El futuro que nos espera

Me lo comentó un profesor de una de las escuelas de negocios más prestigiosas de España y Europa. Uno de esos tipos que han llegado a asesorar al mismísimo presidente del gobierno de turno. Pero como es muy de moverse en bici por la ciudad (los tipos que vamos en bici a trabajar no somos de fiar), estábamos de copas y acabó derramando sobre mi camisa un vaso de agua, mientras hacía aspavientos para quejarse de que en pocos minutos debía ponerse una corbata para ir a dar clase, un poquito cocido, a niños de papá obsesionados con ganar dinero, no le tomé muy en serio.

Entre copas, cervezas y cafés me aseguró que en el futuro se acabarán los atascos y los problemas para aparcar. “Claro, porque los coches volarán”, le dijo yo, que tampoco iba muy fino. “Nooooo”, contestó golpeando suavemente su vaso de chupito contra la mesa, con el gesto de satisfacción de quien ha conseguido llevar la conversación donde quería: “Se acabaron los problemas de aparcar porque nadie tendrá coche”. Según mi ilustre interlocutor lo que están haciendo empresas como Google, Apple o Tesla va muy en serio. El futuro del coche pasa por el vehículo autónomo que conduce solo. Todo son ventajas. No hay accidentes porque ellos mismos calculan la distancia con el resto del tráfico, no pierden el tiempo porque nadie se queda empanado en los primeros segundos del semáforo en verde, no contaminan porque son eléctricos y no hay que aparcarlos.

“¿No hay que aparcarlos?”, repliqué yo escéptico. “Una cosa es que no haya que conducirlos, y otra que se evaporen al llegar a casa”, añadí. Pues según el profesor ciclista los coches dormirán en grandes cocheras a las afuera de la ciudad y no serán de nuestra propiedad. Serán más bien como los taxis que acuden a nuestro punto de recogida y nos llevan a nuestro destino para luego irse con la música a otra parte. En esas cocheras, cuando estén estacionados, aprovecharán para cargar sus baterías. La idea me pareció plausible hasta que pensé en toda la industria del automóvil y, sobre todo, en toda la industria de la publicidad. Hay demasiada gente viviendo de vender coches a través de los sentimientos y las pasiones, potenciando la irracionalidad, el placer que provoca llevar un BMW, como para que ahora todos aceptemos llevar un huevo impersonal, igual a todos los demás. Uno de los éxitos de la industria automovilística ha sido inculcarnos que el coche es una extensión de nuestro espacio privado, una prolongación de nuestra casa.

Aquella charla quedó en el baúl de los recuerdos hasta que me he topado con una entrevista a Ryan chin, director del ‘City Science Initiative’ del MIT, en la que dice, un poco más sobrio pero igual de convencido, lo mismo que el prestigioso profesor con el que tuve la suerte de tomarme unas copas de manera distendida. Si las mentes brillantes comienza a dibujar ese escenario, puede que sea verdad que estemos a la puertas de una nueva era en la que nos volvamos mucho más racionales y dejemos de gastarnos 27.000 en una cosa que, se devalúa a la velocidad de la luz, que muchos sólo usan los fines de semana y que cuesta una ruina en mantenimiento, seguros, permisos y combustible.

Entre tanto, los europeos deberemos asistir abochornados a nuestra mediocridad. Cuando los asiáticos y norteamericanos comenzaron a experimentar con los motores limpios del futuro, nosotros decimos apostar por lo fácil: intentar que el diésel, el motor más sucio y ruidoso, contamine un poquito menos. Como eso cuesta mucho esfuerzo en tiempo, ingenio y dinero, Volkswagen decidió hacer trampas. La mediocridad lleva a la miseria. Esa es otra de las cosas que me dijo el profesor aquella tarde de copas: “los europeos estamos listos de papeles, nos hemos acostumbrado a no ser la vanguardia del mundo; los chinos nos van a comer por los pies”. ¿Acabaré dándole la razón? Yo, por si acaso, si vuelvo a coincidir con él en una sobremesa, le escucharé con igual o mayor atención.

