El día que me hice madrileño para siempre

Es curioso. Cuando se produce un acontecimiento colectivo de esos que quedan marcados en la epidermis de una sociedad, la gente suele recordar lo que estaba haciendo justo cuando todo sucedió. Yo, en cambio, si me preguntan por el 11-M, recuerdo la noche anterior.

Revivo como si fuera ayer aquella cena anodina en aquel piso compartido igualmente anodino, pendiente de la televisión porque el Real Madrid se estaba pegando con el Bayern de Munich por una plaza en los cuartos de final de la Champions. Desde aquel día, cada año, guardo una especie de vigilia interna, muy íntima, recordándome a mí mismo la belleza que reside en lo anodino, lo insustancial, en la pura rutina de lo cotidiano.

Mi imaginación sobrevuela las casas de las 191 personas que al día siguiente, sin saberlo, iban a coger un cercanías a ninguna parte. A algunos les encuentro en su salón, cenando como si tal cosa, posiblemente quejándose de su trabajo o de algún pequeño contratiempo sufrido a lo largo de la jornada. Otros están discutiendo con su pareja o sus hijos; las más de las veces por tonterías. Los hay que no están en casa porque han ido al Bernabéu a ver a su Madrid; un gol de Zidane tumba definitivamente a los alemanes, y ellos, ironías de la vida, lo celebran como si no hubiese mañana. Tampoco faltan los que esa noche se quedan en casa de un amigo; el cambio de rutina les obligará mañana a subir a un tren que no suelen coger…

Dicen que la palabra se nutre del silencio. Por esa regla de tres, podríamos afirmar que la tragedia lo es cuanto más contrasta con la calma que le precede. Estremece pensar qué fácil es pasar de un día cualquiera a un desastre de esos que detienen el reloj para siempre.   Stefan Zweig relató en su libro El mundo de ayer cómo la sinrazón de la Gran Guerra se llevó por delante todo lo que su generación había conocido hasta entonces. Casi un siglo después de que las trincheras del Somme obligasen al hombre a dejar de creer en el hombre, las bombas del 11-M nos volvieron a enseñar el lado más oscuro del ser humano.

Para las víctimas y sus familias siempre habrá “un mundo de ayer”, un mundo anterior a las 7 horas y 37 minutos del 11 de marzo de 2004.  El caso es que ya nos ha caído una década encima. A estas alturas, prefiero no recordar lo que vi aquel día en la calle Téllez.  Aquellas bolsas y aquellas cajas que se llenaban con lo que salía de los trenes… aquellos pasajeros caminando sin rumbo por las vías en silencio… El silencio… el silencio sólo roto por el tono de los móviles de los fallecidos… llamadas a ninguna parte…

No. A estas alturas, prefiero quedarme con el alivio de mi familia al saber que no había cogido el tren, con el paso decidido de los madrileños que bajaban por la calle de Alcalá comentando que iban a donar sangre, con los taxistas que se ofrecían a hacer carreras gratuitas para acercar a Atocha a parientes angustiados, con los conductores que convertían su coche en una improvisada ambulancia… Me quedo, en definitiva, con Madrid. La perra Madrid. La Madrid que te da y te quita. Esa ciudad que te recibe con dureza pero que acaba por acogerte en su seno sin preguntarte de dónde vienes o a dónde vas. Madrid te muerde y ya no vuelves a ser el mismo. Madrid es su gente y eso, amigo, ni se compra ni se vende.

Diez años después los madrileños siguen con su vida, su chulería y su tendencia a tocar el claxon a las primeras de cambio, ajenos a los dimes y diretes de políticos y periodistas. A algunos de estos últimos se les podría aplicar aquello de “Excusatio non petita, accusatio manifesta”. Llega el aniversario y se ven obligados a justificar sus excesos de hace una década. Tanto los que contaron un cuento durante las horas posteriores a la masacre, como los que utilizaron de forma rastrera la sangre de los muertos para cambiar su propio destino. Hablar de conspiraciones hollywoodienses es tan inútil como pretender negar que sigue habiendo lagunas que habrá que despejar, por respeto a lo que sufrimos aquel día. ¿Quién sabe? Tal vez necesitemos otros diez años.

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