De vientos y ventoleras

Es entrañable llegar a la redacción o a la oficina un lunes tempranito y toparte con la típica discusión entre madridistas y antimadridistas. Esta vez, la pelea consiste en dirimir si al Real Madrid y al Alavés les han ha hecho o no la puñeta con la suspensión del partido del Celta, equipo que estaba loco por no jugar el domingo contra los blancos, porque lo que les interesaba era descansar para la vuelta de la semifinal de la Copa contra los vitorianos. Sin jugar el domingo, afrontaba la Copa descansado. Además, cuando juegue con el Madrid dispondrá de los titulares, y no tendrá necesidad de exhibir a los suplentes, como tenía pensado hacer el domingo.

El fuerte viento del último temporal se llevó una parte de la cornisa del estadio de Balaídos, y el alcalde de Vigo anunció la suspensión del partido por motivos de seguridad. Faltaban más de dos días para solucionarlo o buscar un campo alternativo. Al final, ni una cosa ni otra. El alcalde, Abel Caballero, se negó a que el partido se trasladara a una ciudad cercana, como Compostela, porque, a su juicio, los vigueses tenían el derecho a disfrutar del partido. Es más, se vino arriba y recomendó a los madridistas que visitaran Vigo, pero sólo para dejarse las perras y hacer turismo.

1486161852_999622_1486164718_noticia_normalEl Real Madrid, y el Alavés, se sienten perjudicados. Sus adversarios les critican y les acusan de mezquinos, por no ser más comprensivos con un rival que ha sufrido un contratiempo. Les han llegado a acusar de querer que se jugase a toda costa, incluso en detrimento de la seguridad de los espectadores, cosa que parece exagerada, puesto que unos planteaban jugar en otro campo o a puerta cerrada, mientras los otros se limitaron a pedir el aplazamiento de su propio partido para estar en igualdad de condiciones. En todo caso, al margen de a quién beneficie o perjudique la suspensión o de cuándo se juegue, estamos ante una escena costumbrista del carácter hispano.

Nos perdemos en los dimes y diretes de unos y otros en función de sus colores, y dejamos que se escape de rositas, como un verdadero adalid del sentido común y defensor sin igual de la seguridad ciudadana, el verdadero culpable de esta situación. El alcalde de Vigo, como responsable del estadio municipal de Balaídos, es quien ha dejado, durante meses, que los vigueses y sus visitantes se situaran debajo de una cornisa en mal estado de mantenimiento, susceptible de volar a poco que el viento sople fuerte.

¿Qué hubiera sucedido si el viento que levantó la cubierta en lugar de soplar tres días antes del partido, lo hace durante un encuentro? En Portugal ha soplado el mismo viento y no se ha suspendido ningún partido, cuestión de mantenimiento de los estadios de primer nivel. Lejos de ponerse colorado y tener que dar explicaciones, el alcalde saca pecho, hace una tournée de gloria bendita por los medios de comunicación y se pone flamenco con los perjudicados a los que llama “mezquinos” por proponer jugar a puerta cerrada.

Somos expertos en aplicar un buenismo sistemático, condescendiente con los que incumplen sus obligaciones y crítico con quienes exigen que se cumplan las reglas y que sean los que provocan los problemas, por acción u omisión, los que carguen con las incomodidades o los castigos que se derivan de esos problemas. Si el Celta, equipo admirable con una gran afición, que ojalá este año se quite la espina y gane su merecido primer título de la historia, no ha podido mantener su estadio en condiciones, lo que no puede ser es que se beneficie del aplazamiento, perjudicando a quienes sí tienen sus estadios en perfecto estado de revista.

Somos expertos en presentar como antipáticos o excesivamente cartesianos a quienes reclaman sus derechos, mientras se nos escapan detalles esperpénticos como esos bomberos y expertos hablando de 20 metros cuadrados de cubierta como si fueran el segundo reactor de Fukishima, o el hecho de que, en la supuesta mejor liga del mundo de un supuesto país desarrollado, hasta dos partidos han tenido que ser suspendidos por un viento que en otros lugares cercanos no ha tenido esas consecuencias.

Hace unos años a alguien se le ocurrió hacer cumplir la ley y bajar a segunda división a los clubes que no pagaban sus deudas. Las manifestaciones de las aficiones del Celta y Sevilla hicieron que no se castigara a los morosos y, como contrapartida chapucera, se permitió subir a los dos equipos que tenían derecho a ascender matemáticamente. Desde aquella cabriola de la liga de 22 equipos el fútbol patrio no ha sabido librarse de un calendario de locos que provoca las cómicas tribulaciones que estos días entretienen las conversaciones de oficina y cafetería. El sectarismo futbolístico nos hace darle o quitarle la razón a uno u otro equipo, mientras los políticos que no hacen su trabajo, no sólo no salen escaldados, sino que consiguen réditos mediáticos y su consecuente minuto de gloria. Es sólo fútbol, pero es un espejo de la sociedad en la que vivimos

El fin de las supersticiones

Ser supersticioso es un calvario. Es como echarse encima una cruz que, por el esfuerzo que supone, debería estar pagado. Te obliga a cumplir siempre con un ritual, no importa si vas sobrado o falto de tiempo. Tienes que hacer las mismas cosas en el mismo orden, evitar lo que haya que evitar y rezar, rezar mucho, porque siempre hay detalles que se escapan al supersticioso.

