto, el tren ha aumentado su ventaja sobre el avión en ocho puntos porcentuales.  Curiosamente, el aeropuerto de Barajas, que había subido las tasas aeroportuarias, ya se ha convencido de que lo mejor para paliar la pérdida de viajeros es volverlas a bajar…

¿A qué se debe todo esto? Pues algunos dirán que todo se debe a la crisis y que cuando escampe todo volverá a la normalidad.  Sin embargo, el tiempo demostrará que el paradigma ha cambiado.  La sociedad del low cost ha llegado para quedarse. Las marcas blancas en los supermercados no son flor de un día. Tampoco lo son los armarios baratos que montas en tu casa como buenamente puedes. Ni los cubos con cinco botellines de cerveza a tres euros en el bar de la esquina.

Algunos, mayormente la clase dirigente ensimismada en su mundo de buenos sueldos y alto poder adquisitivo, todavía se resisten a entender que España se ha convertido en un país de mileuristas (los que tienen la suerte). Y deberían entenderlo porque ellos son los que han llevado a cabo la devaluación interna de este país; pero una devaluación desigual porque los sueldos han bajado sin que bajaran los precios. En todo caso, la realidad es tozuda y el tiempo está demostrando que, si en el bolsillo de la gente entra menos dinero, o bajan los precios o la rueda deja de girar.

Que somos más pobres no lo duda nadie. Habrá que resignarse a tener menos dinero en el bolsillo, pero no sólo los ciudadanos. También los que ponen los precios y los impuestos en este país. La devaluación o redimensión de nuestra economía deberá ser más equitativa.  Poco a poco parece que diversos sectores se están dando cuenta de la paradoja. Y es que, aunque parezca mentira, a veces menos es más.

España: paro, corrupción y jamones que van y vienen

Cualquiera que tenga un espíritu observador y que lleve el tiempo suficiente en el mundo laboral se habrá percatado que por estas latitudes el cargo de “ayudante”, “segundo”, “persona de confianza” o como se le quiera llamar suele ser ocupado con excesiva frecuencia por gente que destaca más por su fidelidad inquebrantable que por su talento.

De hecho, muchos “jefes”, los que mandan en algún estamento de una empresa u organización, suelen tener miedo a que el segundo sea más listo o talentoso que ellos, así que tienden a buscarse como muleta a alguien cuya cabeza no tenga más prestaciones de las imprescindibles. El problema es tan acuciante que, ahora que se ha puesto de moda lo de emprender, los expertos (los coaches, que dicen los modernos) no se cansan de aconsejar a los que cortan el bacalao que no tengan miedo de rodearse de gente con talento y coeficiente intelectual. Sin embargo, la tendencia (a excepción de los jefes que abusan de lo contrario, los que se buscan a una persona solvente para delegar en ella todas sus funciones y así poder ellos tirarse a la bartola) sigue siendo la contraria en la mayoría de sectores. El fenómeno, cómo no, es especialmente sangrante en ese mundo tan endogámico que es la política… El problema de esa manera de funcionar es que tarde o temprano el que manda se ve condenado a mirar a su colaborador con una gota de sudor cayéndole por la frente mientras le pregunta: “pero tú, macho, ¿hacia qué portería disparas?”.

Pues eso mismo le ha sucedido al líder de Izquierda Unida en Andalucía y vicepresidente de la Junta.  Diego Valderas tiene un jefe de prensa al que no se le ha ocurrido otra cosa que decir en un pleno que sí, que a su jefe se le conoce en Bollullos del Condado como el Emperador, que mucha gente le ha rendido pleitesía cuando era alcalde de ese municipio y, ¡atención, no se lo pierdan!,  que recibía jamones a cambio de colocar a gente…

La criatura autora de este desliz/confesión se llama Juan Félix Camacho, es concejal de Izquierda Unida en el ayuntamiento de Bollullos y se le calentó la boca en un pleno celebrado a finales de septiembre.  Se le calentó el hocico porque otro concejal de una formación que partió peras con Izquierda Unida le acusó de estar ahí simplemente por ser leal a su jefe.

Ahí fue cuando al bueno de José Félix, llevado por su fidelidad a Valderas, se le ocurrió contraatacar asegurando que el concejal criticón tenía mucho que ocultar en cuestiones de pleitesía porque sus padres, cuando todavía formaba parte de Izquierda Unida, bien que habían regalado jamones al propio Valderas para que colocara a su hermano en la Mancomunidad.  ¿Problema?   Pues que, efectivamente, el concejal en cuestión tiene un hermano trabajando en la Mancomunidad, lo cual vendría a demostrar que regalar jamones a Valderas tiene o tenía premio. Ahora José Félix se ha retractado de sus palabras y ha pedido perdón a su jefe, pero lo cierto es que le ha acusado de cohecho tan ricamente.

