Los que llevan lentillas habitualmente, las que no saben salir de casa sin maquillaje, los que lucen una barba recóndita o los que se tapan las orejas de soplillo con el pelo saben de qué se trata. Cuando acostumbras al respetable a un look determinado, cambiar puede ser dramático. Nunca ves el día para llenarte de coraje y lanzarte al vacío. Cuenta la leyenda que el nuevo presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, luce su peculiar corte de pelo, a caballo entre El Puma y Calimero, debido a unas cicatrices que un día decidió ocultar.
Al margen de esa concesión a la timidez o al complejo, Puigdemont es un tipo que no se muerde la lengua. Responde al perfil de nacionalista catalán que siempre ha visto con displicencia a la inmigración que un día llegó a Cataluña, a los que se empeñan en seguir hablando castellano, alegrarse con los éxitos de la Selección o ver los canales televisivos de ámbito “estatal”. Suya es la frase de “echaremos a los invasores de Cataluña”, entendiendo como invasores a todos los que no responden a su perfil ideológico. La frase va en consonancia con otras barbaridades que se han dicho en los últimos tiempos. Josep Maria Reniu, miembro del llamado “Consejo Asesor para la Transición Nacional” de Cataluña llegó a decir en una radio, sin que se le cayera la cara de vergüenza, que quienes no pagasen a la nueva Hacienda catalana “deberían marcharse de Cataluña”. No especificó cómo se “echaría” a esos catalanes de sus hogares, en caso de que no estuviesen dispuestos, ni a incumplir la ley, ni a marcharse de su tierra. Claro que la palma se la llevó la actual presidenta del Parlament de Catalunya, Carme Forcadell, cuando aseguró que quienes votaban a Ciudadanos o al Partido Popular no eran catalanes, no formaban parte del pueblo catalán. Desde la Segunda Guerra Mundial nadie con semejante proyección pública se había atrevido, en Europa Occidental, a decir que un determinado colectivo no pertenecía a un territorio determinado, por mucho que hubiese nacido o vivido largamente en él, en base a su orientación política.
Pues estos tipos no son cuatro iluminados. Ahora mismo, ocupan cargos vitales de las instituciones públicas y están dispuestos a utilizarlos para llevar adelante su paranoia. Cómo será la cosa que el presidente saliente, Artur Mas, tampoco se ha puesto colorado al señalar que “lo que no nos dieron las urnas, lo hemos conseguido mediante la negociación” en los despachos. Pedían urnas a todas horas, pero cuando han visto que unas nuevas elecciones podrían destruir definitivamente a Convergència y restar fuerza al bloque secesionista, han tragado con el acuerdo político que les exigían los anarquistas de la CUP. Anarquistas que, por cierto, ya no podrán negar que se han convertido en una copia bis de la acomodada Esquerra Republicana. Adiós, Bakunin.
No se dejen confundir. Les escucharán decir que ganaron “el plebiscito”, que son más demócratas que nadie, que a progresismo no les gana ni el más progresista, que lo suyo es la “revolución de las sonrisas”… pero no es verdad. Dime de qué presumes y te diré de qué careces. Actúan como actúan porque no son demócratas. Su autismo social, su insistencia en ignorar al 52% de la población que se opone a la independencia como si fueran los muertos de la película “Los Otros” (se cruzan con ellos a diario, pero no les ven) se debe a un desprecio total y absoluto. No les consideran catalanes o, al menos, buenos catalanes, por lo que su opinión no cuenta. Anhelan un país homogéneo, donde esté bien definido qué es ser un buen patriota. A eso se le llama totalitarismo. También hablan de progreso, pero lo que buscan, a fin de cuentas, es reducir la “demos”, la gente con capacidad de votar sobre lo que sucede en una sociedad. Eso, en pleno siglo XXI, después de siglos intentando ganar derechos para la mujer, para los inmigrantes, para quienes profesan otra religión o tienen otro color de piel no es progreso, es recesión. La recesión de querer acotar los límites estatales a los límites lingüísticos. Su interés por adoptar a un par de castellanohablantes como mascotas electorales no hace más que confirmarlo. De nuevo, dime de qué presumes…
La noche de la última huelga general, un holandés salió a mi encuentro al comprobar que era periodista. Me comentó que no entendía cómo un país como España podía tener tantos problemas sociales y territoriales. Los holandeses, me explicó, habían pasado del europeísmo al escepticismo por el miedo que les provoca ser un país demasiado pequeño. Desde Amsterdam ven con envidia el peso territorial y demográfico de España. Nada como vivir la globalización desde un estado pequeño para darte cuenta de lo importante que es crecer, buscar alianzas y difuminar fronteras en la región europea. Aquí en cambio, estamos por “una lengua, un Estado”. Los mercados, los fondos buitre, se relamen pensando en pequeños reinos de taifa endeudados hasta las trancas completamente a su merced.
Ante este panorama, resulta curiosa la empanada de determinados sectores de la izquierda. ¿Qué fue de aquella izquierda internacionalista que tenía claro que lo importante eran los trabajadores y la gente humilde sin distinguir si eran de aquí o de allí? ¿Cuándo se nos jodió la izquierda? Posiblemente, cuando se empeñó en dar derechos a los territorios y quitárselos a los ciudadanos. Ahora algunos trabajan para que haya referéndum y garantizar que, si no es a la primera, a la segunda o la tercera venzan los nacionalistas. Entonces ya no habría capacidad para repetir otro referéndum con el que deshacer la independencia. El penalti se tiraría hasta que yo meta gol y, después, lo que se da no se quita. Tal vez entonces algunos izquierdistas que presumen de no tener bicho viviente a su izquierda se darían cuenta de que, sin Cataluña, lo que quedase de España sería un país donde el centro derecha ganaría la mayoría de las elecciones. Resten el chute de voto socialista que dio Cataluña a Zapatero o el chute podemita de las últimas elecciones, a ver qué resultado les sale. Van de intelectuales y visionarios, pero son como el mono que se esfuerza denodadamente para cortar con un serrucho la rama del árbol en que se sientan. Cuánta ignorancia y cuánta miopía travestidas de progresismo y lucidez, que, en realidad, no lo son ni por asomo. Agotador.