Seamos sinceros… Que levanten la mano los que alguna vez han dicho “qué pena” o “qué injusto” cuando han descubierto que un cine de toda la vida, ése que llevaba allí casi, casi desde los tiempos de los balcones de madera, ha cerrado las puertas por falta de público. Y, ahora, que levanten la mano los que, después de despotricar sobre los cines comerciales y defender a ultranza las salas con sabor genuino, se han visto obligados a reconocer que no se acuerdan de la última vez que se dignaron a entrar en ese cine tan especial que ahora cierra. ¿A que muchos habéis levantado la mano las dos veces?
Pues en Barcelona, y en bastantes otras ciudades, está pasando algo parecido con los comercios de toda la vida. Hay barrios históricos que hace tiempo comenzaron a morir de éxito. Local que cerraba, local que se agenciaba una multinacional para montar el típico negocio de comida rápida, ropa o complementos que no se diferencia en nada de sus clones en otras ciudades del mundo. El primero que pierde es el vecino de toda la vida que un día descubre cómo su barrio se ha convertido en un parque temático para turistas, mientras él se ha quedado sin una puñetera tienda donde comprar una barra de pan o donde remendar un zapato.
Y, a la larga, la que pierde es la propia ciudad, que va perdiendo su identidad para parecerse cada vez más al resto de urbes. Una paradoja acongojante, puesto que, se supone, el turista viaja para encontrar lo exótico o lo peculiar de cada lugar. Pues bien, si nos llevasen de viaje con los ojos cerrados y nos soltasen en medio del destino, cada vez nos costaría más saber si estamos en el Portal de l’Àngel de Barcelona, la calle Preciados de Madrid, la calle Ermou de Atenas o la Neuhauser Strasse de Munich. Las mismas marcas, los mismos uniformes para los dependientes, el mismo hilo musical y ¡hasta los mismos olores!
Como digo, en Barcelona parece que han dicho basta con la última pérdida: el cierre del Colmado Quílez. Era la típica tienda antigua, con los estantes repletos de mercancías, donde últimamente la gente entraba más a hacer fotos que a comprar. Son muchos, entre ellos el cocinero Sergi Arola, los que han exigido al ayuntamiento una ley que impida poner una franquicia de tres al cuarto donde hubo un local histórico.
Algunos se encogerán de hombros y dirán que eso es la Ley de Darwin. Lo que no funciona da paso a lo que sí lo hace, por mucho que el romanticismo se vaya al carajo. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la globalización del comercio lleva aparejada otra consecuencia inquietante. Antes, el señor del local de toda la vida sabía que a él no le venían a comprar de la otra punta del mundo, ni siquiera de un pueblo que estuviese a 50 kilómetros. Le compraba la gente del barrio, gente a la que veía cada día y cuya confianza debía ganarse para establecer un vínculo comercial a lo largo de los años. El dependiente del Colmado Quílez no le daba gato por liebre al cliente porque sabía que, si lo hacía, no volvería y le perdería para toda la vida, amén del perjuicio del boca a boca.
Ahora, en cambio, nos hemos acostumbrado a entrar en grandes negocios donde, lo primero, nos suele atender gente que, en demasiados casos, no controla la materia. Gente que trabaja para la campaña de Navidad o que está a prueba y que se limita a sacarte del almacén lo que está en el escaparate. Luego están los que trabajan a comisión y en cuanto te ven piensan: “a éste le voy a colar tal producto de tal marca, que es el que me conviene vender a mí”. En definitiva, las grandes marcas nos ven como números de esos que cuadran los balances más que como “el cliente”.
De tal manera, corremos el riesgo de olvidarnos cómo eran los comercios de antes. Corremos el riesgo de creernos que lo normal es que nos pase lo que aconteció a este servidor de ustedes la última vez que, para renovar su móvil, acudió al grito de “porque yo no soy tonto” a una mediática cadena alemana de electrónica. La cosa sucedió tal que así:
Campaña de “te quitamos el IVA” por tierra, mar y aire. Echas tus cuentas. Si quiero tal móvil y cuesta tanto… le quito el IVA al 21 por ciento… coño, me ahorro un pico… Allá que vamos… Cuando llegas, aquello es la jodida tercera guerra mundial. No cabe ni una aguja más, y los dependientes, roncos ya de hablar por encima del bullicio, te sueltan el móvil, casi sin mediar palabra contigo. Ya en la cola, viene lo mejor. Echas un vistazo al albarán de prepago y descubres que el ahorro es mucho menor de lo anunciado. La gente cuchichea hasta que un rumano indignado explota: “esto no es lo que desía anunsio! No quitan IVA del precio total del producto, sólo quitan el 21 por ciento de la base imponible del producto!” Efectivamente, un claro caso de publicidad engañosa. No te mienten, pero tampoco te cuentan toda la verdad.
El caso es que, debido a este panorama, uno sale encantado y profundamente agradecido de la consulta del podólogo cuando éste se niega a recetarte unas carísimas plantillas deportivas, que tú dabas ya por inevitables, y se limita a aconsejarte unas baratas taloneras que, según su experiencia, solucionan los problemas a la mayoría de los pacientes. Y más contento te pones todavía cuando, a continuación, decides entrar en un negocio como The Running Company para renovar sus zapatillas deportivas.
¿Me intentarán colar las de una marca concreta? ¿Me sacarán sólo las más caras? ¿Les importará un pimiento que el modelo perjudique mi lesión crónica? Pues nada más lejos de la realidad. Un grupo de chavales jóvenes, amantes del atletismo que trabajan con buen humor y sin estresarse a pesar del gentío que les entra en el pequeño local, cercano a la Estación de Atocha de Madrid. El dependiente te sonríe, te escucha, te explica y te promete que te va a localizar las mejores y más baratas zapatillas para que, cuando se te estropeen, vuelvas a pasarte por ahí. Al final, salgo de la tienda con las zapatillas más cómodas que me he calzado nunca, a la mitad de precio que pensaba gastarme y convencido de que volveré.
Esta semana los muchachos de The Running Company se han ganado un cliente para siempre, simplemente, por ser honestos. Por practicar la honestidad de los antiguos tenderos, los que amaban su trabajo y miraban al cliente a los ojos. Por eso tenemos que ayudar a todos los que son como ellos, y amonestar, cuando sea necesario, a los que se pasan de listos y nos toman por tontos.
PD: Entre las cosas raras que se encuentra por el mundo mi amigo Juan Solo (@juansolocómico en Twitter) está este curioso cartel de rebajas…