Cuando la maldad golpea y las leyes no ayudan

Durante dos años de mi vida estuve viviendo en la calle Antonio Arias de Madrid. Ya hacía tiempo que residía en el barrio, pero buscaba un lugar que me liberase de esa tortura que pueden llegar a ser los pisos compartidos. Demasiado harto de aquella compañera reñida con la higiene o con el trasiego de invitados de unos y otros que hacía imposible que uno disfrutase de la intimidad que necesitamos los que somos patológicamente tímidos.

En aquel pequeño piso gané tranquilidad. La calle Antonio Arias es perpendicular a los bulevares de Ibiza y Alcalde Sainz de Baranda. Es una calle corta y sin salida porque en uno de sus extremos se topa con una Iglesia que obliga a los coches a girar a la derecha rumbo a Doctor Esquerdo.  Dos años saliendo de madrugada de aquel portal y recorriendo aquella acera, sin barruntar la terrible historia que allí sucedió una mañana de junio de 1994.

Una mañana cualquiera, el general de Infantería Juan José Hernández Rovira, de 58 años, fue asesinado de cinco disparos cuando salía de su domicilio en Antonio Arias. Un etarra, alto y vestido de azul, le esperaba para acribillarle antes de que el militar de carrera se metiese en el coche blindado que le conducía habitualmente al trabajo.  Era viudo y tenía siete hijos. El pistolero y los otros terroristas que le esperaban en un coche robado giraron a la derecha, bajaron Doctor Esquerdo y abandonaron el vehículo en una colonia llena de guarderías y colegios. Hicieron explotar el coche desde la distancia, sin ningún miramiento por los críos que había en la zona, aunque afortunadamente no hubo que lamentar más muertes aquel día. Dice la hemeroteca que, a las pocas horas de aquello, una administrativa del hospital Gregorio Marañón habló para El País. “Vi cómo disparaban al general y después huían. Me acerqué a él y le acaricié la cara. Todavía se movía”.

En el 94 yo era todavía un adolescente despreocupado que vivía en Barcelona y cuyo gran dilema era decidir si quería ser periodista o profesor de historia.  Aquella mañana de junio en la calle Antonio Arias de Madrid me cayó demasiado lejana como para retenerla en la retina. Conocí los pormenores del asesinato muchos años después, cuando ya ni siquiera vivía en aquella calle. Una extraña sensación me invadió cuando cerré los ojos e imaginé el charco de sangre en el que debió agonizar Juan José.  A buen seguro yo había caminado sobre ese mismo punto, ajeno a la tragedia de aquel buen hombre al que sus vecinos ya le habían advertido en alguna ocasión de la presencia de gente sospechosa que merodeaba por la calle. Ninguna placa, ninguna señal… Ese rincón de Madrid no muestra ningún síntoma de lo que allí ocurrió. Me pareció terrible. Sentí una pena, una desazón difícil de explicar. Una especie de sentimiento de culpa por haber pisado aquellos adoquines sin ningún miramiento.

Por aquel entonces yo ya vivía en otro piso. Otro salto a mejor. Ya estaba en la fase de preparar mi vida de casado. Lo malo de los pisos nuevos es que te cuesta cogerles la medida. Un día se me escurrió una toalla que acabó posándose en el tendedero de dos pisos más abajo. Fue también un comentario casual el que me puso en la pista de que en aquella vivienda de más abajo vivía otro hombre con una cicatriz oculta. Unos años atrás, un atentado de ETA se llevó por delante la vida de su hermano. Desde aquel día, ese hombre discreto, con el que me topaba muchas mañanas en la escalera, se juró a si mismo cuidar de sus sobrinas como si fuesen sus hijas.

