Dos días sin poder probar bocado. Apenas toleras los líquidos. El termómetro ya marca más de 39 grados. Tu cuerpo arde y tu cabeza da vueltas, mientras escuchas la voz de tu mujer diciendo “vamos a urgencias para que te pongan suero o algo; no puedes seguir así…” Tú, en ese momento, no eres el ser más racional del mundo, pero la neurona todavía te da para hacerte la pregunta del millón: “¿a qué urgencias? ¿al hospital público que me corresponde o a la clínica más cercana que trabaje con mi seguro privado?
La opción “clínica privada” tiene varios puntos en contra: el primero, que palmas pasta porque el tuyo es un seguro básico y, siempre que sacas a pasear la tarjetita, algo pierdes en el recibo del mes siguiente. Además todavía te acuerdas de cuando, en dos ocasiones, no fueron capaces de detectarte una patología que, en cambio, la doctora del ambulatorio diagnosticó, sin exagerar, en 40 segundos de reloj…
Claro que tus experiencias en las urgencias de “lo público” también son gloriosas. La más grande, cuando te presentaste con tu documento de “desplazado” en las urgencias del Gregorio Marañón con un cólico biliar que te desgarraba por dentro. El trato de los médicos y las enfermeras fue excelente, pero el ambiente de aquellas urgencias “públicas”, una vez deciden dejarte ingresado en observación, podrían servir para rodar algún episodio de Callejeros… Agentes de policía custodiando a enfermos/detenidos, una enfermera procurando que un enfermo con síntomas de senilidad no se arrancase las vías a las bravas y, sobre todo, aquel búlgaro que colocaron a tu lado, más muerto que vivo, porque había intentado suicidarse a base de pastillas.
Aquella noche fue complicada y te despertaste en tres ocasiones. La primera, el búlgaro te miraba fijamente sin decir nada; la segunda, una mujer mayor sollozaba a medio metro de ti y acariciaba al búlgaro como sólo lo hace una madre; y la tercera, dos enfermeras comentaban que el laxante suministrado al frustrado suicida había surtido efecto: “puf, está perdidito, habrá que cambiarle“. Ahí te diste la vuelta, comenzaste a respirar por la boca y cruzaste los dedos para que a la mañana siguiente te diesen el alta…
Con esa mochila de recuerdos a la espalda y con la sospecha de que los recortes no pueden haber mejorado el panorama, te incorporas como puedes y con los ojos vidriosos le dices a tu mujer: “vamos a la clínica privada”.
Llegas a la clínica privada, enseñas tu tarjeta de asegurado y te llevas la primera sorpresa: la sala de espera está hasta la bandera y las enfermeras comentan que el médico de guardia no da abasto. La enfermera actúa rápido y en cuestión de minutos tienes tu vía colocada, con tu suero y tu antibiótico que te caen como gloria bendita… El médico aparece más tarde con cara de cansancio y maldiciendo su suerte. “Me equivocado de especialidad” te suelta irónicamente tras confirmarte que sobrevivirás a ésta. Tres horas más tarde, al darte el alta, comentará a la enfermera que tiene que irse rápido porque en una hora comienza otra guardia, curiosamente, en un hospital público.
El caso es que, en esta ocasión, no me he topado con aquel búlgaro que acabó en las urgencias de un hospital público de Madrid porque su mujer le había abandonado. Aquí he visto (con más dificultad porque los boxes preservaban mejor la intimidad) a un hombre maduro al que no le llegaba el aire a los pulmones y a una anciana de la vieja escuela, de esas que se despiden de los muchachos de la ambulancia como si fuesen sus nietos porque le han traído a la clínica como a una reina. Diferentes momentos y diferentes escenarios, pero algo en común: en mayor o menor medida todos estábamos fastidiados, y lo único que nos importaba en ese momento era ponernos bien.
Yo me quedo con eso. Sobre todo teniendo en cuenta que este 1 de octubre entra en vigor el copago de medicamentos en los hospitales. Una nueva vuelta de tuerca, otra línea roja que se lleva por delante el tsunami de la crisis.
De momento, la polémica será menor de lo esperado porque ocho comunidades han decidido no aplicar esa medida que, según algunas fuentes, viene impuesta directamente por los famosos hombres de negro. Bruselas propone y el gobierno dispone. La idea es que enfermos de patologías graves o crónicas paguen el 10 por ciento de 54 fármacos que se salvaron de la primera oleada de copago.
Las cosas como son… en este país hay mucho hipocondríaco, especialmente entre los pensionistas, que hasta hace poco se pasaba el día en el médico o acaparando arsenales de medicamentos que luego no gastaba… El primer copago, aún haciendo la puñeta, ha tenido un efecto disuasorio que no ha venido nada mal para controlar el gasto innecesario y abusivo. El gobierno lo valora en unos dos mil millones de euros.
Ahora bien, cuando estamos hablando de cáncer de hígado, de riñón, de mama, tumores cerebrales, leucemias mieloides, hepatitis C crónicas, degeneraciones maculares, artritis… pedirle a uno que saque la cartera cuando ha pagado todos sus impuestos, cuando todavía hay donde recortar de lo superfluo, parece demasiado duro.
El argumento del ahorro y la disuasión, que nos pudieron convencer en la primera tanda de copago, no sirve para esto. Una persona que tiene una enfermedad grave o crónica no va a dejar de comprar el medicamento porque le apliquen el copago. Es verdad que ese copago hospitalario tendrá un tope de 4’20 euros por caja, pero con tanta gente hasta el cuello, con tanta gente que tiene dificultades hasta para pagar el transporte público, el hecho de obligarles a apoquinar para tratarse del cáncer puede ser sangrante.
La cosa está muy mal y el gobierno está en la obligación de recortar de muchos sitios, algunos tan dolorosos como imprescindibles, pero sigue habiendo límites que sería mejor no traspasar. Aunque sólo sea por estética y por higiene mental.