Afortunadamente, a veces se abren ventanas de oportunidad en las que uno puede bajarse del carro. La final de Milán nos va a permitir a muchos supersticiosos quitarnos de semejante castigo. En las dos semanas previas a la final, Simeone ha demostrado al mundo que es “cabalero” cinco Jotas, cinturón negro en superstición. No se entrenó en las instalaciones donde preparó la final de Lisboa; cambió las rutinas; cambió el hotel; pidió volar en el avión que dio suerte al Sevilla y al Barça; una vez en Milán, evitó pasar con el autobús por la zona de los aficionados del Madrid; y, finalmente, intentó sin éxito jugar con la camiseta suplente con la que eliminó al Bayern.

final_milanPor el contrario, el Real Madrid lo tenía todo negro desde la perspectiva del supersticioso. Se enfrentaba al equipo que había eliminado a Guardiola. Desde que el catalán ejerce como entrenador, quien le había eliminado ganaba la Champions. Además, Zidane es francés y un técnico galo nunca había ganado la Copa de Europa. Por si esto fuera poco, la final se jugaba en San Siro, donde los blancos no habían ganado nunca. Y, para más preocupación, su rival jugaba su tercera final, por lo que los colchoneros repetían como un mantra: «a la tercera va la vencida».

El problema para Simeone es que lo cambió todo, menos al rival. Se cambió el bañador, se dio más tiempo para hacer la digestión y hasta se acordó de traerse los tapones para los oídos. Pero cuando fue a meterse en la piscina, ahí estaba el mismo tiburón blanco de Lisboa. Con los dientes igual de largos. Adiós a las supersticiones, para lo bueno y para lo malo.

Pocas veces el madridismo ha acudido a una final de Copa de Europa con tanto coraje y tanta rabia acumulada. La temporada ha sido un choteo desde el minuto cero. El lobby antimadridista y el contubernio antiespañol, que muchas veces vienen a ser lo mismo, festejaron con alborozo el fax que no llegó, la chirigota copera de Cádiz, la liga que se perdió en octubre y tantas y tantas desgracias acumuladas en pocos meses. Y es que ser del Madrid supone aguantar, aguantar mucho y morderse la lengua donde otros se quejan y hasta lloran.

En agosto Simeone vino a decir que la liga estaba preparada para que la ganara el Madrid. Nadie se querelló contra él por injurias, a pesar de que el equipo blanco, no sólo no había comprado a los árbitros, sino que ha perdido la liga por un punto frente al equipo que ha batido el récord histórico de penaltis a favor y partidos jugados con uno más. En otoño, se puso en marcha el rumor de que estaba preparado un complot para perjudicar al Barça en el Bernabéu. Tras ese perjuicio gratuito para la imagen del club, ¿qué pasó? Que el Barça ganó 0-4. Además de cornudos, apelados.

Por el medio, los periscopes de Piqué, los insultos de Stoichkov… Y, como traca final, la propaganda antimadridista atacó por tierra, mar y aire con un lema: “es de justicia que el Atlético de Madrid gane la Champions”. ¡Pero si hasta Xavi Hernández, siempre tan crítico y displicente con el tosco juego del Atleti, se decantó sin tapujos por la victoria rojiblanca! Las dos semanas previas al partido se generó un ambiente que invitaba al Real Madrid a pedir perdón por presentarse en Milán con la intención de jugar.

Los méritos del Atlético son incuestionables. Pero algunos se olvidaron de que, puestos a hablar de sufrimiento, el Madrid no ha hecho otra cosa este año que sufrir. Puestos a presumir de fortaleza mental, hay que tener mucho de eso para meterse en una final continental con un cambio de entrenador traumático y una cuarenta de lesiones musculares. Si hablamos de “creer”, sólo el que sabe creer es capaz de salvar una Champions en el minuto 93. Si la cuestión es “ganar, ganar y ganar”, los blancos llevan haciendo eso desde antes que naciera el Cholo. Y si hay que hacer vídeos con gente mirando al cielo acordándose de sus muertos, al Real Madrid, por pasarle cosas, hasta le han matado a doce seguidores en Irak por el simple hecho de gritar «Hala Madrid».

Con esta mochila a cuestas, para los aficionados del Madrid ver a su equipo irse arriba en la prórroga, a pesar de tener a cuatro jugadores desfondados por los calambres o las lesiones, ha sido un motivo de orgullo. Una muestra de ese deje quijotesco, tan español, de “ahora que estoy más jodido, ahora saca el pecho más que nunca, aunque me lo rompan”.