Todavía con la toalla recién recuperada en la mano, me quedé pensando en lo cerca, lo terriblemente cerca, que están las víctimas del terrorismo.  Si agudizamos un poco los sentidos descubriremos que viven entre nosotros y que muchas, a simple vista, pueden pasar desapercibidas.  Sin embargo hace tiempo que viven a otra velocidad; sus vidas quedaron ancladas a aquel día en el que su padre salió de casa para no volver, aquel día en el que fueron a comprarse unos pantalones y, de repente, se escuchó una explosión y todo en el centro comercial fueron gritos de dolor y sangre…

Hace unos meses conté la anécdota de la toalla en La Mañana de COPE, ante la presencia de María San Gil y los amigos de la Fundación Villacisneros que presentaban el libro “Cuando la maldad golpea”, el relato más íntimo que jamás hayan escrito las víctimas del terrorismo. En ese libro muestran con una sinceridad desgarradora esa cicatriz que todos llevan encima. Unos en forma de mutilación; otros de forma oculta en el alma. Eso mismo le sucede también a Teresa Jiménez Becerril, otra valiente con la que también he tenido la suerte de coincidir y que ha velado por sus sobrinos todos estos años, después de que los terroristas matasen a su hermano y su cuñada por el simple hecho de estar vinculados a un partido político que no es del agrado de los pistoleros.  Hasta Sevilla se desplazaron para matar al matrimonio. De Juana Chaos llegó a escribir una carta en la que se reía del llanto de los pequeños huérfanos.

Por eso la risa de Inés del Río al salir de la cárcel esta semana abre las carnes de cualquiera que tenga un poco de dignidad y sentido de la justicia. Inés del Río participó en el asesinato de 24 personas. Ha estado en la cárcel 26 años y tres meses.  11 meses por cada asesinato. El Reino Unido ya ha decretado la libertad de Antón Troitiño, también implicado en 22 asesinatos a sangre fría. El viernes podrían salir dos etarras más, entre ellos, Josefa Mercedes Ernaga, condenada por el atentado de Hipercor…

Son las consecuencias de esas siete páginas que se han cargado todo.  Las siete páginas del escrito del Tribunal de Estrasburgo que ha tumbado la doctrina Parot. No podemos culpar a los jueces de la Audiencia Nacional porque se limitan a cumplir lo que dice Estrasburgo. Y puede incluso que ni siquiera podamos criticar a la Corte de Estrasburgo porque está visto que las togas europeas no entienden de dignidad, sólo entienden de leyes.  Puede que la doctrina Parot sólo fuera un remiendo desesperado con el que tratar de solucionar el verdadero problema: un código penal demasiado benevolente en su momento con los asesinos, con los fanáticos capaces de matar por una puta bandera o una patria imaginaria.

Queda la duda de si el Estado podría haber hecho más;  si había margen para la ingeniería jurídica, para presionar en Estrasburgo… pero el caso es que las alimañas suelen tener suerte. 11 meses de cárcel por un asesinato es poco, como también son ridículas las condenas por corrupción en este país. El Estado de Derecho debe aprender la lección y endurecer las penas hasta que la ciudadanía perciba que realmente el que la hace, la paga. De cara al presente, el único consuelo que nos queda es batallar para minimizar al máximo el número de beneficiados por el fallo de Estrasburgo y garantizar que los asesinos que ahora se ríen no vean ni un duro en concepto de indemnizaciones cuando todavía no han abonado lo que deben a sus víctimas.

Víctimas que, ahora más que nunca, necesitan nuestro apoyo y nuestro cariño.  Porque es muy duro llevar esa cicatriz oculta encima y observar la risa de Inés del Río, mientras tu padre sigue sin volver a casa, mientras tus sobrinas se hacen mujeres.  Nos queda el consuelo de que, en el fondo, las alimañas no se salieron con la suya. Lo vestirán como quieran, pero tuvieron que aflojar el pistón porque no pudieron con nosotros. La democracia sigue en pie y ahora lo que tenemos que garantizar es que nuestras víctimas ocupen el lugar que se merecen. Para que no haya cicatrices ocultas, para que nadie se olvide de los lugares donde muchos dieron la vida por la libertad, para que la risa de los terroristas no se escuche por encima de nosotros. Honor y memoria para nuestras víctimas.

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