La importancia del esfuerzo

La mañana que la entrevisté, me sorprendió. Cuando una ministra socialista accede a ser entrevistada en un medio de comunicación que defiende abiertamente los valores del humanismo cristiano puede tener la tentación de ponerse a la defensiva. Carmen Montón, en cambio, no abandonó su tono cordial, con su voz dulce y su actitud tendiente a lo pedagógico. Cierto que encontró el refugio del político profesional: contestar lo que tenía preparado, sin atender a lo que se le preguntaba, por más que se le insistiera. Al ser cuestionada por su animadversión hacia cualquier tipo de colaboración del sector privado con la sanidad pública, tiró de manual y lugares comunes… todo eso de que los laboratorios y las clínicas privadas sólo miran por el beneficio económico, en lugar del bienestar del paciente. De nada sirvió recordarle los datos que demuestran que esa colaboración ha permitido a los médicos de la pública pedir pruebas caras para sus pacientes con una alegría nunca vista, después de épocas en las que la petición de determinadas pruebas tenía que estar plenamente justificada. Poco después de aquella entrevista conocimos las grabaciones, publicadas por el diario El Mundo, en las que aparecían las confesiones de la gerente del famoso hospital de Valencia, del que Montón desterró al sector privado en sus tiempos de consejera autonómica. La responsable del hospital de la Ribera reconocía que ahora, aun con más personal, son menos eficientes y la lista de espera ha aumentado. Pagar más por un peor servicio sanitario. Cubrirse de gloria.

La última pregunta de aquella entrevista radiofónica que tuve ocasión de realizar a la ministra Montón tenía que ver con las primeras informaciones que acababan de surgir en los confidenciales sobre las posibles irregularidades detectadas en el máster que cursó en la Universidad Rey Juan Carlos. La entonces titular de Sanidad afirmó, con gran seguridad, tener todas las pruebas que demostraban que había cursado el máster de forma legal, y achacó aquellas informaciones al interés malévolo de algunos por vincular su caso al de Cristina Cifuentes. Unos meses más tarde, cuando la mancha de aceite se había extendido, me topé con la ministra en la televisión. La misma voz dulce hasta que, desde no se sabe dónde, sacó una rabia oscura, altiva, con la que pronunció una frase que ya está en los anales de la política española: “no todos somos iguales”.

60599Superioridad moral pretendida que ha vuelto a estrellarse con la tozuda realidad. No sólo hubo irregularidades en las fechas de matriculación, en la asistencia presencial y en el cambio fantasmagórico de las notas a través de una incursión en el sistema informático de la universidad. La ministra había copiado literalmente párrafos enteros de otros autores, sin citarlos. Y lo más chusco, había hecho copia y pega de la Wikipedia. Como los antiguos alumnos vagos de la EGB, en la era analógica, cuando fusilaban la enciclopedia que sus padres tenían en casa.

Cuando los políticos hacen estas cosas, cuando algunas universidades se prestan a regalar títulos a los politiquillos de turno, creyendo que así ganan prestigio de cara al exterior (fulanito ha cursado nuestro máster) todos están cometiendo una enorme tropelía. Primero, se denigra la imagen de los políticos, que deberían ser los prebostes que guiasen nuestra sociedad. Pero lo más grave, a mi entender, es el descrédito de la universidad, una institución que ha servido como pocas como ascensor social en nuestro país. Tendremos mucho paro y el sistema educativo tendrá muchísimo que mejorar, pero jamás en la historia se habían dado tantos casos de hijos de obreros o trabajadores sin demasiada formación que acceden a profesiones liberales basadas en una buena formación académica.

Cuando alguien, elegido por la ciudadanía o que aspira a serlo, se presta a que le regalen un título o cree que se puede presumir de ser «maestro» o doctor en algo con un simple copia y pega se está ciscando en todo el esfuerzo sordo de miles de personas, que han peleado duro por labrarse un futuro y que, tal vez, ni por esas han conseguido la proyección profesional que se merecen. Por lo hablar de los pobres desgraciados a los que polémicas de este tipo sorprenden cursando una carrera en la propia universidad tramposa. Sin haberlo alcanzado todavía, ya saben que su diploma tendrá el mismo prestigio académico que la etiqueta de una botella de Anís del Mono. Sé que a muchos les suena al cuento del abuelo cebolleta, pero la realidad, repito, es tozuda. Faltan valores. Valores que premien la meritocracia. Valores que nos hagan enrojecer ante la mera idea de hacer trampas o tomar un atajo deshonroso. Valores para sólo tomar lo que nos corresponde. Valores para reconocer cuando nos equivocamos. Valores para no ser  tan superficiales, ni dar por sentado que los demás son tontos del culo. En definitiva, para ser más humanos y más auténticos.