A una boda hay que ir con el reloj en hora y los calzoncillos limpios

Dices tú de pragmatismo… Pues en La India no se andan con tonterías. Una boda celebrada en Uttar Pradesh nos ha venido a recordar una de las reglas de oro de esta vida: a las bodas hay que ir con los calzoncillos limpios, aunque vayas de invitado de segunda fila, por lo que pueda pasar. Cuando el novio encaraba el altar y consumía sus últimos segundos como soltero, le dio de repente un apechusque y se desmayó. Pasados unos minutos de confusión, la familia del muchacho confesó que padecía epilepsia y que no se lo habían querido confesar a la novia por si decidía no casarse con él.

¿Qué hizo la novia? Darle la razón a los familiares: “efectivamente, yo no me caso con un epiléptico, pero ya que hemos pagado el convite, yo de aquí salgo casada”, vino a decir la pragmática joven que, ni corta ni perezosa, mandó llamar a un convidado a la ceremonia y le propuso casarse con ella hic et nunc, que dirían los romanos. Ríete tú de los realities que hacen ahora en España…

Claro que en La India también es recomendable ir con las tablas de multiplicar aprendidas. Otra novia que iba a casarse en Rasulabad, para más señas, se quedó con todo al mundo al hacer al novio una pregunta en alto que no venía al caso: “¿Cuántas son 15 más 6?” El muchacho, que debía ser de la versión india de Mujeres, Hombres y Viceversa, frunció el entrecejo y dijo: “17”. La novia se giró hacia los invitados y explicó que ella no iba a casarse con alguien que no era capaz de hacer una suma mental tan sencilla. Así que se recogió el vestido y se piró, con la parsimonia de quien toca una canción de Anni B Sweet con el banjo.

Si en España fuésemos tan exquisitos como esa novia de La India, aquí no se casaba ni el Tato. Hace años que el sistema educativo y el uso de las calculadoras acabaron de atrofiar la mayoría de las mentes. Para qué hacer el esfuerzo de calcular, si tienes una maquinita que lo hace por ti. Pero, ¿y si no tienes la maquinita a mano? ¿y si se le acaban las pilas?  “Eso es imposible”, suelen contestarte.  Vivimos rodeados de tecnología y cuando no tengas la calculadora a mano, tendrás el móvil, que también tiene calculadora.

Somos una sociedad tecnificada y no miramos atrás. Sin embargo, paradójicamente, cada vez miramos más a los lados. Pedagogos y psicólogos insisten en el creciente déficit de atención que nos aflige. Recibimos tantos inputs, que si el Twitter, que si el Facebook, que si los anuncios interactivos, que si la bandeja de entrada del correo electrónico… Nuestro entorno nos obliga a mirar cada vez a más lugares cada pocos segundos, de manera que, si la calculadora atrofió nuestro calculo mental, las nuevas tecnologías de la información están atrofiando nuestra capacidad de concentración.

La verdad es que la mayoría tienen una fe ciega en la tecnología, aunque a algunos nos sorprenden algunas paradojas. Esta semana Apple ha presentado su Apple Watch. Un reloj de la leche, con todas las aplicaciones de un smartphone y más. Y, como diría el chiste, hasta da la hora. Eso sí, en modo normal sólo funciona 18 horas, por lo que hay que recargarlo. Así que tenemos un reloj que sólo le falta hacerte unas lentejas con chorizo, pero al que le cuesta darte la hora como no le des  “cuerda”.  ¿Será una metáfora de los tiempos que corren?

En busca de la privacidad perdida

Al final va a tener razón el torero: Hay gente pa’ to. Resulta que eso de las agencias de citas para adúlteros está funcionando. Gente casada que se pone en contacto con otros casados para ser infieles a sus parejas. La gente, desde luego, se aburre mucho. Tanto que, después de haber cometido la infidelidad, incluso se entretiene respondiendo encuestas de lo más surrealistas.