Al final, salió bien para los de Chamartín. Ha sido cruel para los atléticos, que algún día lo conseguirán merecidamente, y desesperante para muchos de mis amigos culés. En su era dorada, con todo lo que les ha aportado Messi, siguen teniendo menos de la mitad de entorchados continentales que el Real Madrid. Y es que ese es el secreto del Madrid: la resiliencia, el negarse a entregar la hegemonía, cueste lo que cueste.  Eso y ser capaz de tener siempre la última palabra.

No, Piqué, no. El Madrid no se ha acostumbrado a salvar las temporadas ganando en el Camp Nou. El Madrid salva la temporada levantando la Champions. Así es y así seguirá siendo, luchando tan sólo con el dinero que es capaz de generar por sí mismo, frente a las inyecciones de jeques y magnates rusos o chinos que disfrutan otros clubes. El que quiera seguir con el mantra de que el Madrid tiene la ventaja del dinero, que siga. Si todo fuera dinero, el Manchester City sería campeón de la galaxia. Y no, no pienso pedir perdón por escribir estas líneas.

Réquiem futbolístico

A todos de alguna u otra manera nos persigue nuestra infancia. Yo fue un niño de los 80. Un niño de los 80 y catalán o, si se prefiere, de Barcelona. Este último dato no es baladí, porque implica tener un bagaje diferente (ni mejor ni peor) que el de otro niño ochentero, pongamos, de Zamora. De mi infancia barcelonesa recuerdo la omnipresencia de dos señores bajitos, tirando a calvos, que salían a todas horas en los medios de comunicación. Uno tenía muy mala leche cuando se enfadaba y se las daba de pope de la moralidad y el sentido de Estado. Se pasaba el día diciendo que éramos “sis milions”, que debíamos “fer país” y que “catalán era quien vivía y trabajaba en Cataluña”. El otro señor bajito onmipresente no tenía tanta mala baba, por lo menos, aparentemente. Mas al contrario, nos traumatizó a muchos párvulos al llorar como una nenaza en una mítica entrevista televisiva porque el F.C. Barcelona, su pobre Barça, se descosía a jirones. José Luis Núñez era un poco pusilánime y bastante victimista.

Eran los tiempos del motín del Hesperia, del “ay, que encara patirem” (ay, que todavía sufriremos) y de los traumas maradonianos por la lesión y posterior marcha al Nápoles del Pelusa. En aquellos años, los culés no levantaban cabeza. A este niño ochentero le fascinaban unas pegatinas que se veían de vez en cuando en los coches o en las carpetas de algunos compañeros con el escudo azulgrana y un lema: “aquest any, sí” (este año, sí). Era el grito de esperanza de una afición que, cada año, veía como el Real Madrid les mojaba la oreja y encadenaba liga tras liga. Si en el Barça todo eran desgracias, en el Madrid todo era armonía, con unos tipos ardorosos vestidos de blanco que protagonizaban remontadas imposibles en la UEFA y con un delantero que daba unas volteretas fascinantes cada vez que marcaba. Así era difícil ser del Barça. Ser culé significaba estar a la defensiva, ver conspiraciones arbitrales por doquier, creer que Dios estaba en tu contra y hacer un máster en frustración.

Si la historia de Pujol ha cambiado, la del Barça y el Madrid, ni te cuento. Me pregunto cuántos niños del Madrid estarán experimentando estos madrid_cadizaños las mismas sensaciones que los niños culés de los 80. Lo que está viviendo el club que hicieron grande Santiago Bernabéu y Alfredo Di Stéfano no tiene precedentes. Si prestas atención a las conversaciones de los bares, a los comentarios de la oficina y a los tics del madridismo mediático, descubres un aroma familiar que procede de la más remota infancia. Frustración, pesimismo, victimismo, manía persecutoria arbitral, falta de confianza en las propias fuerzas… todos los dejes que tenían los culés están ahora instalados en muchos madridistas de a pie. Sólo hay una cosa que les diferencia: los madridistas siguen aplaudiendo a los jugadores del Barça cuando dan un recital en el Bernabéu. Jamás se verá eso en el Camp Nou, por muy bien que juegue el Madrid.

