Buscando un vestido de novia con esta barba que Dios me ha dado

No cabe duda. Juan es un profesional de lo suyo. Te mira, te remira y te pregunta. Te pregunta siempre donde duele. O mejor dicho: donde alivia. Porque una novia que busca su vestido es un manojo de ansiedades que no sabe si encontrará lo que busca; que a veces, ni siquiera sabe exactamente lo que está buscando. Para ser modisto en estos lances hay que tener alma de psicólogo y Juan la tiene. Su instinto le lleva a formular preguntas clave con las que seleccionar no más de cinco vestidos de un mar de posibilidades entre los que la futura novia encontrará lo que quiere e incluso lo que no sabía que quería.

“Este te sienta muy bien, pero este otro es un diez”,  “Para que quedarse con un nueve si puedes tener un diez”, “Es una vez en la vida”, “Con este eres muy tú”…  comentarios y observaciones zalameras que, tras varias visitas a esa y otras cuantas tiendas, concluyen con una sonrisa de la novia, subida a una tarima, anunciando que ya ha elegido el vestido del llamado a ser el día más feliz de su vida. Brindamos con cava, para no ser menos que los de Divinity, y todos tan contentos. Eso incluye a la dependienta que pasa la tarjeta para cobrarse la paga y señal…

Debo reconocer que acompañar a tu hermana pequeña en la búsqueda de su vestido de novia es una experiencia enriquecedora. Supongo que de haber seguido viviendo en Barcelona continuaría siendo aquel hermano mayor que no se metía en determinados asuntos. Pero Madrid me cambió. 600 kilómetros de distancia me hicieron jurar que aprovecharía cualquier posibilidad para estar con los míos, para beberme hasta el último segundo de un fin de semana de puente aéreo.

Lo cierto es que, a pesar de estar rodeado mayoritariamente de mujeres y hombres que no trabajan la heterosexualidad, te sientes cómodo y hasta útil. “Ah, el punto de vista masculino… ¡Eso está muy bien!”, te sueltan los dependientes de cualquier establecimiento donde entras.

Luego, cuando te fijas mejor, te das cuenta de que no eres el único. Padres y hermanos en tu mismo rol con los que te cruzas sin decir nada. Simplemente levantas ligeramente las cejas como diciendo: “Aquí estamos, acompañándolas. Ni con ellas, ni sin ellas…”.

Entre prueba y prueba te fijas en el trasiego de mujeres en busca del vestido soñado. Se dejarán una pasta gansa por un trozo de tela que sólo lucirán durante unas horas. Pensado con la cabeza, pocas cosas que se hacen y compran de cara a una boda resisten un análisis racional o económico. Pero ellas siempre fueron especialmente emocionales. La tienda rezuma ilusión y esperanzas en el futuro, mientras tú, algo meditabundo por no entender exactamente qué es el shantung de seda del que habla un catálogo, recuerdas que, según las estadísticas, dentro de unos años el 85 por ciento de ellas confesará que le gustaría haber tenido más hijos de los que finalmente tenga.

Son malos tiempos para la lírica y los datos aseguran que el 48 por ciento de las españolas que está en el mercado laboral no tiene ningún hijo. Y el 27 por ciento sólo tiene uno. ¿Motivos? Diversos, pero sobretodo económicos y laborales. Las mujeres han copado la universidad y llevan décadas demostrando su valía. De hecho, un reciente estudio de Credit Suisse asegura que los consejos de administración con más presencia femenina aumentan su rentabilidad bursátil. Donde hay mujeres se toman decisiones más meditadas y a la larga resulta mejor. Son más emocionales y a la vez más racionales. Seres fascinantes.

Sin embargo, hay un hecho que les sigue lastrando: la maternidad les hace perder comba en el trabajo. Trunca su progresión profesional. Tras los hijos, algunas no vuelven a trabajar y muchas otras cuando lo hacen ya no son las mismas en términos profesionales. El 23 por ciento acaba trabajando con jornada reducida.

Los hombres, se involucren más o menos en la crianza de los hijos, no se ausentan del trabajo y siguen moldeando su carrera profesional. Eso, al final, marca la diferencia. Si eres mujer y tienes un hijo, puede que tengas que olvidarte de un buen puesto y un buen sueldo que te permita tener paradójicamente más hijos. Y si te centras en tu carrera, para cuando obtienes el reconocimiento, ya no tienes edad de ser madre. El dilema de nunca acabar.

Eso sólo se arregla con un sistema laboral y de protección social que entienda que necesitamos de las mujeres para sacar esto adelante. No podemos desaprovechar su talento en los diversos ámbitos profesionales por el simple hecho de que hayan sido madres. Y no podemos obligarlas a no tener hijos si quieren dedicarse con plenitud a aquello para lo que se formaron. Obligarlas a elegir es un desgarro para cualquier sociedad avanzada que, como la nuestra, necesita niños como el comer.

Si no queremos implicarnos más en la conciliación, si no queremos darles más flexibilidad para la baja maternal o para reengancharse con garantías al trabajo por simple generosidad, hagámoslo por egoísmo. Pero hagámoslo.

Nos va el futuro en ello. El económico y el social. Ese futuro que las novias miran con ilusión mientras se prueban un vestido detrás de otro. El próximo verano tendremos boda en mi familia y brindaremos por el futuro. A la espera de ese momento, yo ya aprovecho desde aquí para brindar por todas la mujeres. Se lo merecen.

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