Miedos y esperanzas ante la perspectiva de un supositorio

Así a bote pronto, levantar los piececillos a un bebé y ponerle un supositorio suena más a ciencias que a letras… Miro de soslayo a mi mujer con la esperanza de que mi frágil argumentación funcione, pero, por sus ojos escépticos de científica embarazada, parece que no ha colado. Cuando llegue el chaval habrá que pringar a partes iguales, compartiendo miedos y esperanzas.

Estas últimas semanas ha triunfado en Youtube el vídeo de un crío afroamericano sentado en el asiento trasero de un coche. Su madre aprovecha para comunicarle que va a tener un nuevo hermano. El tercero, puesto que el crío en cuestión ya comparte asiento en el vehículo con su hermana pequeña. Pues bien, lo que ha causado furor en la red ha sido la reacción indignada del chaval al conocer la buena nueva. “¿Otro hermano? ¿En qué estabais pensando? ¡Es exasperante!” El niño se lleva las manos a la cara y gesticula tal cual lo haría cualquier adulto, si su pareja le dijese que ha vendido la casa y todo su patrimonio para comprar una batamanta de la teletienda. Cuando la madre le insiste en que será muy bonito y que deberá cuidar de él, el guaje suelta al cielo un desesperado “¿Por qué?”, como diciendo “¿Qué necesidad hay de complicarse la vida, con lo bien que estamos o, mejor aún, con los problemas que ya tenemos?”

Lo cierto es que son muchos los que piensan, si no igual, parecido. En un mundo creciente de singles voluntarios o accidentales, cada vez son más los que subrayan que traer un hijo al mundo es una decisión absolutamente irracional. Irracional porque las economías personales no están para muchas tonterías. Si no sobra parné, y encima nos han enseñado desde pequeños que “para ser feliz” hay que consumir, hay que viajar cuanto más lejos mejor o hay que tener la libertad y la despreocupación de la chavalería que bailotea en los videoclips de One Direction, lo de tener un crío tiene mal encaje. “Si te lo piensas fríamente, no lo tienes”, concluye un amigo mío medio hipster que presume de soltería, mientras elige con aire despreocupado la funda para su nuevo Iphone 6.

Pero más allá del mero egoísmo que te pueda echar para atrás por el miedo a perder algunas de tus comodidades, está el miedo puro y duro. El miedo, vamos a decirlo claramente, a cagarla de todas todas. El miedo a fastidiar la vida a alguien que no pidió venir a este mundo y que te necesita. Este fin de semana, sin ir más lejos, he asistido a una interesante discusión, al calor de unas cervezas. Dos jóvenes metidos ya en el mercado laboral conversaban sobre cómo les marcó el colegio que sus padres eligieron por y para ellos. Uno acabó bastante quemado por haber ido a internados donde nunca encajó y donde le hicieron sentir mal “por no dar la talla”, no tanto en las notas, sino en “el modelo a seguir”. El otro, en cambio, lo que lamentaba es que sus padres no le hubiesen llevado a un colegio de mayor rigor para, a día de hoy, poder codearse con las élites. Vamos, que lo mismo te pasas, que te quedas corto. Les observo atentamente, mientras me imagino al del supositorio, treinta años después, con una cerveza delante y acordándose de mí y mis decisiones que le puedan haber marcado de forma crucial. Uf, menuda responsabilidad…

Claro que lo más acojonante puede que sea ese amigo, con la camiseta vomitada a la altura del hombro y la casa empantanada de juguetes y tiestos varios, que mientras sostiene a su retoño para que eche el aire te suelta “es muy bonito, tío, es muy bonito, pero tú no tengas prisa”… Tócatelos, Mariloles… Así las cosas, los que somos creyentes buscamos consuelo en el concepto de la vida, como una rueda que no debe dejar de girar mientras todos vamos apareciendo, transitando y despidiéndonos de escena. Lo malo es que, en éstas, aparece Stephen Hawking con su pedazo de cerebro y todos sus conocimientos para insistir en que Dios no existe, que el universo está ahí haciendo sus cosas y ya está; que con el tiempo sabremos encontrarle explicación a esto…

Y yo que soy de letras digo: a mí esto del infinito se me hace muy grande, me da como angustia sólo de pensarlo. Que digo yo que en algún lugar estará la linde del universo, por muy grande que sea. Y detrás de esa linde estará alguien pilotando el asunto. Vamos, puestos a ponernos trascendentes, yo prefiero pensar que hay alguien llevando los mandos de esto. Y que ese alguien, si hemos llegado hasta aquí, lo que quiere es que sigamos dando cuerda a la cometa, en lugar de ensimismarnos mirándonos el ombligo y creyéndonos más de lo que realmente somos.

Seguro que muchos no piensan como yo, y otros simplemente no se comerán la olla ni la mitad que un servidor. Pero, pensándolo bien, el simple hecho de transitar mentalmente de un supositorio a la infinidad del universo, pasando por el porqué de las cosas, ya te demuestra que la paternidad supone tal sacudida vital dentro de ti, que perdérsela sería una verdadera pena.