El madridista anda cabizbajo estos días, objeto de las burlas de numerosos enemigos que siempre le odiarán por tener más copas de Europa y más ligas que nadie. Situación inédita, mientras cada vez son más los que culpan a Florentino Pérez. Lo más preocupante para el famoso empresario debe ser que los importantes periodistas que habitualmente le defienden comienzan a balbucear ante la falta de argumentos y, sobre todo, que entre quienes más le defienden están los más viscerales antimadridistas. La chirigota copera de Cádiz demuestra que en ese club todo está centrado en la economía y el marketing, dejando la cuestión futbolística sin estructura ni fundamento, ni siquiera para la intendencia diaria. Desde que Florentino llegó a la vida de los madridistas, durante sus dos mandatos o el interregno caótico que dejó, se echó a Redondo, se echó a Del Bosque, se echó a Hierro, se despreció a Eto’o, se despreció a Milito, se despreció a Suárez, no se supo valorar a un niño brasileño que probó con el Madrid llamado Neymar, se trajo a inútiles e impostores como Faubert, se trajo a golfos como Cassano, se trajo a flipados como Luxemburgo y su pinganillo, se trajo a piadosos como López Caro, se trajo a entrenadores victimistas y conspiranoides con ADN Barça como Mourinho o Schuster… y, de repente un día, en el club que lidera la lista Forbes no hay nadie que sepa mandar un fax a tiempo o revisar una lista de sancionados.

Si Florentino Pérez tuviera que valorar la gestión de un directivo de ACS, teniendo en cuenta cómo estaban el Madrid y su competencia en el año 2000 y cómo están a noviembre de 2015, ese directivo acaba de patitas en la calle. En la España de Ciudadanos, Podemos, del cambio generacional y la regeneración democrática, Florentino se lleva el dedo a la boca para mandar callar a los que silban y se blinda con unos estatutos que sólo le dejan presentarse a él a las elecciones del Madrid. El club parece haber viajado en el tiempo para mimetizarse con el Barça de Núñez o el Atleti de Gil. La única esperanza para los blancos es que, como demuestra el ejemplo del Barça, todo puede cambiar a mejor. De ahí, que los culés no deberían confiarse demasiado, mientras disfrutan al máximo de este momento. Y es que, como ha señalado Sergio Ramos, nada es para siempre. Palabra de filósofo.

Leer entre líneas para vacunarse de cinismo

No hay asunto más complicado de entender que el que no quiere dejarse explicar. Alguien me dijo cuando empezaba en esto que lo más importante era leer entre líneas y saber deconstruir lo que se dice por ahí. ¿Tenemos que indignarnos o no con los futbolistas de élite, los que se pasean delante de nuestras narices con deportivos de 200.000 euros, por haber convocado una huelga para defender “sus derechos”?

Los estudiantes de periodismo y los ciudadanos que quieran entender qué hay detrás de lo que les cuentan tienen otro ejemplo de libro para atisbar lo complicado que es esto. Periodistas que atacan la huelga porque tienen cuentas pendientes con el presidente de la Federación Española de Fútbol, el oscuro Ángel María Villar; informadores que defienden la huelga y a los jugadores que la secundan porque viven de conocer y contar antes que nadie qué pasa en los vestuarios y para ello necesitan la colaboración de unos jugadores a los que no pueden enfadar con una crítica en público… a veces no es lo que se dice o defiende, sino el por qué se defiende.

Lo cierto es que, como en tantas otras cosas de la vida, aquí nadie tiene la razón absoluta. Y este tampoco es el caso más extremo de intoxicación informativa. La famosa guerra del fútbol, con clubes que no dejaban entrar las cámaras de determinados operadores a sus estadios, sólo era la punta del iceberg de la lucha intestina entre dos grupos mediáticos que pugnaban por ser el amigo más amigo del PSOE de Zapatero, sin que eso se llegara a explicar claramente para que lo entendieran la mayoría de los ciudadanos.

Que Villar es un tipo poco recomendable que lleva demasiado tiempo enredando con el dinero público que le llega al fútbol parece fuera de toda duda. Que al gobierno y la patronal de los clubes (la Liga Profesional) se les ha ido la mano en el ninguneo a la federación y al sindicato de los jugadores, con tal de comenzar a poner coto a determinadas prácticas, también parece obvio. Como lo es que los jugadores modestos tengan derecho a defender sus intereses y que los clubes digan, con razón, que el decreto que redistribuye los derechos televisivos es esencialmente razonable.  Otra cosa es la actuación de los futbolistas de élite en todo este sarao.

Hubo un tiempo en el que pude haberme dedicado al periodismo deportivo y acabé desechando la idea porque, cuando conoces de cerca la vida de los futbolistas, te das cuenta del poco nivel intelectual que tienen, de la banalidad que rodea a ese mundo, de lo ridículamente pretenciosa que es la importancia que, entre todos, le damos a ese circo de la pelota. Luego me dediqué al periodismo parlamentario y comprobé que conocer de cerca a los políticos tampoco es edificante. Sin embargo, ya se me hacía más tarde para cambiar de rumbo… El caso es que el instinto primario nos lleva a indignarnos con unos tipos que cobran un pastizal y que normalmente no han movido un dedo por los compañeros modestos que se quedaban sin cobrar en sus clubes igualmente modestos.

