Lo que va de la violencia a la marca del café

Fue en una clase de alemán. El chaval apenas tendría 20 años. Era calladito. El más tímido de aquel curso dirigido por un alemán extrovertido, que sabía más que los ratones coloraos. Nos contaba el hombre, soltero y ya metido en los cincuenta, que vivía como un marajá. Cobraba un buen sueldo y sólo trabajaba de octubre a junio. Dedicaba sus largas vacaciones a viajar principalmente a Tailandia. Iba él sólo con su propio mecanismo. Decía que le gustaban mucho las playas de allí… Sospechoso, sospechoso… El caso es que presumía con tal obstinación de lo bien que se lo montaba, a diferencia de nosotros pobres mortales, que llegó a caerme mal.

Tal vez fue por eso que me reí tanto para mis adentros aquella noche que le vi al borde del colapso mental con sus ojitos azules abiertos como platos. Había llegado el momento de hablar de la división de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. Tras poner a caldo el nazismo, como no puede ser de otro modo, nuestro extrovertido profesor procedió a poner a caldo, como tampoco puede ser de otro modo, el comunismo de la RDA.  ¡Pues ahí se obró el milagro! El chaval calladito, que no había dicho ni mu en cuatro meses de clase, abrió la boca para decir con una vocecilla acorde a su gran papo: “pero el comunismo es bueno”.

-¿Cómo?

-Que el comunismo es bueno… Hace que haya justicia. Mira por lo pobres…

-Mira chaval, yo voto al SPD, me considero progresista y te puedo asegurar que el comunismo no es bueno. Viví en el Berlín dividido por el muro y conozco a mucha gente a la que el comunismo le destrozó la vida…

Como el calladito parecía haber comido lengua aquella noche y no había manera de convencerle, nuestro querido profesor comenzó a flipar más y más hasta que nos recomendó ver la película Das Leben der Anderen, traducida en España como La vida de los otros. Se trata de un film que refleja hasta qué punto la Alemania Democrática se convirtió en una gran cárcel en la que todos los ciudadanos eran espiados y controlados por el gobierno marxista.

Otros jóvenes alumnos de aquella clase habían secundado con más o menos pasión al calladito, por lo que el profesor se fue a casa alucinado al ver la visión edulcorada que tenían muchos jóvenes españoles del comunismo y de otras fórmulas de izquierda radical como el anarquismo. ¿Por qué pasaba eso en España? Pues una respuesta bastante verosímil me la dio un checo de Brno con el que compartí piso en Madrid durante un tiempo. Decía el chico checo: “A vosotros os pasa al contrario que nosotros. En mi país, después de tantos años de dictadura comunista, los que son de izquierdas están como un poco acomplejados y a poco que defienden sus ideas siempre hay alguien que les acusa de ser comunistas. Y a lo mejor sólo son socialdemócratas o de centro izquierda…” El de Brno, que había venido a Madrid a trabajar como programador informático, proseguía: “Aquí en España son los de izquierdas los que van sacando pecho y se creen superiores, mientras los conservadores o liberales tienen que aguantar que les llamen fachas, cuando en realidad no lo son”.

El checo era un tipo especialmente lúcido que disfrutaba observándonos en nuestra salsa. En alguna cena nos contó como mucha gente en la República Checa llegó a sufrir ataques de ansiedad al comprobar que, con la llegada de la economía de mercado, las estanterías de las tiendas estaban llenas. “La gente, por primera vez en su vida, tenía que elegir. Nunca habían sido lo suficientemente libres como para tomar una decisión. El comunismo les había tratado como a menores de edad y, de repente, el tener que elegir entre tres marcas de café les colapsaba mentalmente”.

En otra ocasión, un taxista cubano, que me recogió en Barajas para llevarme a la Gran Vía, me comentó que la dictadura de izquierdas tenía todo lo malo de la dictadura de derechas y algo más: “En Cuba usted no puede votar, no puede hablar, no puede quejarse si la policía abusa de usted… pero, además, resulta que no puede ni siquiera vender su casa o su coche para hacer con su dinero lo que le apetezca”.

Ni que decir tiene que los tres personajes, cuando veían una bandera soviética, sentían una profunda repulsión.  El problema es que para pensar como el profesor alemán, el programador checo o el taxista cubano tienes que haber sufrido o visto de cerca una dictadura de ultraizquierda.

Pues eso es lo que, afortunadamente, les falta a los jóvenes españoles que han salido a la calle estos días con banderas de la URSS, estrellas rojas y consignas anarquistas. Dicen que luchan contra el fascismo y contra todo aquello que no sea demócrata, pero ellos mismos practican la violencia y tienen poco o ningún respeto por los derechos ajenos. Han crecido en un país en el que supuestamente (eso les han contado) sólo hay fascistas. Nunca se han preguntado porque la mayoría de los grupos que han practicado la violencia con más o menos intensidad en los últimos treinta años (ETA, GRAPO, Terra Lliure, Resistencia Galega…) son de izquierdas. Deberían hacerse esa pregunta. Como deberían reflexionar los partidos que tardan varios días en condenar los disturbios y las brutales agresiones; o los medios de comunicación que, ante un tipo con pasamontaña que lanza una piedra contra un agente antidisturbios, apenas pueden disimular que simpatizan más con el primero que con el segundo; o los periódicos que ocultan en sus portadas los incidentes y abusos en la universidad. La socialdemocracia y la izquierda verdaderamente democrática, tan importante y necesaria para nuestra convivencia, debería dar un paso al frente. Algunos que ahora callan o hacen como si no fuera con ellos deberían reflexionar y no dar coba a los violentos porque, de hacerlo, puede que llegue el día en que no tengamos que preocuparnos por elegir la marca del café.

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