Sin dientes y pagando la factura de la luz

El amor no tiene edad. Por no tener, no tiene ni miedo a un nuevo fracaso de esos que te dejan sin dientes y pagando la factura de la luz. Sin embargo, el enamoramiento tardío sí tiene memoria. Por eso los dos cincuentones que comen en un bar de menú a 9 euros trufan su agradable conversación con oportunas advertencias cifradas sobre sus manías irreconducibles (no me acuerdo nunca de bajar la tapa del váter) o sus cargas irrenunciables (tengo dos hijas que son lo primero para mí). Nunca es tarde para que dos almas solitarias sondeen la posibilidad de comenzar una nueva andadura, si la experiencia vivida y las cicatrices sufridas se ponen sobre la mesa de buenas a primeras.

Los dos tortolitos no tienen reparo en expresarse a viva voz, a pesar de los oídos indiscretos del resto de comensales. Claro que, para indiscreto, el dandi que comanda la conversación de la mesa contigua. Pelo cano y fuerte, de ese que te permite sortear la calvicie cruzada la madurez, y cuerpo razonablemente atlético. El reloj y la camisa denotan poderío y quienes se sientan a su mesa le escuchan embelesados. Todos menos la que debe ser su mujer. Ella asiste a la ceremonia pinchando el tenedor en el filete con la indiferencia de quien ya ha asistido muchas veces a la misma función.

El tipo pertenece a esa subespecie que alterna los bocinazos con repentinas bajadas de voz, como si de repente cayese en la cuenta que está siendo indiscreto, pero sin dejar de buscar fugazmente la mirada cómplice de los desconocidos que le rodean. No quiere que los demás cacen datos clave, pero se gusta siendo centro de atención y demostrando, aquí y allá, que sabe manejar la guita y que le va razonablemente bien.

Una amiga muy pija, que solía ir de compras a Londres como el que va a La Gavia del Ensanche de Vallecas, me comentó una vez que demostrar a todas horas que tienes mucho dinero es síntoma de mal gusto. “Falta de elegancia”, creo que fueron sus palabras. “Los ricos de toda la vida son muy discretos, a diferencia de los que se han enriquecido de la noche a la mañana”, me comentaba pensando con asco en los constructores que se hicieron de oro durante la burbuja inmobiliaria. Sin duda, mi amiga habría disfrutado con las confesiones de nuestro dandi.

Resulta que hace unos años se hizo con una opción de compra sobre unos terrenos para construir una serie de chalets. Antes de que el terreno fuera propiamente suyo decidió iniciar las obras con la ayuda de unos socios a los que ocultó que aquello todavía no le pertenecía realmente. La contrapartida era cederles algunas de las viviendas a un precio irrisorio sobre el papel. Bajo cuerda habían pactado un precio algo más alto que le darían en negro. Cuando llegó la hora de la verdad, los socios se negaron a pagarle ni un duro más de lo que ponía en los papeles y le denunciaron por el asunto de la titularidad de los terrenos. “Me tangaron y encima me llevaron a juicio y me condenaron”, concluye el dandi en un final apoteósico de su performance, mientras los comensales niegan con la cabeza acompañándole en la indignación.

Que un tipo que intentó tomar el pelo a unos socios y que pactó defraudar a Hacienda se ofenda porque los socios le acabasen tomando el pelo a él, y sobre todo que lo explique con ese desenfado, da una idea de cómo somos por estos lares. Ahora nos indignamos mucho con la corrupción. Nos damos golpes de pecho y exigimos castigo, sin querer reconocer que la mayoría de los que no sisaron no lo hicieron porque no tuvieron ocasión. No nos engañemos, aquí hay demasiados dandis dispuestos a hacer dinero fácil y demasiada gente que les ha visto siempre con sana envidia. Gente que no ha explotado hasta que les ha faltado para el potaje. Entonces sí, entonces pedimos castigo y justicia poética.

Pero la justicia poética la carga el diablo. La política es como el fútbol: un estado de ánimo. Y en el barrio de El Retiro alguien se ha animado a pintar la hoz y el martillo en un anuncio de marquesina donde reza: “creemos en la energía de este país”. No sé si servirá como lema, pero el CIS ha confirmado lo que muchos no han querido escuchar durante mucho tiempo: en este país hay demasiada gente demasiado cabreada y desesperada. Tanto como para amenazar con dar la llave de la gobernabilidad a un profesor universitario que se reconoce admirador de Robespierre y del uso de la guillotina en tiempos de revolución. Que esta opción aglutine el voto, o al menos la amenaza de voto a un año de las generales, de tantísimos ciudadanos demuestra lo mal que están las cosas y la desprotección intelectual con la que afrontamos este envite.

Precisamente, esta semana se celebran los 25 años de la caída del muro de Berlín. Tan sólo hemos necesitado un cuarto de siglo para comprobar que el capitalismo sin contrapesos lleva a una sociedad crecientemente injusta e inhumana. Tan sólo 25 años para que otros se hayan dejado, con descaro, la memoria en el cajón para recuperar del armario de la naftalina recetas colectivizantes que resultaron igualmente desastrosas, injustas e inhumanas. ¿Qué hacer? Entre el capitalismo salvaje y el comunismo casposo debe haber algo lo suficientemente decente como para que nos podamos gobernar con dignidad.

Son tiempos de cambios profundos y debemos estar atentos para desechar tanto a los adanistas que prometen el oro y el moro, como a quienes se creen que esto se arregla con una mano de pintura. El posmodernismo nihilista de los que han partido bacalao es tan pernicioso como la era del voluntarismo naif que ahora pregonan algunos.

Curiosamente, unos y otros desconfían de propuestas intermedias como las del economista Thomas Piketty, un capitalista del que discrepa la élite capitalista porque propone recetas para redistribuir la riqueza, y del que también desconfían los neocomunistas porque no deja de ser capitalista. No sé si las recetas de Piketty serán la panacea, pero yo iría abriendo el oído a todo tipo de propuestas sosegadas. Lo que sí sé es que a Churchill no le faltaba razón cuando decía que la democracia es el mejor sistema porque garantiza que no tengamos un gobierno mejor del que nos merecemos. Ahora que tanto nos indignamos, haríamos bien en mirarnos en el espejo para reconocer con humildad y autocrítica que somos lo que hemos votado, que hemos votado lo que somos y seremos lo que votemos. Que la solución no radica en los políticos, sino en la honestidad y el empuje de cada uno de nosotros como ciudadanos. Importante tenerlo en cuenta para no quedarnos definitivamente sin dientes y pagando la factura de la luz.

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