Los que trabajamos por la noche somos seres extraños. Bueno, no es que seamos extraños; la mayoría somos bastante normales. Es más bien nuestro ritmo el que se sale de lo común. Y ya se sabe que, en este mundo, lo que se sale de lo común suele ser sospechoso. Sin ir más lejos, la vecina de enfrente me sigue mirando raro cuando me ve cocinar a la hora a la que la mayoría de los mortales desayuna. Mientras limpia las ventanas de su piso, me va soltando miradas furtivas como diciendo “¿Diez de la mañana y estás batiendo huevos para zamparte una tortilla de patatas? Ocultas algo”. Tengo para mí que, si pudiera, me aplicaría la ley antiterrorista… Claro que tampoco está mal cuando apareces por el gimnasio a eso de las siete de la tarde, look deportivo, toallita y botella de agua en mano, con los ojos de sapo y cara de empanado. Cuando se topan con tu cara de recién levantado, algunos te miran con pena y otros con recelo. Los primeros deben pensar que estás en el paro y que eso te empuja a sobrellevar el día entre la cama y el gimnasio. Los segundos sencillamente están convencidos de que eres un vago.
En fin, son las hipotecas que uno debe pagar por ir a contracorriente. Aunque a mí, personalmente, de todas las rarezas la que más me gusta es la de recogerme cuando la ciudad despierta. Los que salen de sus casas a primera hora de la mañana van a protagonizar el nuevo día. ¿Quién sabe cuántos participarán de las noticias que sucederán esa jornada? Pocos salen a la calle pensando en formar parte de la actualidad, pero algunos lo consiguen sin querer. Algunos encontrarán trabajo, otros lo perderán; tampoco faltarán los que estén cerca del suceso que marcará ese día… Sea como sea, si hay un rasgo común entre los que van, mientras los noctámbulos volvemos, son las prisas. Esa cara seria, ese paso acelerado, ese claxon que suena en cuanto el coche de delante tarde medio segundo en reaccionar al semáforo verde… En esta sociedad del usar y tirar, la ciudad se dispone a usar otro día, a consumirlo y desecharlo hasta la mañana siguiente. Son pocos los que se resisten con una sonrisa a esa pulsión que consiste en ponerse la coraza de puertas hacia fuera.
Vivimos muy deprisa y tenemos poco tiempo para digerir lo que pasa a nuestro alrededor. Ya ha comenzado una nueva semana y la tragedia de Lampedusa, por la que tanto nos rasgamos las vestiduras durante unas horas, parece ya muy lejana. Pero es que la velocidad de vértigo aleja de nuestra memoria algo que sucedió hace tan sólo tres días. El pasado viernes llegó a la redacción una noticia que nos dejó llamativamente tocados. María de Villota había muerto de forma repentina en un hotel de Sevilla.
Nos dejó tocados porque María era especial. María hizo lo que muchos serían incapaces de hacer: sonreír y quedarse con el lado bueno de haber visto como la rampa trasera de un camión le golpeaba el cráneo como una cuchilla que se llevó por delante un ojo y su pasión por la Fórmula Uno. Las carreras eran su vida pero ella no dejó que su vida se acabara allí. María se propuso ser feliz, por sus bemoles, con parche o sin él. El año y medio que la vida le dio de prórroga fue suficiente para que irradiara más vida, con un solo ojo, de la que jamás podrá irradiar con la mirada muchísima gente a la que las circunstancias nunca pondrán en semejante tesitura. Duele pensar que, al final, alguien así se haya ido. Duele porque María era una mina. María era el testimonio de que la vida, a veces, puede parecer una mierda. Una mierda tan breve, tan frágil, que, precisamente por eso, acaba siendo maravillosa. Es tan maravillosa que no se puede desperdiciar ni un solo día sin ser feliz, sin decir te quiero a los tuyos, sin dar lo mejor de nosotros mismos en nuestro trabajo, en nuestros quehaceres cotidianos…
Uno vuelve a casa después de una noche de radio y se cruza con los que afrontan una nueva jornada con la coraza a cuestas. Es en ese momento cuando te asalta la duda de si vivimos demasiado deprisa como para interiorizar las grandes lecciones que nos dan personajes como María de Villota. Consumimos y desechamos con una facilidad que espanta, pero afortunadamente todavía tenemos el papel y la tinta. Los libros nos invitan a pararnos en el arcén para a reflexionar y mirar a nuestro alrededor. María tenía previsto presentar hoy un libro que debería ser de lectura obligatoria en los colegios. Se titula La vida es un regalo. Ha salido ya a la venta y echarle un vistazo es una de las mejores inversiones que podemos hacer en este mundo de locos.