La anécdota de Bollullos casi daría la risa, si no fuera porque el CIS nos recuerda que la corrupción sigue siendo la segunda gran preocupación de los españoles. Y el panorama es desolador porque el macroproceso del caso Malaya ha terminado con microcondenas ridículas.  El testaferro de Marbella, Juan Antonio Roca, el que tenía tanto dinero que hasta se puso un Miró delante de la trona para deleitarse mientras se aliviaba, ha sido condenado a once años de cárcel.

Así las cosas, el millón de euros estafado sale en España a 20 días de cárcel. Lo que consiguen ocultar, aún ingresando en la cárcel, continúa siendo demasiado goloso. Piénsenlo: tres meses de tu vida en una celda, a cambio de encontrarte cinco millones de euros debajo del colchón al salir de la trena. ¿Cuántos no estarían dispuestos?

La corrupción sale muy barata y encontrar trabajo sigue estando demasiado caro. Si hacemos caso al CIS, el 77’3% de la tropa piensa que la falta de empleo es su principal dolor de cabeza.  Lo es para los que ya están en el paro y para los que pueden estarlo próximamente.  En ese grupo están los trabajadores de la limpieza de Madrid a los que ya les han dicho que o se bajan el sueldo o 1.400 de ellos no tendrán que volver a coger la escoba.  También lo tienen feo los 28 empleados fijos y los 36 temporales del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas a los que van a echar para ahorrarse en nóminas dos millones y medio de euros…    Escatimamos 2’5 millones de euros en el sueldo de los que investigan contra el cáncer, mientras nos seguimos gastando cada año 53 millones en mantener un Senado que, en la práctica, no sirve para nada.

Afortunadamente, nos queda el consuelo de saber que ya han ofrecido trabajo a la chica que colgó en Internet el baile con el que se despidió de ese jefe que no valoraba su trabajo. A los demás, les aconsejo que regalen un jamón al vicepresidente de la Junta de Andalucía. ¿Quién sabe? Si cuela, cuela…

MADRID 2020: ¿Por qué, por qué, por qué?

-Doctor, ¿es grave?
-Hombre, el golpe ha sido duro y, sobre todo, le pilló en una muy mala postura porque no lo vio venir ni por asomo…
-Pero, ¿sobrevivirá?
-Sí, yo creo que sí. Pero va a necesitar reposo y cambiar algunas cosas en su vida…

Madrid y buena parte de España se levantan este domingo con el resacón de Buenos Aires… Durante unas horas has conseguido dormir y te has olvidado de todo, pero al abrir el ojo en seguida te vienen a la cabeza los fogonazos de uno de los palos sentimentales más grandes que se ha llevado este país en los últimos tiempos. El apagón que no dejó ver una parte de la presentación de la candidatura española, las dichosas preguntas sobre el dopaje, el anuncio del empate con Estambul y, lo peor de todo, la confirmación de que a los señores del COI, entre Madrid y una ciudad con tensiones sociales en las calles y con la mayoría de las infraestructuras por hacer…. ¡se quedan con lo segundo!

Palazo monumental, bajonazo en la Puerta de Alcalá y las redes sociales echando humo sobre “la manía que nos tienen a los españoles porque somos los mejores”, lo corrupto que es el Comité Olímpico Internacional, las tres cabezas y los cincos ojos que le van a salir a los que vayan a Tokio por culpa de la radiactividad (“¡que se jodan!», clamaban algunos), llamamientos para boicotear todos los kebabs que haya en España (“¡les va a hacer negocio su p— madre!”, apostillaban otros)…

Yo no sé ustedes qué pensarán, pero a mí me encanta ser español. Me encanta por muchas cosas, pero una de ellas es por lo entrañables que somos. Entrañables en lo bueno, cuando nos dejamos el corazón en una buena causa y demostramos la solidaridad y el coraje que llevamos dentro. Y entrañables en lo malo, cuando rozamos lo cómico en cuanto sale rana algún asunto con lo que nos habíamos ilusionado en exceso.

Los que vivimos entre Francia y Portugal no tenemos ni más virtudes ni más defectos que otros pueblos, pero sí es verdad que somos especialistas en pasar de un lado a otro de la balanza con una velocidad que despeinaría al mismísimo Felix Baumgartner, el que saltó de la estratosfera.

