De resacón y con el corazón anestesiado

Otra vez de resacón. Otra vez una parte de la pandi con esa sonrisilla traviesa e ilusionada, y la otra parte entre preocupada e indignada. Otra vez la gente preguntándome en Madrid que “cómo lo ves tú, que eres de allí y estuviste trabajando en pleno fregao’, cuando se gestó buena parte de este problema”. Pues yo lo veo todo como muy cansino, tanto que hace tiempo decidí anestesiarme el corazón y ver las cosas con la distancia del exiliado que bastante tiene con cortar a machetazos el follaje de la jungla por la que transita a diario en la gran Babilonia.

Llega un momento que te tienes que anestesiar la patata porque, de lo contrario, puedes acabar deprimiéndote al comprobar que el ser humano no tiene solución. Somos lo que somos y, por mucho que pase el tiempo, nos seguimos rigiendo por lo que los psicólogos llaman el “sesgo de autoconfirmación”. Nos creemos muy informados, muy ilustrados y muy sensatos, pero, a la hora de la verdad, nuestro cerebro se encarga de destacar todo aquello que nos refuerza en nuestras creencias o manías. ¿Y el resto? El resto acaba en la papelera de reciclaje. Cuando eso sucede es muy complicado, casi imposible, dialogar y llegar a soluciones constructivas en las que todas las partes ganen algo.

Seguramente yo también soy víctima del sesgo de autoconfirmación, por mucho que haya intentado abstraerme y meterme en la piel de mis amigos y no tan amigos que están en mis antípodas ideológicas. Como diría Ortega y Gasset, yo soy yo y mi circunstancia. Y mis circunstancias fueron las de un catalán de primera generación, hijo de andaluces, que de muy pequeño fue a clases de catalán porque mi padre entendió, desde el primer momento, que él no podría enseñarme con corrección el idioma de la que estaba llamada a ser mi tierra, esa tierra que nos acogió y donde me hice hombre y ciudadano. Lo que yo vi en el cinturón metropolitano de Barcelona fue un montón de chavales en una situación parecida a la mía. El castellano era el idioma vehicular por la fuerza de nuestros orígenes, por mucho que la mayoría de las clases se dieran en catalán. Salvo para gente como Marta Ferrusola, que impedía a sus hijos jugar en el recreo con los castellanohablantes, aquello era lo normal entre nosotros, como lo era cambiar de idioma de forma automática en función de con quién hablaras. ¿Raro? Raro para los de fuera, para nosotros era nuestra manera de ser.

Nadie o casi nadie reparaba en determinados detalles. Como que la Historia de Cataluña estuviese enfocada como algo ajeno al conjunto de España, y que cuando ésta aparecía fuese para presentarla como una entelequia desagradable y entrometida que nos trajo la abolición de los fueros en 1714 o la dictadura franquista. Nos explicaban que los borbones se las apañaron para hacer del castellano el idioma culto y que el catalán, tanto en Cataluña como en Valencia, se despreció hasta identificarlo con algo propio de la gente sin formación. Poco a poco, aquello fue calando, de manera que nosotros, de manera sutil, fuimos entendiendo que las tornas habían cambiado y que, si tenías que hablar por primera vez con un profesor o con alguien que te pudiera dar trabajo, lo mejor, de entrada, era hacerlo en catalán. Había un tufillo a ingeniería social en todo aquello, pero pocos reparaban porque ¿quién se iba a negar a potenciar un idioma que también era nuestro? Lo sibilino de unos y la buena fe de otros fueron haciendo su trabajo.

Entonces, llegó la universidad y allí nos topamos con profesores que nos comentaban con incredulidad que en Ciutat Badía, un barrio popular de Sabadell, casi todo el mundo hablaba castellano. Lo explicaban como quien retrata la más horrorosa de las aberraciones. Los que éramos de Sant Boi o Cornellà nos mirábamos levantando las cejas, constatando que muchos tenían una visión unitaria de Cataluña que no encajaba con la realidad de la calle. Lo malo de los ingenieros sociales es que, al final, acaban encajando la realidad con su visión, aunque sea con calzador.

