Una raya trazada en la arena

Tenía sólo ocho años. A esa edad todavía crees en los regalos que llegan de Oriente y tu padre todavía es un superhéroe que todo lo sabe y todo lo alcanza. Sin embargo, aquel día iba a ser el padre el que se quedara tan boquiabierto como estupefacto. Una raya trazada en la arena. Una simple raya cambió sus vidas para siempre. Yago saltó todo lo lejos que pudo y su progenitor entendió, en aquella playa asturiana, que el guaje tenía futuro.

No era negro, no era alto y su carácter enfermizamente tímido le situaba en las antípodas de quienes amenazan sin remilgos con comerse el mundo. Pero Yago Yamela tenía un don. Cuando cogía carrerilla y medía mentalmente sus pasos para impulsarse justo antes del punto indicado el tiempo se detenía. El chaval que volaba llegó a clavar los 8’56 metros de longitud en Maebashi. Tenía sólo 22 años y había cambiado aquella playa de Xagó por un estadio japonés situado en las antípodas donde habitan los grandes.

Años más tarde se arrepentiría de no haber sabido sonreír, de no tener a nadie que le enseñase a desenvolverse entre las cámaras y los aplausos. Le atormentaba que pensaran de él que era un engreído por hablar poco, cuando lo cierto es que simplemente le podía la timidez. Encerrado en sí mismo, pocos llegaron a conocer de verdad a aquel muchacho que, atropellado por el tren de vida que otorgan varios subcampeonatos del mundo, en un solo día llegó a regalar dos coches. Uno a su padre y otro a su novia.

Yago era generoso con los suyos, pero el podio olímpico no lo fue con él. Aquella lesión en el talón de Aquiles fue el comienzo de su descenso a los infiernos. El crío que un día saltó con inocencia la raya que trazó su padre en la arena acudió medio cojo a los Juegos de Atenas 2004. Infiltrado para soportar el dolor, consiguió meterse en la final, pero aquel despliegue de pundonor no tuvo recompensa. Se volvió a romper los dos tendones, se operó, volvió a recuperarse y cuando soñaba con regresar fue un gemelo el que le dijo basta.

Las lesiones no le dejaron volar sobre la arena y Yago pensó que entonces volaría más alto. Se matriculó en aquella escuela para pilotos de aviación, pero el centro quebró. Viajó a Estados Unidos, estudió informática, se refugió en la música, pero no lo pudo evitar. Yago se asomó al abismo de las almas compungidas que no hayan el norte en este mundo. Tras la salida de los centros sanitarios siempre restó importancia a su mal: “Perdí el ánimo de una manera preocupante, pero ya estoy mejor”. Pocas palabras. Siempre pocas palabras hasta que un amigo le encontró sin vida en el domicilio de su familia.

Se apunta a un infarto, aunque lo que está claro es que la segunda parte de su vida fue un suplicio. Yago Lamela se nos ha ido, como se nos fueron Jesús Rollán o Teófilo Benito. Algunos dieron la voz de alarma y las autoridades deportivas intentaron ayudarle siguiendo los protocolos de actuación para aquellos que pasan fulminantemente del todo a la nada, de la fama al anonimato, de la entrega absoluta al devenir anodino de los días. Pero la mente humana sigue siendo un misterio que para algunos espíritus atormentados transmuta en calvario.

Yo pienso en todos los tímidos involuntarios, en todos los falsos extrovertidos que nos rodean y que nos pueden estar suplicando ayuda a gritos, sin que ni siquiera lo sospechemos. Tan sólo la ignorancia de quienes nunca les llegaron a conocer de verdad, el desprecio de quienes no comprenden los procesos depresivos y la impotencia de quienes realmente les conocen y les quieren. Ojalá algún día encontremos la fórmula para hacerles más fuertes. Ojalá encontremos el camino para ser más sabios y hacerles entender que, a pesar de todo, la vida puede ser maravillosa.

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