El portal Victoria Milan se ha puesto a preguntar a sus clientes adúlteros cómo se lo montan para acudir a la cita en cuestión. La cosa tiene su miga porque el pendejo o pendeja con el que hayas quedado para cometer la tropelía puede que viva en un barrio céntrico o en una zona donde resida alguien que conoces. ¿Acudir con tu coche y que te reconozcan? “¿Oye, ese no es el Renault de Manolo?” ¿Coger el metro y que dé la puñetera casualidad de que te topas con un conocido, que luego saque a colación que te vio tal día en tal barrio? No, demasiadas explicaciones. Lo más claro, al parecer, es coger el taxi. Hasta un 40% de los infieles aseguran usar ese medio de transporte para perpetrar sus escaramuzas amatorias. Levantas la mano, te metes rápido, le dices en qué esquina discreta te tiene que dejar, le pagas en efectivo (¡importantísimo no dejar rastro con la tarjeta!) y sanseacabó. Y para la vuelta, lo mismo.

Ya hay que tener ganas de buscarte una amante. Además de los cambalaches que tienes que hacer para no dejar rastro en el ordenador de casa de tus visitas al portal, además de indagar (¡digo yo que lo harán!) que el pendejo/a con el que te vas a afrotinar no esté para encerrar en un psiquiátrico, y de trazar una ruta discreta de transporte… tienes que pagar un taxi a la ida y otro a la vuelta. Según la encuesta, los adúlteros se dejan unos 30 euros por trayecto, lo que al mes suele ascender a 105 euros. Definitivamente, ser adúltero cuesta un dinero. A lo mejor es por eso que un 32% reconoce coger el metro para ir a poner los cuernos a su pareja. Otro 28% opta por el autobús o el tranvía. Además de adúlteros, agarrados.

Lo triste de esta encuesta, más allá de constatar lo incompleta e insustancial que es la vida de mucha gente, es comprobar lo ignorantes que somos en materia de privacidad. Todavía nos creemos que subiéndonos el cuello del abrigo para que nos tape la cara y cogiendo un taxi de forma discreta nadie va a saber hacia dónde nos dirigimos.

Desde que entramos en la era digital lo de esconderse y que “te trague la tierra” es cada vez más difícil. Seguramente, muchos de los que cogen un taxi y pagan en efectivo para pasar desapercibidos no caen en la cuenta de que el GPS del móvil y los Big Data que vamos desparramando por ahí nos tienen más que controlados. Llevamos un aparatito en el bolsillo que se chiva continuamente de nuestra posición. Cuando llamamos o mandamos un mensaje queda recogido el lugar en el que estamos. Pero es que, además de todos esos datos que ofrecemos casi sin darnos cuenta, nosotros mismos seguimos regalando detalles sobre nuestra vida con toda alegría. Y lo hacemos porque las estrategias para que piquemos son cada vez más tentadoras.

Lo último que se le ha ocurrido a Apple consiste en pedir a la gente que conecte el Bluetooth cuando entra en una de sus tiendas. A cambio de confesar que estás en una tienda en un momento determinado, te harán ofertas personalizadas sobre los productos allí presentes. Y así, tejiendo ese tipo de datos con precisión empírica, acaban diseñando un patrón de comportamiento capaz de prever, con una exactitud pasmosa, qué vas a hacer en tu día a día. Seven Eleven va más allá y, gracias a la geolocalización, calcula la distancia a la que están los clientes (los que previamente se han animado a regalar datos a cambio de una oferta) de su tienda más cercana para invitarles a entrar. Si el día se presenta frío, nos hace una oferta para un chocolate caliente o lo que solamos tomar los días fríos (lo saben porque estudian nuestros datos) y si hace calor, nos hacen un descuento en un helado. Obviamente, saben cuál es nuestro sabor favorito.