Las “estrellas” se mueven ahora y sólo ahora porque Hacienda se ha puesto seria con las empresas que utilizan para pagar menos por sus derechos de imagen o el pago que hacen a sus representantes. Estaban acostumbrados a que eso formara parte “del acuerdo”, pero las cosas están cambiando para todos. Los políticos están que no les llega la camisa al cuerpo, los pequeños empresarios que tienen una pyme, los autónomos y los trabajadores por cuenta ajena hace tiempo que saben que no se les puede escapar una coma porque les crujen. ¿Entonces por qué ellos pretenden tener el privilegio de que no se les atosigue?

En este país hay una ley vergonzosa que permite a las estrellas del fútbol pagar menos, con la excusa de “atraer el talento de fuera”. Que los investigadores y los profesionales con talento en otros campos verdaderamente importantes para la sociedad tengan que coger la maleta sin que se les haga a ellos una ley así, que a los autónomos se les obligue a pagar la cuota por una actividad que no saben si funcionará, mientras aquí llegan los Messis y Cristianos a cobrar barbaridades de clubes que no están al día con Hacienda, como sí tenemos que estar el resto de mortales, es una jodida vergüenza. Aquí y en Pernambuco. Las estrellas que ayer se sentaron detrás de Rubiales, otro personaje oscuro del fútbol, de los que van vociferando con el móvil por los aeropuertos dándose importancia, nos dirán que eso no es así y que sólo miran por el interés de sus “colegas más modestos”. Como frase está muy bien, pero en esto, como en todo, hay que saber leer entre líneas.

Ante todo, coherencia

Qué pereza de país… Montamos una supergala del cine español para celebrar que por fin el personal se ha reconciliado con nuestros díscolos cineastas; nos ponemos exquisitos y ninguneamos a Ocho Apellidos Vascos porque, en el fondo, eso es no es cine, sino “enlazar un sketch con otro”, nos colocamos nuestras mejores galas; elegimos a toda una ex ministra de Cultura para que entregue un premio y… ¿qué hace la señora intelectual en los apenas 20 segundos que tiene para decir algo? ¿Lanza algún aldabonazo de lucidez que nos haga replantearnos la importancia del arte en nuestras vidas? ¿Nos explica por qué todo lo bueno es efímero y banal? ¿Se acuerda de los que lo están pasando mal? ¿Se limita a anunciar al premiado sin equivocarse? No, Ángeles González-Sinde decide ir directa al grano y suelta un comentario futbolero para recordar a los presentes que su equipo ha ganado esa tarde al eterno rival. Luego nos quejamos…

Yo digo que en la vida cada cosa tiene su momento y su lugar. Y que nos podemos equivocar las veces que haga falta, incluso hacer el ridículo de vez en cuando puede resultar saludable, pero lo jodido es no ser coherente. Decía Saramago, con la mala leche fina que se gastaba, que todo el mundo se había pasado la vida recordándole que debía hacer deporte porque era bueno para la salud, pero que nunca había escuchado a nadie decirle a un deportista que debía leer porque era bueno para el intelecto. Y es que, el ser humano está hecho de materia incongruente y, por mucho que nos aconsejen correctamente, tenemos querencia por lo fútil.

Ahora andamos alterados en las tertulias porque los chicos millonarios del Real Madrid, humillados por los chicos millonarios del Atleti, lejos de hacer un acto de contrición se fueron de fiesta después del partido. ¡Y hasta cantaron!

Asegura Jorge Mendes, el tipo que más dinero debe haber ganado moviendo jugadores de un lado a otro, que no sabemos bien el esfuerzo que tuvieron que hacer hasta que le colocaron el sombrero a Cristiano Ronaldo y consiguieron que se subiera al escenario a cantar. Que menudo disgusto tenía la criatura… Ante semejante espectáculo, en la directiva del Madrid andan indignados, pero les está bien empleado por su falta de coherencia. Si quieres jugadores que no se dejen meter un cuerno por salva sea la parte ante el odioso vecino, si aspiras a que, en caso de accidente, los tuyos se sientan mal y hagan propósito de enmienda en el mismo vestuario, ficha a jugadores que entiendan qué representa tu club y qué supone tener que aguantar la guasa de los rivales en la oficina o en el bar.

Claro que a los millonarios cantarines también les falta coherencia. Si quieres que te dejen tranquilo celebrar tu cumpleaños y que nadie juzgue si has cantando o dejado de cantar tras hacer el ridículo en tu quehacer profesional, no cuelgues el vídeo en las redes sociales. No llames la atención de la gente exhibiéndote con tus ropas y tus coches caros. No te metas en la vida de la gente vendiéndoles los producto y servicios que anuncias por tierra mar y aire. Si haces eso, lo cual no deja de ser legítimo, la gente también tiene legítimo derecho a juzgar lo que haces.

Y, ya que estamos, si te molesta que los ministros de Cultura se pongan a hablar de fútbol donde no toca, no escribas tú un entrada del blog sobre la fiesta de Cristiano, habiendo tantos otros temas sobre los que reflexionar. Coherencia, coño, coherencia.

