Otra vez la rutina de un día cualquiera, con su molicie y su dejarse llevar, salta por los aires. Otra vez los flashes de apenas una línea transmutan vertiginosamente en fotografías, vídeos y testimonios que confirman lo peor. De nuevo seres humanos corriendo como conejos indefensos. Una vez más, la sensación de que nuestro último día puede estar en una terraza o en el mostrador de un aeropuerto. Y todo, tal vez, sin haber dicho ese último te quiero o ese conveniente gracias a quien siempre se lo mereció. La sensación de vulnerabilidad de quienes viven en las grandes ciudades se está volviendo casi pornográfica.
El caso es que a veces el periodismo te permite ser testigo de la trastienda de las altas instancias de este teatrillo que es el mundo. Al ver la resignación con la que el ministro Margallo, presente en el estudio de Herrera en Cope la mañana de los atentados de Bruselas, recibe la noticia de las explosiones, a uno le impregna una sensación terrible: los que saben de esto, los que manejan información, dan por hecho que habrá más zarpazos y que no habrá lugar en Europa donde estar realmente seguros.
El yihadismo llegó para quedarse y el reto que enfrentamos es colosal. Estamos ante una enmienda a la totalidad de todo lo que conocemos. No estamos hablando de una cuestión meramente religiosa, no se trata de si debemos dejar que alguien entre o no en un edificio público con el rostro completamente tapado, ni siquiera de si debemos cohabitar con una cultura que reserva un papel de comparsa a la mujer. El islamismo radical es el fascismo del siglo XXI y sólo podrá ser combatido con la determinación con la que se encaró la lucha contra el nazismo o el estalinismo. Cuando las primeras bombas cayeron sobre Inglaterra, Churchill no pudo prometer a los británicos más que sangre, sudor y lágrimas. El mensaje fue claro: lo que esperaba a los suyos era terrible, pero no cabía pensar en otra cosa que no fuese la victoria previo sacrificio brutal, pues lo contrario suponía la aniquilación del Reino Unido tal y como se le conocía. Aquel discurso pronunciado en un estudio de la BBC para toda la nación todavía es estudiado como ejemplo de motivación colectiva.
El problema del yihadismo es que la cadencia de sus ataques es menor al de las bombas de la Luftwaffe. Corremos el riesgo de pensar que Europa es muy grande y que, con un poco de suerte, a nosotros no nos tocará. No nos tocará en casa, ni tampoco en el extranjero cuando viajemos por trabajo o placer. Hasta que un día toca… El peligro sordo de esta amenaza es que nos coge con la guardia muy baja. La democracia liberal derrotó al fascismo, primero, y al comunismo, después, porque hizo un ejercicio de autoestima fundamental. La Europa ilustrada y humanista tuvo claro que representaba a los buenos y que la justicia estaba de su parte. Ahora, en cambio, el relativismo nos ha calado como un caballo de Troya. Abundan los políticos, tertulianos y ciudadanos de a pie que tratan de buscar una justificación a los ataques recibidos, pasando por el colonialismo y terminando por la falta de oportunidades de los musulmanes nacidos en Europa. Siendo ciertos nuestros defectos y pecados, seguimos siendo mejores que el modelo totalitario que se nos propone como alternativa. Los británicos salvaron el Reino Unido porque tenían claro que su patria y su cultura valían la pena. ¿Tenemos claro ahora que Europa es digna de ser defendida? ¿Tenemos claro que lo que somos y donde estamos es fruto de algo más que un consumismo y posmodernismo insustancial? ¿Estamos dispuestos a sacrificarnos por nuestro modo de vida? ¿Tendremos la grandeza de luchar sin emponzoñar nuestra alma contra los musulmanes de buena fe que viven entre nosotros o que nos piden refugio desesperadamente? Estaría bien que fueramos respondiendo a esas preguntas porque los bárbaros ya están trepando la muralla, mientras intramuros seguimos con nuestra molicie y nuestras discusiones bizantinas.