Curioso mundo éste, en el que, mientras nuestra pareja sigue ignorante de la cornamenta, alguien a quien no conocemos pueda soltar delante de un monitor:

-Coño, hoy Manolo no va al picadero.

-No, ha dedicado la mañana a visitar un concesionario de coches.

-Pues falta le hacía, porque el Renault se caía a trozos.

 Será el nuevo y moderno mundo que nos espera, lleno de comodidades. Pero a mí, personalmente, se me antoja inquietante.

Los drones, un problema muy real del que se habla muy poco

Ser hijo de un físico y periodista científico es lo que tiene. Si no andas listo, comienzas a acumular papeletas y más papeletas hasta que, un buen día, te conviertes en una cobaya humana. Al hijo de Paul Wallich los 400 metros que separaban su casa del autobús escolar se le debieron hacer eternos durante una temporada. Su padre (un poco vago el hombre) no quería acompañarle todos los días, pero tampoco le gustaba perderle de vista cuando bajaba la colina situada entre su hogar y la parada del bus. Así que, ni corto ni perezoso, nuestro físico estadounidense construyó un pequeño aparato volador, controlado a distancia, con una cámara incorporada que enviaba imágenes en directo. Colocó una baliza en la mochila de su hijo y… ¡gualá! El drone seguía y filmaba al pequeño hasta la parada, mientras el científico lo supervisaba todo plácidamente a través de un monitor desde casa.

Bueno, tan plácidamente, tampoco. Wallich descubrió que en los días nublados el cacharro no volaba y, en las mañanas de viento, tenía muchas posibilidades de acabar estrellado. La idea de abrir la cabeza a su hijo con el invento le hizo finalmente desistir. En todo caso, dicen que este pudo ser el primer intento de dar un uso privado a una tecnología que, como casi todo, surgió del ámbito militar. Al margen de los aficionados al aeromodelismo, los últimos en tener sueños atrevidos con los drones fueron los responsables de Amazon. El famoso distribuidor comercial anunció el año pasado que, en cuanto la legislación lo permitiese, pensaba utilizar drones para entregar algunos pedidos puerta a puerta.

¿Se imaginan en las fechas navideñas un ejército de drones sobrevolando las ciudades, cada uno de ellos, de su padre y de su madre, buscando una dirección concreta para aterrizar en la mismísima puerta del cliente con la intención de depositar el libro, la tableta o el jersey encargado por Internet? ¿Se imaginan el uso poco comercial que podrían darle algunos terroristas? El pollo podría ser monumental. Tanto que algunos gobiernos han comenzado a ponerse las pilas para evitar problemas mayores.  Sin ir más lejos, el gobierno español confirmó el pasado viernes, en Consejo de Ministros, que piensa regular el uso comercial de los drones.  De momento sabemos que su utilización estará prohibida en los núcleos urbanos y que su regulación dependerá mucho de su peso y tamaño. Teniendo en cuenta que, el pasado mes de abril, la Agencia Estatal de Seguridad Aérea prohibió el uso de drones para aplicaciones civiles, tiene toda la pinta de que el sueño de Amazon no será posible. Por lo menos, en España.

Eso sí, las autoridades de nuestro país no es que pasen de los drones. Todo lo contrario. El pasado mes de octubre, la Junta de Andalucía aprobó el uso de un campo de pruebas para experimentar con aviones no tripulados de grandes dimensiones y tecnología avanzada. Un proyecto del que también participa el gobierno central con una inversión de 40 millones para albergar drones de 650 kilos, en una finca pública que se quemó hace 15 años. 75 hectáreas que bordean el Parque de Doñana y que han hecho a los ecologistas poner el grito en el cielo.

