Vivimos en un mundo cuando menos curioso. Cada año, allá por el mes de julio, el que quiera puede plantarse en Pamplona y ponerse delante de una manada de toros. Sólo te piden que seas mayor de edad y que, si les ha dado un poquito a la sangría, que no se te note a simple vista. La experiencia se recomienda pero no es obligatoria. Luego llegan las caídas, los puntazos, el parte médico y los ingresos en el hospital. En San Fermín se entiende que el que se pone delante los toros sabe a qué se expone. Eso incluye a toda la tropa de guiris y tolais que no ha visto un morlaco en su vida y que en sólo un día, por el mismo precio, descubre lo buena que está la paella y lo que duele una cornada en la ingle. ¿Por qué se les deja correr? “Coño, porque ya son mayorcitos”. “¡Ahí va la hostia!”, añaden los oriundos…
Parece de una lógica aplastante, ¿verdad? Pues si las fiestas de San Fermín corriesen a cargo de la DGT el asunto perdería todo su encanto. No sabemos qué tiene el cargo de director de la Dirección General de Tráfico pero al que se pone el gorro de director le entra un no se qué paternalista que tira para atrás.
Hace poco, los valientes que se mueven en bicicleta por la ciudad se libraron por los pelos de que les colocasen un casco en la cabeza por ley y “por su propio bien”. Al final, ante la avalancha de críticas, la cosa se ha quedado en una simple recomendación. Los mayores de edad podrán elegir si lo llevan o no en unas ciudades españolas donde ya da bastante pereza coger la bicicleta. Apenas hay carriles y muchos de los que existen se acaban de forma abrupta, invitando al ciclista a evaporarse o a volver por el mismo camino. Pues en lugar de fomentar unas ciudades más racionales, la DGT aspira continuamente a exigir más requisitos, a poner más trabas, a los que quieren hacer menos uso del CO2. ¿No hemos quedado en que hay que ser más ecologistas?
Nos encontramos ante una gran paradoja porque, mientras en la Seguridad Social están haciendo vudú para que la gente no viva demasiado (“con la manía que le ha entrado al personal de vivir muchos años, ¡no habrá pensiones para todos!”), en la DGT nos niegan el derecho a abrirnos nuestra propia cabeza contra una farola. Nos miman, nos cuidan, nos regañan y, sobre todo,… nos multan.
Volviendo de Pamplona en coche, tras habernos colocado delante de unos cuantos miuras, se puede dar el caso de que nos pare un agente y nos ponga una buena multa. No por correr demasiado o adelantar incorrectamente (lo cual está plenamente justificado, ya que hay que aplicar tolerancia cero con los energúmenos que ponen en peligro la vida de los demás), sino por no llevar el cinturón correctamente abrochado y poner en peligro nuestra propia vida… la misma que acabamos de arriesgar alegremente delante de los toros.
Es tal el mimo y el paternalismo ilustrado con el que nos cuidan que la DGT acaba de rizar el rizo con una carta antológica. Todos aquellos que tengan un coche de más de diez años de antigüedad van a recibir una misiva en los próximos días. En total, trece millones de cartas donde se le recuerda, amigo conductor, que su coche es antiguo (por si no te habías dado cuenta, Manolo) y que los coches nuevos son más guays y más seguros.
Sólo conozco a dos personas que conduzcan un coche viejo por gusto. Uno es mi amigo Héctor, enamorado de su Golf de comienzos de los 80, convertido ya en un clásico revalorizado. Y el otro es mi vecino de 77 años, que se agarra al volante de su Renault 11 como si de un koala se tratase. El resto, me huele a mí, si no se cambian de coche es porque no pueden. Y es que si algo hemos demostrado los españoles es que si tenemos dinero, nos lo fundimos. De hecho, de aquellas fundiciones vinieron estos lodos que padecemos…
Da la sensación de que la DGT parte de la base de que los españoles somos todos menores de edad. De nuevo, como con el casco de la bici, deberían preocuparse más del buen estado de las carreteras, de que a nadie se le ocurra privatizar y cobrar un peaje en todas las autovías o en que el transporte público no sea tan caro. Sin embargo, prefieren ir a lo fácil: fomentar el miedo e incitar al gasto.
El problema es que la gente no tiene ni tiempo para cartas que sólo dicen perogrulladas ni dinero para cambiarse de coche. Una vez, el jornalero le dijo al cacique: “en mi hambre mando yo”. Ahora muchos que las están pasando canutas para llegar a fin de mes podrían decir algo así como: “gracias por el consejo, pero teniendo la ITV en regla y respetando las normas de circulación, en mi coche de diez años, mando yo”.