¿No es acaso vivir tener emociones fuertes? Que vengan los aciertos, que vengan las equivocaciones, que vengan las risas y que vengan las lágrimas. Aquí estaremos para abrirles la puerta con coraje y esperanza. Bienvenida sea la vida.

Levantarte una mañana sin saber que vas a salvar una vida

Todo aquel que no pueda dormir por motivos ajenos a su voluntad sabrá perfectamente de qué estoy hablando. Puedes ser un tipo entrañable, un buen amigo, un esposo ejemplar, un hijo modélico, un trabajador profesional como pocos, un ciudadano comprometido, un contribuyente honradísimo y puede que hasta experimentes un demoledor remordimiento cuando, por despiste, eches un envase al cubo de la basura orgánica…, pero como algo o alguien no te deje dormir de forma sistemática, créeme, acabarás sintiendo un deseo irrefrenable de invadir Polonia. Por algo, una de las torturas más efectivas en la base de Guantánamo consiste en la privación del sueño…

El pequeño desquiciado que llevo dentro cuando no duermo lo suficiente se ha imaginado a sí mismo, en infinidad de ocasiones, subiendo al piso superior para hacer pagar, con todo tipo de venganzas, las horas de sueño que me ha robado mi vecina. Tiquitiquití, tiquitiquití… El bastón, el andador o lo que sea que utiliza para desplazarse por el piso es como un martillo pilón que no te deja conciliar el sueño por muchos tapones que te pongas. Cómo una mujer de movilidad reducida puede tener semejante hiperactividad a lo largo y ancho de los 70 metros cuadrados de su vivienda es un misterio insondable.

El caso es que llega el fin de semana y por fin crees que vas a dormir una noche como las “personas humanas”, que diría aquel. Pero he aquí que, cuando todavía no han marcado ni las siete de la mañana, tu mujer te rescata de lo más profundo de tu dulce sueño para ponerte en alerta:

-Sergio, despierta. A la vecina de arriba le pasa algo.

-La madle que la palió…

Te incorporas como puedes, mientras te quitas los tapones de los oídos y la férula de la boca (no, no puedo ser un atractivo metrosexual las 24 horas del día, también yo merezco un respiro) y pones en guardia el oído. Efectivamente, se escucha un leve quejido: “Ay, qué dolor; ay, qué dolor…”

Rápidamente subimos a la planta superior y escuchamos el llanto de la vecina al otro lado de la puerta. Le preguntamos si está bien y nos ruega que abramos, sin acertar a explicar qué le sucede. Lógicamente, no tenemos llave y la puerta blindada está cerrada a cal y canto. Llamamos al 112. En tres minutos de reloj un policía local está ante la puerta del piso. El municipal llama a los bomberos y éstos se presentan cinco minutos más tarde. Cuando nos queremos dar cuenta tenemos a tres bomberos dentro de nuestro piso para estudiar la estructura de la planta y hacerse una idea de cuál es la mejor manera de acceder al piso de arriba. Finalmente, deciden extender una escalera por la fachada para entrar por la ventana. Mientras el camión se aproxima, llega una ambulancia. Cuatro trabajadores del SAMUR aguardan en el descansillo de la escalera cruzando apuestas sobres si se tratará o no de una rotura de cadera. Finalmente, los bomberos abren desde dentro y los sanitarios se movilizan.

Un bombero se asoma y nos cuenta que la mujer estaba en el baño cuando se ha caído hacia delante dando con la cabeza en el suelo. “No podía moverse, estaba aturdida y la postura le dificultaba la respiración. De no haber llamado vosotros, en una hora habría muerto”, nos felicita.

Primera reflexión: hasta diez profesionales y dos vehículos se movilizan en menos de media hora para salvar una vida humana. Reconforta la idea y te reafirma en el convencimiento de que hay determinados gastos presupuestarios que siguen mereciendo la pena, por mucha crisis que haya. Que los políticos recorten de gastos superfluos y duplicidades administrativas, pero no de esto.

Segunda reflexión: una mujer mayor no debería vivir sola en su piso, mientras sus hijos residen en la otra punta del país. Por muchos sanitarios, policías y bomberos que tengamos, nunca habrá mejor inversión social que la cultura de familia y el compromiso con los tuyos.

A mi vecina no se le ha roto ningún hueso, pero continúa ingresada porque le han detectado una neumonía con la que convivía sin saberlo. La soledad de esa mujer me apena. Me ha robado muchas horas de sueño, pero deseo que vuelva pronto a casa. Al final va a tener razón mi mujer: a pesar de lo que refunfuño cuando no duermo, va a resultar que soy un tipo entrañable. Hay que joderse…

Una escena en el metro que te reconcilia con el género humano

Levanto la vista al cambiar de página y a mi lado, un metro más abajo, me encuentro esa mirada con ese chupete. Me mira con gesto relajado, pero sin quitarme ojo de encima. Observa por un segundo la portada del periódico que sostengo y vuelve a mirarme a los ojos. Le sonrío, y mueve el chupete. Le vuelvo a sonreír, y vuelve a mover el chupete. Me río para mis adentros mientras regreso a la maraña de hedge funds, bonos convertibles y concursos de acreedores.