Y es que, los gobiernos parecen interesados en controlar, de forma discreta, las posibilidades que puedan brindar los artefactos aéreos no tripulados. Algunos biólogos ya han comprobado que se les puede dar un gran uso para observar las poblaciones de animales en campo abierto. También servirían para vigilar los montes y ahuyentar a los pirómanos. Sin embargo, todo indica que el mayor potencial de los drones será puesto a disposición de la guerra. De hecho, el ejército de Estados Unidos ya entrena a más operadores de drones que a pilotos de guerra convencionales. Las asociaciones de periodistas norteamericanas calculan que el ejército de la primera potencia mundial ha abatido a más de 2.000 personas enviando drones a Yemen, Afganistán o Pakistán. Lo hacen para no poner en peligro la vida de un piloto y para no ser detectados por los radares. Los habitantes de algunas zonas de esos países aseguran que el zumbido de drones es constante.

Para saber quién los pilota, recomiendo ver el documental de la directora Tonje Hessen titulado Drone. En él se relata la paranoia de unos controladores que hacen vida normal en sus hogares, pero que en su jornada de trabajo se ponen frente a unas pantallas en las que vigilan durante días y meses a un posible objetivo situado a 12.000 kilómetros de distancia. Le ven en su día a día, cómo se relaciona con su mujer, con sus hijos, con sus amistades… hasta que reciben la orden de disparar. Un piloto explica en Drone que se hizo disidente porque no podía volver a su casa a hacer una barbacoa, como si tal cosa, después de haber visto cómo se desangraba el objetivo durante horas. De hecho, los más críticos con el uso de los drones señalan que estamos hablando de miles de ojos en el cielo que no parpadean durante horas y que nos pueden vigilar sin que ni siquiera lo sospechemos. Algo así como el helicóptero Pegasus de la DGT, pero a lo bestia y para algo más que poner multas.

Los más reacios a perder su intimidad miran a los drones con suspicacia y los más apocalípticos recuerdan que, según la mayoría de los expertos, en el futuro esos aparatos volarán de manera prácticamente independiente lo que puede multiplicar su uso de forma exponencial. Para evitar que haya muchos disidentes como el que sale en el documental, los nuevos controladores son reclutados entre los jóvenes expertos en videojuegos, que tienden a cosificar o deshumanizar los objetivos a abatir. Sea como sea, estamos ante otro ejemplo de que la tecnología puede ser maravillosa o perversa en función del uso que se le quiera dar. De momento, llama la atención lo poco que se habla del asunto en los foros públicos y en los medios de comunicación. Tal vez porque, hasta ahora, el uso que se está dando a los drones no es demasiado edificante.

Mi striptease tecnológico (y el tuyo también)

En la vida pocas cosas pasan por casualidad. ¿Por qué las aplicaciones de mi Smartphone insisten tanto en que les diga dónde estoy? ¿Por qué me aconsejan cada dos por tres que les facilite de forma permanente mi localización? “¡Para darte un mejor servicio, so cateto!”, dirán algunos. Y, en parte, no les falta razón.

Sin embargo siguen siendo muchos, tal vez demasiados, los que continúan sin ser plenamente conscientes del mundillo en el que nos hemos adentrado, a lo tonto a lo tonto, en apenas diez o quince años. A los que nacimos a finales de los 70 los ahora cincuentones todavía nos llaman “jovencitos”, aunque muchos ya estemos casados, con hijos, medio calvos o, en el mejor de los casos, peinando alguna que otra cana interesante. Es verdad que no somos unos abuelos, pero tampoco unos críos. Sin ir más lejos, no podemos presumir de ser “nativos digitales”. Los que comenzamos y terminamos con la EGB conocimos el mundo sin móviles y, peor aún… sin Internet!!!