Veamos: ¿de dónde salió eso de que éramos favoritos? Cualquiera que echase un vistazo a la prensa internacional hubiese visto que en países como Estados Unidos (donde no dan puntada sin hilo) siempre situaban a España como la tercera opción. Sin embargo, aquí hemos alimentado la teoría de que lo teníamos caso hecho. Tanto caló esa teoría que esta vez no nos hemos dejado nada en el tintero y nuestra delegación en Buenos Aires ha sido la más numerosa de todas las ocasiones en las que hemos optado a los Juegos. Nadie, ni en la esfera política, diplomática o deportiva, se olió el castañazo que nos íbamos a dar… Incluido el Príncipe, que, por otro lado, hizo un gran alegato. Junto a Pau Gasol, lo mejorcito que tenemos cuando vamos a este tipo de saraos.

Dicho esto, al margen de lo realistas o soñadores que podamos ser, queda por saber qué ha pasado sobre el terreno en Buenos Aires y, sobre todo, en estos meses de verano. Porque fue en junio, tras la última ronda, cuando a la candidatura de Madrid le hicieron creer que tenía serias opciones. Pues aquí parece que hemos vuelto a pecar de pardillos. La asamblea del COI que decide la sede de los Juegos Olímpicos es lo más parecido a la cueva de Alí Babá…. Les gusta vivir bien, viajar en business y siempre están dispuestos a “escuchar” las “observaciones” de la “diplomacia”…. Y en esto de la diplomacia hay países que nos dan pal’ pelo siempre que quieren… Nos pasó con los británicos cuando se llevaron el gato a Londres y, dicen las malas lenguas, que nos puede haber pasado ahora con los franceses.  ¿Los franceses? Pero si nos prometieron el voto… Pues ahí está el problema: en esto del COI, una cosa son promesas y otra, votos. París quiere las olimpiadas de 2024 y, para conseguirlas, necesitaba que las del año 20 no fuesen en Europa. ¿Habrá movido ficha Francia bajo cuerda para que no se votase a Madrid? Piensa mal y acertarás…

Sin embargo, seguramente todo esto no se explica con lo cabroncetes que son casi siempre los franceses con nosotros. Seguramente el principal lastre que hemos tenido, por encima de la polémica del dopaje (los turcos están peor que nosotros en esa cuestión y nos ganaron en el desempate), sigue siendo nuestra crisis económica.

Por mucho que los datos macro estén mejorando y que estemos haciendo un gran esfuerzo en la búsqueda de brotes verdes, lo cierto es que fuera nos continúan viendo, básica y fundamentalmente, como un país arruinado. Te pongas como te pongas, es metafísicamente imposible convencer a un alemán o a un estadounidense de que lo que necesita un país con seis millones de parados y que ha tenido que pedir 60.000 millones para apuntalar sus bancos es echarse entre pecho y espalda la organización del mayor fiestón internacional que se puede organizar en el mundo.

Encima, para acabarlo de rematar, no hemos estado finos en el mensaje final. “Madrid makes sense” es un lema estupendo. Pero eso de “Madrid necesita los juegos” sobra…. Sobra porque el COI quiere un mensaje como el que dimos en Barcelona: “tenemos pasta y nos la vamos a fundir a la salud de ustedes; luego ya la depresión del 93 será cosa nuestra”… Aquí el mensaje ha sido el contrario: “Madrid está mal y necesitamos los Juegos desesperadamente para salir a flote”. Nos han olido la desesperación y eso no ha ayudado.

Tampoco hay que olvidar que ya no tenemos a Juan Antonio Samaranch. Su figura fue clave para conseguir los Juegos de Barcelona, mientras que ahora no tenemos a ningún padrino dentro del COI. Llama la atención que, en un país como España donde demasiada gente vive del arte del peloteo y el enchufismo, pretendamos llamar a la ventanilla del COI sin padrino y con la esperanza de que nos darán las Olimpiadas porque, a nuestro juicio, somos los mejores. En eso también pareciera que somos sorprendentemente pardillos.

A todo esto, para la próxima vez (si hay próxima vez) tampoco estaría mal que a los amigos de la propaganda no se les vaya la mano con las encuestas. Un 75 por ciento de apoyo popular está más que bien y es realista en un país que ama el deporte. Un 91 por ciento es pasarse tres pueblos, porque sólo con los que no querían Juegos mientras en España no haya dinero para otras cosas más importantes (postura ésta respetable donde las haya) y los simpáticos nacionalistas, que esta mañana se han levantado contentos porque los madrileños están tristes, ya suman más del 9 por ciento de la población.

El caso es que yo lo siento. Lo siento por todo lo que esto tiene de desilusión colectiva en una nación que no anda sobrada de alegrías. Lo siento por nuestros deportistas que seguirán luchando sin que les lleguen las becas. Y lo siento por los niños; por los críos que no sentirán la magia que yo sentí con 12 años cuando Rebollo encendió con su flecha el pebetero de Montjuïc.

