Reflexiones sobre el preso 46664 de Robben Island

Imaginen a un niño de papá. Al hijo de unos potentados rurales, con un nivel económico, un acceso a la educación y unas prebendas superiores a la de los críos de su  entorno más inmediato. Imaginen a un adolescente seguro de sí mismo, tan seguro que roza la arrogancia. Imaginen a un joven impulsivo, partidario de la lucha armada y que se pavonea con su traje militar, mientras recuerda a camaradas y amigos su profunda admiración por figuras como el Che Guevara o Fidel Castro. Imaginen a ese chaval engreído recién llegado a la ciudad. Su aire campesino no le acompleja ante los urbanitas. Más bien al contrario. Convencido de que él es especial, acostumbrado a sus ínfulas de príncipe rural, se deja caer por las tiendas de lujo. Viste como un dandi y disfruta causando furor entre el género femenino. De hecho, imaginen a un mujeriego que es capaz de abandonar a su esposa e hijas por otra mujer a la que conoce en la ciudad… ¿Tienen ya un retrato robot? Pues, aunque a algunos les sorprenda, ese perfil responde al de Nelson Mandela.

Me refiero al Nelson Mandela de antes de 1962, el año en el que fue detenido, entre otras cosas, porque su afán de protagonismo, con un punto narcisista, le puso las cosas demasiado fáciles al aparato represor del Apartheid. El Mandela lleno de odio, el Mandela impulsivo que coqueteó con el terrorismo, fue confinado en una celda minúscula de Robben Island.

Ahora que todos los telediarios abren con el funeral del hombre que acabó con el racismo en Sudáfrica, llama la atención como algunos le elevan prácticamente a la categoría de santo.   Pero lo grande de ese personaje, lo que le hace irrepetible, es que no fue ningún ser celestial. Fue tan humano como usted o como yo. Y partiendo de esa condición humana, partiendo de sus propias miserias, supo transformarse en un gigante. En un sabio de dimensiones gigantescas.

Y no debió ser fácil. Mandela estuvo encerrado 27 años en aquella celda de cuatro metros cuadrados. Muchos etarras han pasado menos tiempo entre rejas por delitos muchísimo más graves que los actos de sabotaje imputados a Mandela y han salido a la calle con la misma sonrisa cínica y el mismo sectarismo con el que entraron.  Mandela no. Mandela supo transformar su odio en sabiduría. Se atrevió a aprender el afrikaans, el idioma de la minoría blanca que humillaba sistemáticamente a los negros. Leyó su literatura y consiguió trazar una relación de camaradería con sus captores blancos. Los otros presos políticos negros se lo reprochaban. Le acusaban de congeniar con el enemigo. Pero por aquel entonces Mandela ya había entendido que, si alguna vez salía de aquella isla infame, la opción no serían ni el odio ni la violencia.  Debía entender a su enemigo. Pero no para vencerle, sino para convencerle.

No debió ser fácil dialogar ni empatizar con aquellos blancos racistas hasta la nausea, con aquellos descendientes de los colonos que tomaron el sur de África y que, hasta finales del siglo XX, trataron a los negros como a animales, como simples objetos que se podían comprar, vender, pisotear sin ningún escrúpulo…

La grandeza de Mandela reside en que supo desprenderse del odio en beneficio del bien común. Al salir de prisión lo tenía todo en su mano para lanzar a la mayoría negra a la caza de la minoría blanca. Sudáfrica pudo haber sido otro Zimbabue. Hubiese bastado con un discurso incendiario  aquel 13 de febrero de 1990, cuando se dirigió a las masas por primera vez tras recuperar la libertad. Sin embargo, Mandela supo liberar a los negros del odio y a los blancos del miedo. Sedujo a los afrikaners y les convenció de que no tenían nada que perder por convivir de tú a tú con los negros. Al mismo tiempo, ilusionó a los negros con un país de justicia y libertad, y frenó sus impulsos vengativos tras tantos años de vejaciones.

El viejo Madiba, atormentado por no haber sido un buen padre, paradójicamente sí encontró la fórmula para ser un líder global. Utilizó el factor emocional del deporte para unir a un país dramáticamente dividido, trató con el mismo respeto y ternura a una reina que a un mayordomo y no cayó en la tentación de eternizarse en el poder después de tantos años privado de protagonismo.

Hoy Sudáfrica sigue siendo un país con muchas cosas que mejorar, pero nadie puede negar que se ha convertido en un lugar mucho más habitable. Y lo es porque el preso 46664 de Robben Island fue una de esas pocas personas capaces de inspirar a toda la humanidad. Esperemos que su ejemplo perdure en nuestra memoria durante muchos años. Todos los años que serán necesarios para que pueda surgir alguien con la grandeza y la altura de miras del viejo Madiba. Descanse en paz.

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