Muchos no nos abrimos una cuenta de correo electrónico hasta que nos la ofrecieron en la universidad, donde también miramos con suspicacia y cierto cachondeo al primer compañero en posesión de un teléfono móvil. Luego llegó la conexión a Internet en casa tras convencer a tus viejos de que aquello era el futuro y no un simple gasto más para jugar a los marcianitos. El caso es que cuando nos hemos querido dar cuenta, no hay casa sin ADSL o superior; no hay bicho viviente sin al menos dos o tres direcciones electrónicas; ni amigo sin dos, tres o más perfiles abiertos en las distintas redes sociales que amenace con convertirse en Community Manager; y hasta tu madre, esa señora que se ha convertido en abuela, se lo pasa pipa mandando fotos de su nieto por el WhatsApp. Aunque lo más acojonante puede que sea ver al nieto, con poco más de un añito, deslizar el dedo por una revista de papel intentando que la foto o las letras respondan como la pantalla de una tableta.

Desde que el tren nos enseñó el concepto del minuto y los soldados británicos volvieron de la Primera Guerra Mundial con un reloj atado a la muñeca (de eso hace apenas un siglo) el ser humano no ha parado de correr a los Forrest Gump. Durante siglos los cambios tecnológicos y sociales fueron lentos y paulatinos. El hijo aprendía a trabajar y comportarse como lo había hecho su padre, y su abuelo y el padre del abuelo… Ahora no. Ahora lo que vivió tu padre no sirve de nada. Y lo que tú mismo viviste hace 15 años tampoco vale. El que no se sube al tren de la tecnología está listo de papeles: analfabetismo digital. Para no quedarnos out todos, con más o menos facilidad, con más o menos entusiasmo, hemos aprendido a manejar la tecnología que nos asalta por oleadas. El problema es que muchos, bien porque bastante han tenido con no ahogarse durante el cambio o bien porque ya han nacido dentro del cambio, no han interiorizado la tramoya del nuevo mundo en el que nos movemos. Nuevo paradigma, nuevas reglas.

Entre los castigos que Dios me ha impuesto en esta reencarnación de periodista radiofónico está el tenerme que leer toda la prensa todas las noches, a partir de las tres de la madrugada. Hay una perla que dejo siempre para el final: la contraportada de La Vanguardia.  Un lugar delicioso donde suelen aparecer personajes de lo más variopinto pero con un común denominador: una lucidez sobrecogedora que del detalle viaja a la categoría, ofreciéndonos las pistas para entender el mundo e intuir hacia dónde va. Este lunes 13 de enero los lectores nos hemos topado con José Luis Nueno, profesor del IESE e investigador de tendencias de consumo.

Pues dice el señor Nueno, entre otras muchas cosas, que las empresas bien asesoradas que deciden poner una tienda (de qué ponerla y dónde ponerla) se guían por el número de personas que pasan por una calle en concreto. ¿Y cómo lo averiguan?  ¿Se pone un tipo en una esquina a contar concienzudamente o a ojo de buen cubero?   No. Trabajan con un porcentaje de tráfico peatonal muy aproximado gracias a las señales que ofrecen los smartphones: “Nuestros big data de la señal de los móviles delatan nuestros trayectos”.

A eso hay que sumar que cada vez que pagamos con la tarjeta “confesamos” qué hemos comprado y dónde lo hemos comprado. Si en las redes sociales dejamos un rastro de “me gusta”, y por dónde quiera que vayamos cedemos con más o menos “confidencialidad” el trasiego de nuestros datos para usos comerciales,  los que manejan los hilos ya tienen suficientes mimbres como para conocernos casi como si nos hubiesen parido. Cada día regalamos una información ingente sobre nosotros mismos.  Pero todo se ha desarrollado tan deprisa, nos hemos adaptado a lo nuevo tan rápido, que casi no nos hemos dado cuenta.

Lo positivo es que, según el señor Nueno, la nueva era digital será buena para los jóvenes. A los ninis puede que les haya pillado el toro de la crisis, pero ese chiquitín en pañales que juguetea con el Smartphone de su padre “tendrá empleo y bien pagado. La demografía juega a su favor”.  Por cierto, según el profesor del IESE, el soporte papel desaparecerá y la prensa se leerá por completo a través de pantallas.  Ahora sólo falta que inventen algo para que, en caso de trabajar en un programa matinal de radio, no haya que madrugar tanto.