Los drones, un problema muy real del que se habla muy poco

Ser hijo de un físico y periodista científico es lo que tiene. Si no andas listo, comienzas a acumular papeletas y más papeletas hasta que, un buen día, te conviertes en una cobaya humana. Al hijo de Paul Wallich los 400 metros que separaban su casa del autobús escolar se le debieron hacer eternos durante una temporada. Su padre (un poco vago el hombre) no quería acompañarle todos los días, pero tampoco le gustaba perderle de vista cuando bajaba la colina situada entre su hogar y la parada del bus. Así que, ni corto ni perezoso, nuestro físico estadounidense construyó un pequeño aparato volador, controlado a distancia, con una cámara incorporada que enviaba imágenes en directo. Colocó una baliza en la mochila de su hijo y… ¡gualá! El drone seguía y filmaba al pequeño hasta la parada, mientras el científico lo supervisaba todo plácidamente a través de un monitor desde casa.

Bueno, tan plácidamente, tampoco. Wallich descubrió que en los días nublados el cacharro no volaba y, en las mañanas de viento, tenía muchas posibilidades de acabar estrellado. La idea de abrir la cabeza a su hijo con el invento le hizo finalmente desistir. En todo caso, dicen que este pudo ser el primer intento de dar un uso privado a una tecnología que, como casi todo, surgió del ámbito militar. Al margen de los aficionados al aeromodelismo, los últimos en tener sueños atrevidos con los drones fueron los responsables de Amazon. El famoso distribuidor comercial anunció el año pasado que, en cuanto la legislación lo permitiese, pensaba utilizar drones para entregar algunos pedidos puerta a puerta.

¿Se imaginan en las fechas navideñas un ejército de drones sobrevolando las ciudades, cada uno de ellos, de su padre y de su madre, buscando una dirección concreta para aterrizar en la mismísima puerta del cliente con la intención de depositar el libro, la tableta o el jersey encargado por Internet? ¿Se imaginan el uso poco comercial que podrían darle algunos terroristas? El pollo podría ser monumental. Tanto que algunos gobiernos han comenzado a ponerse las pilas para evitar problemas mayores.  Sin ir más lejos, el gobierno español confirmó el pasado viernes, en Consejo de Ministros, que piensa regular el uso comercial de los drones.  De momento sabemos que su utilización estará prohibida en los núcleos urbanos y que su regulación dependerá mucho de su peso y tamaño. Teniendo en cuenta que, el pasado mes de abril, la Agencia Estatal de Seguridad Aérea prohibió el uso de drones para aplicaciones civiles, tiene toda la pinta de que el sueño de Amazon no será posible. Por lo menos, en España.

Eso sí, las autoridades de nuestro país no es que pasen de los drones. Todo lo contrario. El pasado mes de octubre, la Junta de Andalucía aprobó el uso de un campo de pruebas para experimentar con aviones no tripulados de grandes dimensiones y tecnología avanzada. Un proyecto del que también participa el gobierno central con una inversión de 40 millones para albergar drones de 650 kilos, en una finca pública que se quemó hace 15 años. 75 hectáreas que bordean el Parque de Doñana y que han hecho a los ecologistas poner el grito en el cielo.

Y es que, los gobiernos parecen interesados en controlar, de forma discreta, las posibilidades que puedan brindar los artefactos aéreos no tripulados. Algunos biólogos ya han comprobado que se les puede dar un gran uso para observar las poblaciones de animales en campo abierto. También servirían para vigilar los montes y ahuyentar a los pirómanos. Sin embargo, todo indica que el mayor potencial de los drones será puesto a disposición de la guerra. De hecho, el ejército de Estados Unidos ya entrena a más operadores de drones que a pilotos de guerra convencionales. Las asociaciones de periodistas norteamericanas calculan que el ejército de la primera potencia mundial ha abatido a más de 2.000 personas enviando drones a Yemen, Afganistán o Pakistán. Lo hacen para no poner en peligro la vida de un piloto y para no ser detectados por los radares. Los habitantes de algunas zonas de esos países aseguran que el zumbido de drones es constante.

Para saber quién los pilota, recomiendo ver el documental de la directora Tonje Hessen titulado Drone. En él se relata la paranoia de unos controladores que hacen vida normal en sus hogares, pero que en su jornada de trabajo se ponen frente a unas pantallas en las que vigilan durante días y meses a un posible objetivo situado a 12.000 kilómetros de distancia. Le ven en su día a día, cómo se relaciona con su mujer, con sus hijos, con sus amistades… hasta que reciben la orden de disparar. Un piloto explica en Drone que se hizo disidente porque no podía volver a su casa a hacer una barbacoa, como si tal cosa, después de haber visto cómo se desangraba el objetivo durante horas. De hecho, los más críticos con el uso de los drones señalan que estamos hablando de miles de ojos en el cielo que no parpadean durante horas y que nos pueden vigilar sin que ni siquiera lo sospechemos. Algo así como el helicóptero Pegasus de la DGT, pero a lo bestia y para algo más que poner multas.

Los más reacios a perder su intimidad miran a los drones con suspicacia y los más apocalípticos recuerdan que, según la mayoría de los expertos, en el futuro esos aparatos volarán de manera prácticamente independiente lo que puede multiplicar su uso de forma exponencial. Para evitar que haya muchos disidentes como el que sale en el documental, los nuevos controladores son reclutados entre los jóvenes expertos en videojuegos, que tienden a cosificar o deshumanizar los objetivos a abatir. Sea como sea, estamos ante otro ejemplo de que la tecnología puede ser maravillosa o perversa en función del uso que se le quiera dar. De momento, llama la atención lo poco que se habla del asunto en los foros públicos y en los medios de comunicación. Tal vez porque, hasta ahora, el uso que se está dando a los drones no es demasiado edificante.

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