 

Los puñetazos y las patadas no son como en las películas

No le pude ver la cara. No sé si lloró, imploró o simplemente actuó. Sólo sé que apretó el culo con la misma determinación con la que pisó el acelerador para salir de allí. Seguramente reventó la llanta al subir aquel bordillo de mala manera. Me juego lo que sea a que ni siquiera llamó a la policía para denunciar que un tipo se había parado en seco, había bajado de su coche, había abierto el maletero y había sacado una barra de metal con la que amenazó con reventarle la cabeza. Nunca sabremos si habría cumplido su amenaza porque cuando el tipo de la barra le arrancó de cuajo el retrovisor, el otro salió zumbando. Y todo porque el de la barra se coló de mala manera en un ceda y el otro mostró su enojo dándole al claxon.

Yo, por eso, no suelo pitar demasiado. Nunca sabemos qué cabecita anda al volante de ese coche que te ha hecho la pirula. Tendemos a pensar que la mayoría de la gente es como nosotros y cuando, de repente, descubrimos que no es así, solemos entrar en pánico. Las discotecas y los campos de fútbol regional me enseñaron que cuando los puños salen a pasear hay unos que tienen todas las de ganar y otros que acaban con la cara fina. Por lo general, todo comienza de la manera más tonta, pero cuando ha prendido la mecha, ya no hay vuelta atrás. Los puñetazos no son como en las películas o los cómics. El golpe suena mucho más seco, amortiguado por el ojo o por la piel. Todo es mucho más sórdido, más tosco. Y en ese trance, salta a la vista quien está ducho en esas lides y quien pasaba por allí y se ha visto invitado a una fiesta que no tenía prevista. A estos últimos se les nota el desconcierto en la cara, una mezcla de dolor, rabia y miedo. A los profesionales de la bronca, en cambio, se les afila la mirada con la satisfacción de quien transita por caminos conocidos.

Es la misma mirada que observé durante mi paso por los deportes de TV3, cuando los Boixos Nois la emprendieron contra la directiva del Barça. El día que murió Urruti, mientras recabábamos el testimonio de los aficionados que se acercaban al estadio, tuvimos problemas con un cafre que se nos acercó para recriminarnos que éramos la voz de nuestro amo y que sólo sabíamos verter mierda sobre ellos. La intervención de los agentes de seguridad evitó que la cosa fuera a más. Sin embargo, aquel ambiente enrarecido, con los ultras cada vez más crecidos, acabó desembocando en una noche de cristales rotos (literalmente) en el antepalco del campo. Una noche de pañolada, tras un nuevo pinchazo en liga, convirtió el antepalco en una batalla contra los directivos del que el cámara y yo tuvimos que salir por partas. Y todo sin llamar mucho la atención de la jauría porque nosotros, en tanto periodistas, éramos también “sus enemigos”.

Con el trípode a cuestas avancé a través del tumulto hasta que me topé con uno de los radicales. Me sacaba una cabeza y cuando levanté la mirada resultó ser un antiguo compañero del instituto. Él sabía perfectamente que no simpatizo con el Barça, por lo que podría haberme delatado por mi doble condición de “converso” y periodista. En ese momento yo no sabía si salir corriendo o saludarle, y él no sabía si zurrarme o saludarme. Finalmente, optamos por lo segundo:

-¿Qué tal?

-Pues nada, cubriendo el partido. ¿Y tú?

-Pues nada, a ver si echamos a estos inútiles.

-Ala, pues que usted lo rompa todo bien.

-Y usted, que lo edite bien.

-Gracias.

-Gracias. Hasta luego.

Aquella anécdota me ha hecho siempre reflexionar sobre la dicotomía del ser humano. Por separado somos capaces de empatizar con alguien al que, si nos ponemos en modo manada, podríamos partir la cara. Les pasaba a los nazis: cuando pensaban en los judíos como colectivo los despreciaban sin ambages, pero cuando les decían que habían matado al vecino de enfrente con nombres y apellidos, muchos se sentían incómodos y preferían cambiar de tema.

Por eso la manada es tan peligrosa. Por eso hay que huir de todo movimiento o colectivo que pretenda diluir nuestro yo en un “nosotros”. Pero es difícil hacerlo porque el yo puede identificarse con el egoísmo y el nosotros con la solidaridad. De ahí que el nacionalismo totalitario todavía tenga tanto predicamento o que las bandas ultras aglutinen a tantos jóvenes bajo lemas como “nunca te olvidaremos” o “la lucha continúa”. Pero ¿de qué lucha hablan? ¿De matar a alguien por ser de otro equipo, de destrozarle el local por pensar diferente? Los ultras de fútbol aúnan lo peor que hay en nosotros: violencia fácil y alienación del individuo.