Leer la prensa económica en el metro tiene su aquel. Siempre he tenido la teoría de que los compañeros que hacen información económica escriben de forma premeditadamente enrevesada para que sólo les entiendan los lobos de Wall Street y los colegas del gremio. El asunto te obliga a cierto grado de concentración, con la dificultad añadida de no perder la cuenta de las paradas, para no pasarte de largo. Sin embargo, algo vuelve a captar mi atención y me obliga, de nuevo, a levantar la vista del papel salmón.

-“Mírala, angelito. No da ninguna guerra”, dice una mujer que observa con ternura a la cría del chupete.

-“¿Y del desgraciado del padre no se sabe nada?”, pregunta un hombre que viaja a su lado.

-“Qué va” -replica otro adulto- “Y mejor que no se sepa porque ya le dije que de mi nieta me encargaba yo”

-“Menudo sinvergüenza”, concluye el primer hombre, con pinta de ser un conocido que se ha topado por casualidad en el metro con los abuelos de la criatura. Les conoce pero no está al cabo de las últimas novedades.

Los tres, por la forma de vestir y la manera de hablar, parecen encuadrados en eso que se llama (o se llamaba) la clase media. Desde luego no encajan en el perfil de familia que, por razones socioculturales, pueda admitir con naturalidad que su hija pequeña se presente un día en casa con un bombo no previsto. Y mucho menos que el polinizador en cuestión se desentienda de la criatura.

-“En diciembre ya no me pagó la pensión y este mes tampoco creo que lo haga”.

La que habla ahora es una cría que no pasa de los 18 años. Está escorada a mi izquierda sujetando el carrito de la niña y me obliga a girarme con cierto disimulo para observarla. Es una joven con la mirada triste pero la voz firme. Viste y habla en línea con sus padres, de manera que se aleja del prototipo de princesa de barrio.

-“Yo ya le dije que asumo mi error y que, para estar a malas, ya me encargo yo. Pero qué menos que contribuya económicamente…”

-¿Tú trabajas?, pregunta el amigo de los padres.

-“Esa es la suerte que tengo: que estoy trabajando, a pesar de cómo está todo”.

Me quedo con la duda de saber en qué trabaja una cría que no tiene edad para haber terminado la universidad. Ignoro también si su maternidad accidental le habrá obligado a abandonar los estudios. Lo que sí sé es que hay algo en la manera de hablar de esa chica y de sus padres que me conmueve. ¿Compasión? ¿Lástima? No, todo lo contrario. Proyectan una seguridad y una alegría que llaman poderosamente la atención. Sobre todo, cuando el abuelo añade irónico:

-“Nos llegó el regalo en el mejor momento. Justo cuando mi mujer se quedó en el paro y a mí me redujeron el sueldo”.

-“De todo se sale”, apunta la abuela mientras no deja hacerle muecas a la nieta.

No hay miedo ni rencor en las palabras o miradas de esta familia que, a buen seguro, hace apenas dos o tres años no se hubiese creído capaz de protagonizar semejante escena en el suburbano de Madrid.  Entre los cinco han conseguido que no me acabe de leer el periódico, pero ha merecido la pena. Me bajo en mi parada reconciliado con el género humano.

Para cualquier familia de clase media ver como se pierden dos sueldos en cuestión de meses sin un horizonte claro de recuperación es un mazazo. Y la familia del metro parece que lo ha asumido con entereza. Que tu hija pequeña, que todavía no ha empezado a vivir ni a trabajar, se quede embarazada de un jeta seguro que tampoco entraba ni por asomo en la hoja de ruta. Y esta familia también lo ha asumido, de tal manera que no parecen dispuestos a tirar la toalla, ni a amargarse la existencia. Dicen los datos que en España hay casi dos millones de familias con todos los miembros en el paro, que los abuelos están dando sus pensiones para mantener a hijos y nietos,  y que, en definitiva, la familia está siendo clave para que esto no arda por los cuatro costados.

Dicen también, no ya los datos, sino el refranero, que no hay mal que por bien no venga. Esta crisis nos está ayudando a recordar lo importante que son la familia y los valores asociados a ella. Valores que hacen que abuelos, padres, hijos y nietos junten hombro con hombro y avancen despacito pero sin pausa, con una filosofía que recuerda a los tercios españoles del siglo XVI.  Todos somos uno y aquí no se deja atrás a nadie. Estar unidos y mantener la calma es lo que nos sacará de esta.

Eso incluye a la madre que ha perdido el empleo, al padre que ya no gana lo que ganaba, a la hija que tuvo la mala cabeza de complicarse la vida antes de tiempo y a la cría que no tiene culpa de nada y que, hoy por hoy, no tiene miedo al futuro. Tan sólo masca su chupete con ojos curiosos, sin saber que, a pesar de los pesares y gracias a su familia, el mañana será suyo.