De repente me siento incómodo. Un ligero malestar se apodera de mi cuerpo. Estoy sudando. Un sudor frío. Me sorprendo al mirar al suelo. Estoy descalzo y mis pies son enormes. Llevo colgado del cuello un anillo y a mi lado, Sam Sagaz, me susurra que, mientras lo lleve puesto seré invisible. Me fijo mejor y constato que nos encontramos en un colegio electoral, donde me dispongo a coger mi papeleta, con mucha cautela, para ejercer el derecho al voto. De repente, tres orcos separatistas, que custodian la mesa, se inquietan:
-¿Qué es eso?, dice uno
-¿El qué? ¿Qué has visto?, replica otro.
-El caso es que no he visto nada, pero noto algo. Huelo a charnego unionista o quizás a botifler con apellido catalán de toda la vida…
-Sal a dar una vuelta y, si lo localizas, le das una ración doble de TV3. Que n’aprengui!
Ahí es donde me acojono tanto que me despierto empapado en sudor… Es lo que tiene el monotema, que te acaba obsesionando y la noche electoral hasta se cuela en tus sueños más íntimos. Claro que lo que soñamos suele estar directamente relacionado con lo que vivimos despiertos. Que algunos se sintieron incómodos a la hora de votar se demuestra con los bandos en la puerta del colegio, a favor de la independencia, como el de Sant Antoni de Vilamajor. Quien avisa no es traidor…
Respecto a la invisibilidad, pues qué quieren que les diga. Cuando uno ha nacido o vive en un lugar donde los que gobiernan te ignoran por completo, acabas teniendo la sensación de ser invisible, de ser un ciudadano de segunda, de vivir en la película Los Otros de Amenábar. Sin ir más lejos, Artur Mas lo volvió a decir nada más conocerse los resultados: “Hemos ganado. Cataluña ha ganado”. Eso quiere decir dos cosas: que más de la mitad de la población es invisible para nuestro president y que esa mitad no es digna de ser llamada “pueblo catalán”. Como que lo diga sólo el Molt Honorable puede que no sea suficiente, ya nos hemos encargado de copar en las últimas décadas toda la burocracia y todos los medios de comunicación autonómicos con nuestro mensaje. Mónica Terribas cobra un muy buen sueldo que pagan todos los catalanes, pero en su programa matinal de la radio pública ha dicho que “el futuro quiere la independencia y ayer obtuvo en las urnas la legitimidad y el mandato claro democrático y nítido de conseguirla. Porque vosotros lo habéis decidido”. Otra que no ve a la mitad de los catalanes, ni con unas gafas de Mortadelo, y que ni disimula que sólo habla para los suyos.
Sin embargo, hay que reconocer que algo visibles sí nos hemos vuelto últimamente. Mira que la Generalitat se ha limpiado el escroto con las sentencias del Supremo que pedían dar un 25% de clases en castellano (sólo una cuartita parte, oiga, no pedimos más), mira que se ha multado a los comerciantes que se empeñaban en tener el rótulo sólo en castellano…, pues ha sido llegar el “procés” y aparecer algún que otro cartelito en castellano (al más puro estilo del régimen cubano) para pedir el voto a los “indígenas” del cinturón industrial que todavía no se han convertido a la fe verdadera. ¡Hasta nos hemos acordado de los gitanos que viven entre nosotros desde hace siglos y cultivan la noble rumba catalana! No me dirán que no tiene mérito para un mundillo donde Marta Ferrusola no dejaba a sus hijos jugar en el patio con los niños castellanohablantes o donde Quico Homs presume, a día de hoy, de no dejar ver a sus hijas las teles en español.
El nacionalismo, sobre todo el catalanismo más constructivo, pudo pasar durante muchos años como un movimiento legítimo para recuperar lo que la dictadura nunca tuvo que haber arrebatado. Pero los años lo han cargado de cinismo y tics totalitarios, por mucha sonrisa que quieran meterle a sus manifestaciones (dime de qué presumes…). Ya no sólo porque tiende a marginar a quien se queda fuera, sino porque supone la parálisis de la sociedad por lo obsesivo del debate identitario. Cuanta más obsesión, menos reflexión. Por eso, no sólo los separatistas, sino también los no nacionalistas con síndrome de Estocolmo, tienden a echar la culpa a Madrid de todo como acto reflejo. Pero hay algo que no cuadra: ¿Por qué cuanto más dinero tenemos en nuestro presupuesto y más autogobierno para decidir cuánto y en qué lo gastamos, peor nos va a los catalanes de a pie? Se diría que a la idea de “Cataluña” cada vez le va mejor, pero a “los catalanes”, cada vez peor. ¿Cómo puede tener Madrid cada vez la culpa de más cosas, si cada vez mete menos cuchara en las competencias?
La respuesta es que la cabezonería y la mediocridad suelen ir de la mano. En la Cataluña actual sería improbable una figura como la difunta Carme Balcells, y los jóvenes Vargas Llosa y García Márquez se lo pensarían más a la hora de asentarse en Barcelona. Como lo hizo el estudiante mexicano que se sentaba a mi lado en la UAB y tuvo que irse al turno de tarde porque la mayoría de la clase se negó a dar una asignatura en castellano para que la entendieran los Erasmus. Lo que sí tenemos es una prensa y clase política servil que, sabiendo que en la calle Ganduxer de Barcelona había un piso donde los empresarios abonaban el 3%, no dijo nada por el bien de “Cataluña”. Había que preservar el «oasis» con el que mirábamos por encima del hombro a los cutres españoles. Los que votaron ayer la lista de Junts Pel Sí han avalado indirectamente esa política de mordidas y han apoyado una lista encabezada por un tipo cuyo gran trabajo como eurodiputado fue exigir a la Comisión Europea (la de los refugiados, Siria, Grecia, etc..) que se pronunciase sobre un pisotón de Pepe a Messi. Sí, ese es el nivel de la Cataluña culta y moderna que algunos quieren parir con forces.
Hasta “Coleta Morada” se ha ido con la ídem entre las piernas al comprobar que el nacionalismo es tan retorcido que cuando preguntas a la clase obrera si quiere conciencia de clase o bandera, prefiere bandera. A lo mejor la izquierda empieza a darse cuenta de que la igualdad es incompatible con el nacionalismo diferenciador. Más vale tarde que nunca. A lo mejor, hasta la derecha entiende que no se puede tener una visión de España exclusivamente castellana y que el relato y los gestos de empatía tienen más fuerza que las advertencias económicas o jurídicas. De momento, cada vez son más los que comienzan a hacerse preguntas que antes no se planteaban. Algo es algo. Me quedo con Jordi Ébole, nada sospechoso de fascismo opresor españolista, el día después en El Periódico: “¿Independencia? ¿Lo han manifestado de una manera rotunda? ¿De verdad que se puede hacer esa lectura de estos resultados? Yo creo que no. Y lo peor: seguiremos ahí estancados, con el monotema, mientras ningún gobierno hará nada para solucionar los problemas de la población”. Tampoco está mal lo que apunta una catalana por los cuatro costados como Anna Grau: «Mala utopía la que empieza tirando por la borda a la mitad de sus posibles futuros habitantes». Pues eso, que podremos ser invisibles, pero todavía no estamos locos ni vemos visiones.