Adiós al hombre que nos enseñó a mirar a los ojitos

Hace tiempo que no es lo mismo. Los que vivimos de nuestro sueldo menguado y los que directamente no tienen sueldo no estamos para determinadas gilipolleces. Ves a Messi con su traje rojo de Dolce & Gabbana dando la nota en una gala en Suiza, rodeado de lujo, y te toca las narices. Ves a los jugadores de determinado equipo aparcando sus cochazos de lujo para comer en un restaurante de postín y te toca la moral. Ves lo que cuesta la entrada para ver algunos partidos, la deuda de los clubes con la seguridad social y la banalización de la información deportiva y te convences de que el fútbol son veintidós veinteañeros demasiado ricos demasiado pronto. Cuesta creer, cuesta emocionarse con el fútbol como lo hacíamos antes.

Sin embargo, hay algo por lo que el deporte rey sigue mereciendo la pena. Y es que, si apartas todo lo superfluo, si te olvidas de que el último peinado de la estrella de turno ocupa más espacio que cualquier hallazgo científico, el fútbol continúa siendo una escuela de vida.  El fútbol es el teatrillo que nos cuenta cómo es el mundo en el que vivimos. Las grandezas y las miserias del ser humano aparecen reflejadas en el vodevil del balompié. El arrogante y el vago acaban pagando las consecuencias. El humilde y el esforzado suelen alcanzar la gloria o, en su defecto, el reconocimiento y el cariño de la gente.

Hoy se ha muerto Luis Aragonés, como se muere mucha gente cada día. Luis no inventó ninguna vacuna que curase alguna vida. Tampoco fundó ninguna empresa que diese trabajo a miles de personas. Pero a mí me jode.  Me apena profundamente que se haya muerto porque el Sabio de Hortaleza fue uno de los actores de ese teatrillo futbolero que nos dejan como legado innumerables moralejas.  Nos enseñó que la vida es esforzarse y buscar la excelencia. La vida es ganar, ganar y ganar. Nos enseñó que los hombres, si se visten por los pies, se miran a los ojitos. Que al tunante y al gilipollas hay que cogerle por la pechera y cantarle las cuarenta. Que el más tonto hace relojes y, además, funcionan. Que no es aconsejable regalar flores a quien no le cabe en el culo ni el pelo de una gamba. Que cuando los ingleses nos acusan de racismo hay que recordarles el apartheid y las colonias. Que suerte no hay ni buena ni mala. Que el presente le gana al futuro y al pasado. Y, sobre todo, que hay que tener fe y amor propio.

Esa fe que le hizo convencerse de que en España había una generación de bajitos jugones que se merecían una oportunidad. El Zapatones hizo una de sus famosas peinetas a los fantasmas y a los complejos de inferioridad. Miró a los ojitos a sus muchachos y les dijo que iban a ser campeones. Que este país se lo merecía. Que este país era mejor de lo que decían y que lo íbamos a conseguir porque del segundo no se acuerda nadie.

Y no sacó los tanques a la calle ni se dio mil golpes en el pecho. Simplemente hizo creer a los jugadores, nos hizo creer a todos, hablándoles como habla la gente de la calle. Como te habla un abuelo que lo ha visto todo y te invita a conquistar el futuro. Con verdades como puños, sencillas como el mecanismo de un chupete, y con sentido del humor. Mucho sentido del humor del que acaba con los miedos y las presiones que atenazan. “El fútbol es una cosa de listos. Si vamos a protestarle al línea, le llamamos por el hombre. Oye, Joseph. Y Joseph se queda acojonao’ porque se cree que te conoce de algo”. Aunque si algo recuerdan con cariño los campeones de la Euro 2008 es  aquel túnel de vestuario, a punto de comenzar la gran final. Aragonés se acercó a Michael Ballack, la estrella de Alemania, y en perfecto español le dijo: “Suerte, Wallace”. El alemán le miró asombrado sin saber qué había querido decir, pero Luis había conseguido su objetivo. Llevaba toda la semana confundiendo aposta el apellido del capitán alemán con el libertador escocés durante las charlas técnicas. Los jugadores se partían con aquella ocurrencia y, al decírselo a la cara al propio Ballack, los once españoles, que estaban a punto de comenzar el partido de su vida, saltaron al campo con una sonrisa en la cara.

Genio y figura,  Luis cambió la historia de nuestro fútbol y le dio una alegría a toda la gente de este país. Y eso tiene mérito en una España tan maniquea y cainita.  Fue forofo del Atleti y entrenó al Barça en su momento, pero yo me niego a no considerarle uno de los míos. Me niego porque, ante todo, fue un tipo sencillo, un hombre que siempre iba de frente y que nos enseñó a creer. “Eh, escúchenme. Nos ha llegado el momento. Nos han pegado hostias de todos los colores, pero ahora vamos a salir ahí a demostrar lo que somos”. Esa frase vale más que cualquier traje caro o cualquier peinado a la última moda. Gracias por la lección, don Luis. Descanse en paz.

http://www.marca.com/2014/02/01/futbol/seleccion/1391247101.html

El talento, la experiencia y la fina línea que separa el éxito del fracaso

Se le espera para el día 31 de diciembre. Ni uno más ni uno menos. Luego pasará lo que tenga que pasar, pero los médicos ya han hecho su inquietante vaticinio. El caso es que al padre se le ve tranquilo y confiado.

