¡Qué «güenos» y qué falsos que podemos llegar a ser!

Hay que ver cómo somos. Nos gritamos, nos insultamos, nos sacamos los ojos, pero… es morirse alguien y ponerse todo el mundo a alabar al muerto. ¡Qué güeno era el pobre, oiga! A lo mejor nos hemos pasado la vida despreciándole o lanzándole puñales de todos los tamaños y colores, pero, oye, es morirse y como que da nosequé meterse con el finado. Es como una especie de yuyu que entronca directamente con nuestras supersticiones más tribales. De hecho, conozco a unos cuantos extranjeros, cada uno de su padre y de su madre, que me han hecho ver su estupor ante ese rasgo tan hispano que consiste en comportarse de una manera y decir lo contrario. Pues, definitivamente, señoras y señores, el ejemplo que nos brinda el anuncio de la inminente muerte de Adolfo Suárez se lleva la palma.

Da vergüencilla ajena ver con qué entusiasmo se apuntan a darle al Play del “Libertad, libertad” los mismos que, cuando nos estábamos jugando el futuro, acusaron a Suárez de ser un traidor. Entusiastas de lo decimonónico, partidarios de que no hubiese ningún cambio, ahora esgrimen la Constitución como si fueran las Tablas de Moisés y tampoco se cortan un pelo si se trata de hacerle un panegírico al ex presidente.

Claro que tampoco está mal la hipocresía y el cinismo de los que se han pasado décadas denostando la memoria de Suárez con el simple argumento de que, en el fondo, era un franquista. Según este subgrupo, lo que hizo el ex presidente no tiene ningún mérito. “Lo hizo todo obligado por las circunstancias”, llegan a decir los que se pasaron años y años con el culo apretado y ahora, ahora sí, van de contestatarios, valientes antisistema o esforzados antipatrias.

Eso sí, no todos los que se beneficiaron de la labor de Suárez para luego ponerle a caldo han acabado haciéndose anarquistas, separatistas o neojornaleros del siglo XXI. Algunos se han convertido en todo unos burgueses a los que les ha ido fenomenal en la España de las autonomías derrochadoras. Muchos de estos últimos también eran hijos de franquistas, pero no tuvieron ningún pudor en amargar la carrera política de Suárez hasta hacerle desistir. Con el cuento de que Suárez venía de dentro de la dictadura, le presentaron como un ser casposo y pasado de vueltas. El presente, decían, era para los jóvenes con chaqueta de pana. Más de treinta años después, la chaqueta de pana se la llevó el viento, pero sus portadores ahí siguen, yonquis de la poltrona, haciendo de tapón a la generación de sus hijos, y sin aplicarse el jarabe que hicieron tomar a Suárez.

Dicho esto, los que aprovechen los panegíricos para presentar a Adolfo Suárez como un santo varón o un ser incorrupto, posiblemente, también se equivoquen. Estamos hablando de un hombre que participó de errores como la amnistía que sacó a la calle a los etarras que luego siguieron matando o el “café para todos” que ahora, por ejemplo, provoca que cuando una niña necesita una ambulancia, primero se pregunte en qué territorio vive y quién la va a pagar.

Y es que, visto lo visto, puede que ahí radique precisamente el mérito de Adolfo Suárez: siendo un hombre de carne y hueso tuvo el arrojo de tomar el mando de la nave en el momento más peliagudo y la lucidez de girar hacia el lugar correcto. Aguantó las envestidas de unos y de otros. No le dio la gana de agacharse debajo del escaño cuando Tejero se puso a disparar. Y supo irse cuando entendió que ya no tenía más que aportar.

Sólo por eso, porque lo hizo lo mejor que pudo, porque recibió de todas partes, y porque muchos fueron ingratos con él, se merece un respeto.  Y ahora que los médicos rectifican y el triste desenlace podría alargarse más de lo previsto, los que se han apresurado a darle al Play, que se aguanten con el soniquete del “Libertad, libertad”. Porque Adolfo Suárez, aunque no se acuerde de nada de lo que hizo, se ganó el derecho a morirse cuando le dé la gana.

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