Entonces, un servidor de ustedes era un crío barcelonés. Ahora soy un adulto que vive en Madrid y estoy convencido de que, a pesar de nuestros problemas y defectos, el día que nos pongamos a organizar los Juegos, volverán a ser los mejores de la historia. Lo haremos porque entre lo entrañable y lo cómico albergamos algo de genialidad que nos hace dar la talla cuando es necesario. Entre tanto, ellos se lo pierden y nosotros nos lo ahorramos…

Llega septiembre, continúa la pelea

El local es pequeño y tiene dos entradas paralelas.  La menos transitada lleva al mostrador de la mercería, donde la dependienta acude sólo cuando llega algún cliente. Lo hace directa al grano, sin entretenerse demasiado. Y es que para atender ese mostrador se ve obligada a dejar desamparada la otra cola, la de la puerta de la derecha, destinada a la venta de lotería.

Muchos que pasean por Islantilla se paran a observar con asombro la enorme fila que se forma en la mercería Piscis para comprar lotería. Unas cuantas decenas de personas guardan la vez, a veces bajo un sol de justicia, para tentar a la suerte.  Una señora se lo toma a guasa cuando comenta que hace cola “para ver si podemos quedarnos aquí todo el año y no tener que volver a trabajar”.

Precisamente en eso están la mayoría de los veraneantes: en recoger vela y volver a sus ciudades, donde les esperan el pico y la pala de lo cotidiano. Ya se va notando que la gente se marcha. El verano termina y los primeros que lo lamentan son los que viven de dar un gran pellizco a los meses de calor para pasar el invierno con lo ahorrado.

Si no, que se lo digan a los vendedores ambulantes, los mismos que se sacan unas perras gritando por la arena con peculiar desparpajo “vamos con er coca-cola lai, vamos con er coca-cola sero”. Cada vez tienen más momentos de descanso forzado porque el cielo nublado les deja progresivamente sin potenciales clientes. Hoy han comenzado el día sentados junto a sus carretillas, con aire taciturno.

Unos metros más allá, en primera línea de playa, los chiringuitos tuercen el morro cuando cuentan que este año han vendido un 40 por ciento menos que el año pasado:  “Mucha nevera y mucha tortilla de patatas cocinada en casa para pisar el chiringuito lo menos posible”.

Ya en una de las urbanizaciones de la zona, un responsable de mantenimiento cuenta que se ha cruzado con varias familias que se marchan maleta en mano después de haber pasado allí, por lo general, no más de una semana: “¡No me han dado ni los buenos días del cabreo que llevaban!”, suelta el hombre con ironía burlona.

Como buen lepero, marca las zetas cuando explica que este año ha visto en la urbanización muchas caras extrañas: familias forasteras que han alquilado los apartamentos a los dueños. Propietarios que este año han preferido renunciar al chalé a cambio de sacar un dinero extra que tape o, al menos, alivie agujeros.

La costa de Huelva es un microcosmos trasladable a otros muchos puntos de España. Septiembre se nos ha echado encima y supondrá el aldabonazo que marca el comienzo de una nueva pelea. La pelea del que vuelve a ese empleo con sueldo recortado; la pelea del que barrunta que cualquier día un ERE le roba el sustento; la pelea del que busca y busca sin acabar de encontrar; la pelea interior del que no sabe si seguir investigando en precario o marcharse al extranjero…

Muchas peleas individuales, mientras nos cuentan que los indicadores macroeconómicos marchan mejor de lo que cabría pensar. Llevamos cinco meses consecutivos sin destrucción de empleo, las exportaciones han batido récord en el primer semestre y hemos reducido el déficit de la balanza comercial un 69 por ciento respecto a 2012.

Lo cierto es que todo es cuestión de ver la botella medio llena o medio vacía.  Sólo un necio podría negar que algo está mejorando a base de mucho esfuerzo, pero sólo un ignorante podría obviar que esos datos esconden algo de trampa. La trampa de la estacionalidad o la falta de consumo interno.

Y es que España continúa estando como la mayoría de los españoles: en la pelea.  Comienza septiembre y, tras esta pequeña tregua estival, sólo nos queda apretar los dientes y dar lo mejor de cada uno de nosotros para sacar esto adelante. Dicen que el trabajo y la tenacidad suelen tener recompensa.  Según los expertos menos tendenciosos, los que ni desean masacrar al gobierno ni tampoco elevarlo a los altares, todavía nos quedan, por lo menos, dos años malos. Dos años hasta que el bolsillo del grueso de la gente lo note. Dos años hasta que volvamos a tener un verano sin tantos síntomas de que el personal anda pelado.

Hasta que llegue ese momento, sólo queda luchar, cultivar la paciencia, redefinir nuestras prioridades y, por si acaso, ¡quién sabe!, tentar a la suerte… por si nos toca la lotería.