Paco es tu tío jovial. Un cachondo, que se suele decir. Cuando queda con sus amigos le gusta hacer el ganso para que el tendido se ría a gusto. Esa sonrisa pícara y esa mirada apuntando al suelo después de cada chanza recuerdan al niño travieso que algún día fue. Entonces la vida era diferente. Aquel crío pasaba la mayor parte del tiempo en su ciudad, una bulliciosa capital de provincia, donde las horas con la cuadrilla de amigos constituían el entretenimiento principal.
Hoy en día las cosas han cambiado. Paco pasa largas temporadas fuera de casa y las risas de los amigos están muy caras porque en ocasiones se encuentran a miles y miles de kilómetros. Paco es militar y cuando le conocí las risas de la cuadrilla ya sólo llegaban a sus oídos de vez en cuando. Pura física. Las carcajadas de una capital de provincia española, por muy fuerte que se proyecten, no pueden llegar a un campamento militar en Afganistán. Allí lo que se oye es el silbido del viento. Eso en un día tranquilo. Cuando los talibán querían jarana, lo que se escuchaba en aquella base era el ruido de los morteros y los disparos de kalashnikov.
Con Paquito coincidí una noche de fiesta en su ciudad, en su ambiente, con su gente. Las bromas de siempre y su público entregado, como siempre. Sin embargo, pasadas las chanzas, con la cuadrilla distraída en todo tipo de conversaciones, descubrí a un Paco meditabundo, apartado de los demás. Con la copa en la mano, observaba la pista de baile y el deambular de jóvenes ociosos en una noche de marcha. Le pregunté en qué pensaba y se encogió de hombros: “Estaba pensando en lo tranquila que vive toda esta gente, mientras a mí me pegan morterazos un día sí y otro también”. En ese momento sentí una extraña sensación de culpabilidad. Yo pertenecía al grupo de los despreocupados que no saben lo que es un mortero y que jamás arriesgaríamos la vida por lo que pagan a militares como Paco. En el Ejército nadie se hace rico y pocos son los que te dan las gracias. A diferencia de países como Estados Unidos, aquí los soldados tienen que aguantar todo tipo de improperios sobre su capacidad intelectual o el dinero público que se destina al material que utilizan. Así las cosas, la pregunta parecía obvia: “¿Te arrepientes de tu profesión? Paco tardó un par de segundos en contestar, pero esta vez no se encogió de hombros. Simplemente me miró a los ojos y me dijo: “No, no me arrepiento. Es un mi obligación. Es mi vocación”.
Hay gente que está hecha de una pasta especial y, no nos engañemos, hay trabajos que deben realizarse y que requieren de gente especial. Los militares lo son. Quien conozca bien ese mundo sabe que no son unos pirados a los que les gusten las armas, sino hombres y mujeres con una vocación de servicio a los demás que se sale de lo común. En las últimas décadas nuestros militares se han dedicado principalmente a salvar y proteger vidas, y lo han hecho en precario, soportando los mismos o más recortes que nadie. Sólo que un recorte para ellos no es trabajar con un ordenador lento o tener que reutilizar el papel por la otra cara, sino jugarse el pellejo.
Es por eso que me alegro profundamente de que Josefina Valiño se haya llevado una alegría en las últimas horas. Josefina es la madre del capitán Daniel Pena Valiño y hace unas semanas nos escribió una carta desgarradora en la que pedía ayuda a los periodistas para que no se dejase de buscar a su hijo y a los otros tres militares que se hundieron en aguas de Fuerteventura con su helicóptero el pasado 19 de marzo. Ironías de la vida: dedicaron su existencia a rescatar a los demás y, durante unos días, se pensó en abandonar el rescate de sus cuerpos porque la operación era demasiado complicada y costosa.
“Cuando pasen tres meses se les dará por fallecidos… Una medalla y supere usted la vida como pueda”, lamentaba Josefina sin alcanzar a entender por qué la vida de un militar debe tener menos importancia en los medios de comunicación que la de un marinero o un bañista. No sabemos si esa carta habrá tenido algo que ver o no, pero el ministerio de Defensa ha puesto finalmente lo que había que poner para sacar ese helicóptero a flote y poder enterrar como se merecen a Daniel, Carmen, Sebastián y Carlos. Por sus vidas ya no se puede hacer nada, pero la nave ya ha sido localizada. Y han hecho lo correcto porque en esta vida hay cosas que no se hacen por dinero. Hay cosas que son, pura y llanamente, una cuestión de honor.