Hoy en día, las series de TV3 gustan de mostrar a magrebíes y subsaharianos hablando catalán con toda normalidad, pero hubo un tiempo en el que reflejaban a una maravillosa clase media con todas las virtudes del “buen catalán” (catalohablante, nacionalista y culé), mientras la gente de baja estofa o los delincuentes se expresaban en castellano. Claro que con eso no era suficiente. Dentro de TV3, un servidor fue aleccionado para decir “Estat Espanyol”, en lugar de España. También me explicaron que “Barcelona no tiene provincia” (concepto territorial impuesto por “los españoles” o que las banderas españolas debían ser obviadas en el montaje de los vídeos. Un día me hicieron prescindir de la única imagen que se tenía de un grupo de catalanes que había ganado una carrera internacional de campo a través, porque mostraba los metros finales, en los que recogían una bandera española para cruzar triunfales la meta. Se me dijo que obviara esa imagen y montamos el vídeo con imágenes de recurso que no correspondían a la prueba. Eso lo viví yo, con mi sesgo de autoconfirmación o sin él, como escuché a un profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, que acabaría trabajando en el tripartito, comentar a un grupo de alumnos “que en la clase había unos cuantos españolistas, pero que los tenía controlados”. Cuando tú vives ese tipo de cosas, o pasas o te rebelas. El problema de rebelarse es que te acabas convirtiendo en un “facha”. Y si encima, por aquellas cosas de la vida, acabas trabajando en la Cadena Cope, entonces ya ni te cuento…

Recuerdo un mitin de Convergència en el Palau Blaugrana. Artur Mas ya era el “elegido” y Jordi Pujol, ya en la retaguardia, veía las cosas desde las tablas. Tan relajado estaba el “Molt Honorable” que se acercó a los periodistas que recogían el tenderete tras el acto. Mientras guardaba la RDSI, se me acercó y me preguntó que qué tal. Todo muy simpático y agradable hasta que le dije dónde trabajaba. Le cambió la cara y se marchó a la chita callando. Fueron años en los que algunos denunciamos que el Estatut era una gran operación para hace reventar la Constitución en el medio plazo. Estaban pidiendo un marco legal de máximos para que, saliese lo que saliese, poder decir que no estaban satisfechos y que “España les había vuelto a fallar”.

Aquello se cumplió punto por punto y el show ha seguido su curso. La cosa se ha puesto tan fea que “el Estado” se ha animado a destapar los chanchullos de la familia Pujol. Periodistas como Jaume Reixach hablan de un patrimonio familiar de más de mil millones de euros, con los que poder seguir influyendo de manera orweliana en la sociedad catalana. Esto a algunos les asusta, a otros les da igual y demasiados lo dan por bueno si les permite conseguir su objetivo romántico de ser independientes. Lo malo del romanticismo político es que tiene algo de naif, algo de adolescente, al proponer soluciones del siglo XIX a problemas del siglo XXI. El propio Goethe pasó de ser romántico en su juventud a neoclásico en su madurez. Una buena parte de Cataluña está en un momento adolescente y con tal de poder tener un pasaporte propio o ver jugar a su selección en un mundial es capaz de poner en peligro el patrimonio de todos, tanto social como económico. Es la rauxa, frente al seny de otros. Admiro a periodistas como Xavier Rius que, sin ser sospechoso de españolismo, denuncia la vergonzosa manipulación que están realizando los medios públicos catalanes. Admiro a Víctor Amela por poner en su sitio a los cenutrios que todavía creen que esto se arregla con tanques.

Entre los adolescentes de barretina, los ignorantes de “España es Castilla” y los tunantes que ayudaron a agrandar este problema y que ahora proponen la broma del Estado Federal estamos bien jodidos. No sé cómo acabará esto y no sé si Gerard Piqué podría explicar, con su respectivo sesgo de autoconfirmación, en qué le ha oprimido España. Si tu familia ha podido vivir muy bien, si has podido hablar tu idioma y tener una autonomía que ya quisiera Escocia, si con la fuerza conjunta de España has conseguido ser campeón del mundo ¿dónde está el horror de ser español?

Posiblemente sus respuestas y la de tantos otros sean tan respetables y válidas como las mías. Yo sólo puedo responder por mí y asegurar que me siento muy orgulloso de ser tan catalán como español, siempre lo seré y siempre me hará ilusión expresarme en la lengua del gran Josep Pla a la mínima que me tope con un paisano en la capital. Y sé que si la cosa termina mal, se me romperá el corazón. De momento, lo tengo anestesiado.

Un comentario en “De resacón y con el corazón anestesiado

  1. Me han encantado leer este artìculo de opiniòn.Escrito desde la experiencia y desde lo vivido.Credibilidad total,por lo tanto me parece una opiniòn exepxional.
    Gracias por compartirlo!!!!

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