La importancia de la pausa

¿Vas todo el día de arriba abajo con prisas y sufriendo eso que llaman estrés? ¿Tienes un problema de esos de difícil solución que te aflige y te provoca lo que viene siendo ansiedad? ¿Eres un puñetero/a agonías con tendencia a agobiarse en un vaso de agua? Pues te voy a dar un consejo de amigo: tranquilízate y relativiza un poco tus problemas y ansiedades.

Si no me crees, hazte una pregunta: ¿tenías algún problema o alguna preocupación hace un año? ¿Y hace diez? ¿Y que ha sido hoy en día de ese problema? Si nos hacemos estas preguntas, en la mayoría de los casos, llegaremos a la conclusión de que muchos de nuestros problemas, esos que nos traían de cabeza, ya no lo son. Todo se arregla para bien o para mal. Y a lo que no tiene solución también se acaba haciendo el cuerpo.

¿Estoy diciendo con esto que lo más inteligente es caer en el nihilismo o vivir aplatanao’ como si la cosa no fuera contigo? Pues no. Lo que estoy diciendo es que mirar hacia atrás y comprobar que lo que era una montaña no hace mucho ahora es un simple recuerdo ayuda a encarar el presente de otra manera.  Eso sí, reconozco que no es fácil. Yo, sin ir más lejos, he tenido que ser padre para darme cuenta.

El que tenga un crío en casa sabrá perfectamente de lo que hablo. Lo que antes era marcarse un baile de San Vito buscando las llaves por toda la casa porque sólo faltaban diez minutos para estar en la parada del autobús, ahora es todo calma delante de un moisés. Tu chaval te sonríe y contesta con balbuceos a tus ruiditos de padre enchochado, mientras piensas: “todavía quedan diez minutos, en cinco me planto en la parada”.

Contemplar una vida que comienza te ayuda a verle las costuras a este mundo. A veces nos ensimismamos tanto en el papel que representamos, que se nos olvida que estamos metidos en un teatrillo, donde todo tiene un inicio, un nudo y un desenlace inexorable. Atisbar que antes fuimos niños y ahora somos padres, y que dentro de un tiempo seremos ancianos invita a disfrutar del camino y reírse un poco, aunque sólo sea un poco, de la intendencia del día a día.

¿Ha provocado mi hijo que ahora llegue tarde a los sitios? En absoluto. Lo que ha conseguido es introducir pausa en mi vida. ¡Y qué importante que es la pausa! Es la que te salva cuando estás a punto de comenzar un informativo y surge una última hora que revoluciona a la redacción y te hace surfear hacia el estudio entre gritos, llamadas y teléfonos sonando.  O es la que te hace mantener la calma en un estudio de grabación ante una cuadrilla de creativos y directivos que te miran fijamente tras haberte dado mil opiniones diferentes sobre cómo afrontar el texto de un spot publicitario. En realidad, todo lo bueno en esta vida se hace con pausa. Desde el cirujano que opera hasta el futbolista que pone en pie un estadio. Ahora que a Isco le aplauden donde quiera que vaya, hay que recordar la conclusión a la que llegaron Vicente Del Bosque, Fernando Hierro y Carlo Ancelotti en un encuentro que mantuvieron y en el que reflexionaron sobre el jugador de moda en España: Isco es un “falso lento”. Es decir, parece que hace las cosas despacio, pero en realidad corre que se las pela y es efectivo como ninguno.

Y es que nos tienen engañados con tanto estrés, tanta prisa y tanta tensión. No por mucho correr, se llega antes. Se trata de mirar las cosas con perspectiva y saber medir los tiempos. Definitivamente, menos es más.

Una raya trazada en la arena

Tenía sólo ocho años. A esa edad todavía crees en los regalos que llegan de Oriente y tu padre todavía es un superhéroe que todo lo sabe y todo lo alcanza. Sin embargo, aquel día iba a ser el padre el que se quedara tan boquiabierto como estupefacto. Una raya trazada en la arena. Una simple raya cambió sus vidas para siempre. Yago saltó todo lo lejos que pudo y su progenitor entendió, en aquella playa asturiana, que el guaje tenía futuro.

No era negro, no era alto y su carácter enfermizamente tímido le situaba en las antípodas de quienes amenazan sin remilgos con comerse el mundo. Pero Yago Yamela tenía un don. Cuando cogía carrerilla y medía mentalmente sus pasos para impulsarse justo antes del punto indicado el tiempo se detenía. El chaval que volaba llegó a clavar los 8’56 metros de longitud en Maebashi. Tenía sólo 22 años y había cambiado aquella playa de Xagó por un estadio japonés situado en las antípodas donde habitan los grandes.

Años más tarde se arrepentiría de no haber sabido sonreír, de no tener a nadie que le enseñase a desenvolverse entre las cámaras y los aplausos. Le atormentaba que pensaran de él que era un engreído por hablar poco, cuando lo cierto es que simplemente le podía la timidez. Encerrado en sí mismo, pocos llegaron a conocer de verdad a aquel muchacho que, atropellado por el tren de vida que otorgan varios subcampeonatos del mundo, en un solo día llegó a regalar dos coches. Uno a su padre y otro a su novia.

Yago era generoso con los suyos, pero el podio olímpico no lo fue con él. Aquella lesión en el talón de Aquiles fue el comienzo de su descenso a los infiernos. El crío que un día saltó con inocencia la raya que trazó su padre en la arena acudió medio cojo a los Juegos de Atenas 2004. Infiltrado para soportar el dolor, consiguió meterse en la final, pero aquel despliegue de pundonor no tuvo recompensa. Se volvió a romper los dos tendones, se operó, volvió a recuperarse y cuando soñaba con regresar fue un gemelo el que le dijo basta.

Las lesiones no le dejaron volar sobre la arena y Yago pensó que entonces volaría más alto. Se matriculó en aquella escuela para pilotos de aviación, pero el centro quebró. Viajó a Estados Unidos, estudió informática, se refugió en la música, pero no lo pudo evitar. Yago se asomó al abismo de las almas compungidas que no hayan el norte en este mundo. Tras la salida de los centros sanitarios siempre restó importancia a su mal: “Perdí el ánimo de una manera preocupante, pero ya estoy mejor”. Pocas palabras. Siempre pocas palabras hasta que un amigo le encontró sin vida en el domicilio de su familia.

Se apunta a un infarto, aunque lo que está claro es que la segunda parte de su vida fue un suplicio. Yago Lamela se nos ha ido, como se nos fueron Jesús Rollán o Teófilo Benito. Algunos dieron la voz de alarma y las autoridades deportivas intentaron ayudarle siguiendo los protocolos de actuación para aquellos que pasan fulminantemente del todo a la nada, de la fama al anonimato, de la entrega absoluta al devenir anodino de los días. Pero la mente humana sigue siendo un misterio que para algunos espíritus atormentados transmuta en calvario.

Yo pienso en todos los tímidos involuntarios, en todos los falsos extrovertidos que nos rodean y que nos pueden estar suplicando ayuda a gritos, sin que ni siquiera lo sospechemos. Tan sólo la ignorancia de quienes nunca les llegaron a conocer de verdad, el desprecio de quienes no comprenden los procesos depresivos y la impotencia de quienes realmente les conocen y les quieren. Ojalá algún día encontremos la fórmula para hacerles más fuertes. Ojalá encontremos el camino para ser más sabios y hacerles entender que, a pesar de todo, la vida puede ser maravillosa.