-¿Tú eres consciente del dilema que se os plantea?

-Bueno, a nosotros los de las uvas este año, como que nos da igual… Lo importante es que venga sano y todo salga bien…

-No, macho, no… ¡Lo que está en juego no es que te comas las uvas tranquilo! Es algo mucho más trascendental…

-No jodas…

-A ver, que hay que explicártelo todo… Que nazca antes o después del fatídico 31 de diciembre marca la diferencia entre que sea un rutilante futbolista de primera o, qué te voy a decir yo: un triste periodista que sobreviva juntando letras en un periódico. O peor aún: ¡en una radio!

-¡Ah, no! ¡Por ahí sí que no!

El padre parece entrar en razón y comienza a escucharme atentamente, casi angustiado, al otro lado de la línea, mientras yo deambulo por mi casa con el móvil en la mano gesticulando como Antonio Resines cuando se enfadaba en Los Serrano. Así nos pasamos un buen rato mientras le explico la maldición futbolística del 31 de diciembre, que es lo mismo que hablar de la selección darwiniana que hace el deporte rey con aquellos que nacen unas horas más para allá o para acá.

Para el que no se lo crea, los datos son más que contundentes. En torno al 70 por ciento de los futbolistas de primera división nacieron en la primera mitad del año. Entre enero y junio. Ustedes dirán: ¿casualidad?  Pues echen un vistazo a las estadísticas de las ligas del resto de Europa. Pasa exactamente lo mismo. El primero al que escuché hablar de esta conjura para fastidiar la vida a los nacidos a finales de año fue al economista Xavier Sala i Martín, antiguo vicepresidente del Barça. El último en reflexionar sobre el asunto ha sido Jorge Valdano, que acaba de publicar un libro sobre cómo gestionar el talento.

Y es que, precisamente, de talento y fuerza bruta va la cosa. Resulta que los entrenadores de categorías inferiores tienden a poner de titulares a los más grandotes, mientras los más canijos se comen los mocos en el banquillo. Ahí comienza el problema para los nacidos de julio a diciembre porque, a edades tempranas, la diferencia física entre un crío nacido en enero y otro nacido en diciembre del mismo año es mucha. El fortote juega y juega, acierta, se equivoca, aprende y, en definitiva, adquiere experiencia.

Para cuando se ponen a la par en lo físico, y los ocho o nueve meses de diferencia se vuelven insignificantes, ya es demasiado tarde. El que tuvo la oportunidad de jugar desde el primer momento ha abierto una brecha, ha adquirido unas tablas, que, según las estadísticas, se antoja insalvable para el que comenzó chupando banquillo, por mucho que tenga talento.

La única liga europea donde sucede justo lo contrario es en Alemania. Allí la mayoría de los que llegan a triunfar como profesionales son los nacidos en la segunda mitad del año. El parón invernal les obliga a empezar la temporada de forma diferente a los países más meridionales. Acojona, ¿eh?

Pues en España el porcentaje se ha equilibrado gracias a esa especial sensibilidad que hemos cultivado últimamente para con los bajitos, de manera que procuramos no mandar a casa a un Iniesta para quedarnos con, qué sé yo, un Albelda. Aún con todo, la maldición del 31 de diciembre sigue imponiéndose.

Mientras me despido de mi amigo, conjurado ya para hacer entender a su mujer que debe retener al niño en su seno cómo sea hasta que lleguen a la tierra prometida del 2014, me quedo reflexionando sobre esto del talento. Porque lo que vale para el fútbol vale para la vida. La moraleja sería que todos nacemos bastante equilibrados. La falta de experiencia nos iguala. Luego el talento va marcando la diferencia, pero necesita de la experiencia. A veces un tipo con menos talento pero con muchas más oportunidades acaba imponiéndose.

La verdad es que la perspectiva pone los pelos de punta si tenemos en cuenta que vivimos en un país que no es precisamente el paraíso de la meritocracia. En la vida real, en las oficinas, en las redacciones o en las fábricas no hay niños grandotes que te sacan una cabeza, pero sí hay enchufados, medradores profesionales o maestros de la picardía que saben imponerse sobre los que tienen más talento puro.

A todos ellos: a los que encontraron un carguito con buen sueldecito porque su papá es amigo de nosequién, a los que siguen haciendo méritos, a los que participan de las conjuras de pasillo, a los que se limitan a trabajar y trabajar sin entender que en el pasillo a veces se parte el bacalao laboral, a los que siempre caen de pie hagan el destrozo que hagan, a los siempre pasan desapercibidos hagan el mérito que hagan, a los que tienen 800 presuntos amigos en Facebook, a los que son un desastre en la gestión de las relaciones sociales, a los que nazcan en diciembre, a los que nazcan en enero… a todos: felices fiestas y próspero año nuevo.